Por Alejandra Dandan
Los van a cagar a cohetazos,
se oyó. La toma de rehenes en la escuela de enfermería del
Hospital Posadas se volvía cada vez más insólita.
A esa altura a las dos de la tarde, dos ladrones tenían
secuestrados desde las once al alumnado completo de futuros enfermeros,
docentes y directivos. A lo largo de la tarde lograron reunir en torno
del predio a los grupos especiales del GEOF y a efectivos de la Bonaerense
en un cordón que buscó todo el tiempo dejarlos sin aire.
Pero la escuela no fue el único foco de tensión. Alrededor,
mientras los padres se desesperaban para recuperar a sus hijos, los vecinos
de un ladrón salieron de uno de los asentamientos cercanos, armados
con piedras y petardos, dispuestos a defender a su hombre. La toma terminó
a las cinco, luego de que los rehenes convencieran a los ladrones para
que se entregaran.
La toma de la escuela empezó a las once, cuando terminaba la hora
de Salud Pública que Aurora Ríos dictaba a los alumnos de
primer año. Me salvé de casualidad dice desde
una de las trincheras armadas afuera por la gente: justo me llamaron
al hospital para una reunión. El hospital está a apenas
unos cien metros de la escuela donde funciona desde hace dos años
una sede de la carrera de enfermería dictada por la UBA. Atrás,
a apenas unos metros, existe un paredón semiderrumbado como único
límite hacia el barrio Carlos Gardel, una de las villas miseria
más pobladas del oeste y el territorio al que intentaban llegar
los dos ladrones cuando quedaron cercados por un coche de la policía.
Existen dos versiones sobre la historia que mantuvo en vilo a algo más
de doscientas personas frente a la escuela durante todo el día.
De acuerdo a voceros de la Policía Federal, El Pelado
Narváez y su socio de Ciudadela llegaban escapando de un asalto
en un aserradero vecino. Esta versión, que fue confirmada por fuentes
judiciales, fue distinta a la que empezaron a contar los propios rehenes
a medida que iban quedando liberados. Entraron sólo para
asaltarnos, contó Ingrid Roger, una de las estudiantes del
segundo año. Ingrid estaba en el primer piso cuando entraron los
dos ladrones desesperados, buscando billetes, monedas y las pocas alhajas
que los alumnos tenían encima.
De acuerdo a esta hipótesis, los dos hombres entraron escondidos
detrás de una enfermera que había salido para sacar fotocopias.
Esa era, en realidad, una de las pocas posibilidades para el ingreso.
Como la escuela fue asaltada varias veces en los últimos meses,
hace un tiempo tiene instalada una reja y un portero eléctrico
como medida de seguridad. Pero esta vez, esos controles no sirvieron.
A media mañana, los cuarenta futuros enfermeros de primer año
tenían enfrente a dos hombres armados con una pistola 9 milímetros
y una escopeta. Pero no eran los únicos que entraban en pánico.
En el segundo piso quedaban otros veinte estudiantes, que ante los primeros
ruidos raros buscaron alguna estrategia para hacer, disimuladamente, un
pedido de auxilio. Con sigilo, cerraron una puerta y rápidamente
encendieron sus celulares, desde donde se comunicaron con varias familias.
El mensaje era claro: estamos secuestrados, les dijeron. Llamen
a la tele, insistían. Al rato, todos estaban cuerpo a tierra,
mientras desde afuera les cortaban la luz y los teléfonos.
Esas interrupciones no inhabilitaron los celulares, que comenzaban a activar
las negociaciones entre ladrones y policías. Primero pidieron chalecos
antibalas y para despistar a los policías, pidieron en total cuatro.
Los dos tenían experiencia en estas tareas. Fuentes judiciales
aseguraron que Narváez estuvo diez años en Olmos, desde
donde se habría fugado en las últimas semanas. A pesar de
la experiencia, el pedido de los chalecos no prosperó, tampoco
el que continuó por un auto, aunque al final sí les acercaron
dos bolsas llenas de bebidas. No se podía conceder ni chalecos
ni el auto: eso en lugar de mejorar las cosas, las empeora, decía
horas después ya tranquilo Jorge Rodríguez, a cargo del
juzgado Federal 2 de Morón y convocado a la escuela a pedido de
los rehenes. Es que mientras algunos estudiantes conseguían alguna
ventana para saludar y distender a las mamás que se desesperaban
en los alrededores, otros se encargaron de apaciguar a los ladrones. Nosotros
les sugerimos que llamara al juez como garantía, explicaba
Ingrid, que además se ofreció como negociadora en las primeras
horas de la tarde (ver recuadro). En medio de la tensión, la policía
fue consiguiendo una liberación por turnos. Primero salieron quince
mujeres, Ingrid entre ellas; más tarde apareció el segundo
grupo. El último recién salió a las cinco, junto
a los ladrones que se entregaban.
Quien sale,
no entra
Les dije que podía salir y volver con los chalecos.
Eso les dijo Ingrid Roger a los dos hombres que la mantuvieron secuestrada
durante tres horas en la Escuela de Enfermería donde cursa
segundo año. Ellos necesitaban los chalecos antibalas. Ingrid,
con tal de acelerar toda aquella tortuosa espera, se ofreció
para salir y regresar con ellos. Por esa oferta, la mujer de 35
años logró dejar la escuela con la primera tanda de
liberados, que quedó fuera a las dos de la tarde. Cuando
salió, esta especie de heroína olfateó su fracaso:
Discúlpeme, señora pero quien sale no entra,
le dijo, solemne, uno de los oficiales de la Federal encargados
de la custodia de aquel grupo de rehenes. Mientras estuvo adentro,
la mujer fue una de las que consiguió que los dos hombres
pidieran a un juez de Garantía. Además, fue una de
las que terció para convencerlos que no había más
opciones que la entrega.
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No tenían
idea de nada
Hasta hacía un rato, la hija de Blanca le hablaba desde
un teléfono celular escondida en el piso más alto
de la escuela. Desde el altillo, creo que tienen ahí
un altillo, decía la mujer, mientras intentaba acordarse
cómo su hija le iba explicando que no era una broma, que
estaba tomada como rehén en la escuela. Me pidió
que llamara a los medios y después cortó. Blanca
Peralta fue una de las madres que recibió una de las llamadas
desde la Escuela de Enfermería del Hospital Posadas cuando
apenas empezó la toma de rehenes. Ni siquiera sabía
dónde encontrar el número de los canales, pero su
hija ni siquiera sabía que horas después podría
estar afuera. Lorena fue parte de la última tanda de rehenes
en quedar liberados. Salió cuando la policía desplegó
el operativo de dos minutos para detener a los dos hombres. Los
tipos ya no querían saber nada cuenta ahora ella:
querían entregarse, estaban que no daban más.
Esa sensación de cansancio es la que la hace llorar en la
puerta de la escuela. Durante buena parte del día, no sabía
por qué no nos venían a buscar, qué pasa
con nosotros decía ¿se olvidaron de que
estamos acá?. Sin tranquilizarse, piensa que los ladrones
no tenían ni idea de lo que hacían y que
a medida que avanzaba la tarde, adentro aumentaba la sensación
de desesperación: Todo el tiempo dice teníamos
miedo de terminar como blanco de tiro.
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