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UNA CLASE DE ENFERMERIA EN EL POSADAS TERMINO CON 61 REHENES
Tomándoles el pulso a los ladrones

Dos delincuentes entraron en la escuela del hospital y tomaron cautivos a alumnos y docentes durante seis horas. Los rehenes los convencieron de que se entregaran. Salieron todos ilesos.

Los rehenes iban siendo liberados en tandas y debían salir con las manos en alto, por las dudas.

Por Alejandra Dandan

“Los van a cagar a cohetazos”, se oyó. La toma de rehenes en la escuela de enfermería del Hospital Posadas se volvía cada vez más insólita. A esa altura –a las dos de la tarde–, dos ladrones tenían secuestrados desde las once al alumnado completo de futuros enfermeros, docentes y directivos. A lo largo de la tarde lograron reunir en torno del predio a los grupos especiales del GEOF y a efectivos de la Bonaerense en un cordón que buscó todo el tiempo dejarlos sin aire. Pero la escuela no fue el único foco de tensión. Alrededor, mientras los padres se desesperaban para recuperar a sus hijos, los vecinos de un ladrón salieron de uno de los asentamientos cercanos, armados con piedras y petardos, dispuestos a defender a su hombre. La toma terminó a las cinco, luego de que los rehenes convencieran a los ladrones para que se entregaran.
La toma de la escuela empezó a las once, cuando terminaba la hora de Salud Pública que Aurora Ríos dictaba a los alumnos de primer año. “Me salvé de casualidad –dice desde una de las trincheras armadas afuera por la gente–: justo me llamaron al hospital para una reunión.” El hospital está a apenas unos cien metros de la escuela donde funciona desde hace dos años una sede de la carrera de enfermería dictada por la UBA. Atrás, a apenas unos metros, existe un paredón semiderrumbado como único límite hacia el barrio Carlos Gardel, una de las villas miseria más pobladas del oeste y el territorio al que intentaban llegar los dos ladrones cuando quedaron cercados por un coche de la policía.
Existen dos versiones sobre la historia que mantuvo en vilo a algo más de doscientas personas frente a la escuela durante todo el día. De acuerdo a voceros de la Policía Federal, “El Pelado” Narváez y su socio de Ciudadela llegaban escapando de un asalto en un aserradero vecino. Esta versión, que fue confirmada por fuentes judiciales, fue distinta a la que empezaron a contar los propios rehenes a medida que iban quedando liberados. “Entraron sólo para asaltarnos”, contó Ingrid Roger, una de las estudiantes del segundo año. Ingrid estaba en el primer piso cuando entraron los dos ladrones desesperados, buscando billetes, monedas y las pocas alhajas que los alumnos tenían encima.
De acuerdo a esta hipótesis, los dos hombres entraron escondidos detrás de una enfermera que había salido para sacar fotocopias. Esa era, en realidad, una de las pocas posibilidades para el ingreso. Como la escuela fue asaltada varias veces en los últimos meses, hace un tiempo tiene instalada una reja y un portero eléctrico como medida de seguridad. Pero esta vez, esos controles no sirvieron.
A media mañana, los cuarenta futuros enfermeros de primer año tenían enfrente a dos hombres armados con una pistola 9 milímetros y una escopeta. Pero no eran los únicos que entraban en pánico. En el segundo piso quedaban otros veinte estudiantes, que ante los primeros ruidos raros buscaron alguna estrategia para hacer, disimuladamente, un pedido de auxilio. Con sigilo, cerraron una puerta y rápidamente encendieron sus celulares, desde donde se comunicaron con varias familias. El mensaje era claro: estamos secuestrados, les dijeron. “Llamen a la tele”, insistían. Al rato, todos estaban cuerpo a tierra, mientras desde afuera les cortaban la luz y los teléfonos.
Esas interrupciones no inhabilitaron los celulares, que comenzaban a activar las negociaciones entre ladrones y policías. Primero pidieron chalecos antibalas y para despistar a los policías, pidieron en total cuatro. Los dos tenían experiencia en estas tareas. Fuentes judiciales aseguraron que Narváez estuvo diez años en Olmos, desde donde se habría fugado en las últimas semanas. A pesar de la experiencia, el pedido de los chalecos no prosperó, tampoco el que continuó por un auto, aunque al final sí les acercaron dos bolsas llenas de bebidas. “No se podía conceder ni chalecos ni el auto: eso en lugar de mejorar las cosas, las empeora”, decía horas después ya tranquilo Jorge Rodríguez, a cargo del juzgado Federal 2 de Morón y convocado a la escuela a pedido de los rehenes. Es que mientras algunos estudiantes conseguían alguna ventana para saludar y distender a las mamás que se desesperaban en los alrededores, otros se encargaron de apaciguar a los ladrones. “Nosotros les sugerimos que llamara al juez como garantía”, explicaba Ingrid, que además se ofreció como negociadora en las primeras horas de la tarde (ver recuadro). En medio de la tensión, la policía fue consiguiendo una liberación por turnos. Primero salieron quince mujeres, Ingrid entre ellas; más tarde apareció el segundo grupo. El último recién salió a las cinco, junto a los ladrones que se entregaban.

 

“Quien sale, no entra”

“Les dije que podía salir y volver con los chalecos.” Eso les dijo Ingrid Roger a los dos hombres que la mantuvieron secuestrada durante tres horas en la Escuela de Enfermería donde cursa segundo año. Ellos necesitaban los chalecos antibalas. Ingrid, con tal de acelerar toda aquella tortuosa espera, se ofreció para salir y regresar con ellos. Por esa oferta, la mujer de 35 años logró dejar la escuela con la primera tanda de liberados, que quedó fuera a las dos de la tarde. Cuando salió, esta especie de heroína olfateó su fracaso: “Discúlpeme, señora pero quien sale no entra”, le dijo, solemne, uno de los oficiales de la Federal encargados de la custodia de aquel grupo de rehenes. Mientras estuvo adentro, la mujer fue una de las que consiguió que los dos hombres pidieran a un juez de Garantía. Además, fue una de las que terció para convencerlos que no había más opciones que la entrega.

 

“No tenían idea de nada”

Hasta hacía un rato, la hija de Blanca le hablaba desde un teléfono celular escondida en el piso más alto de la escuela. “Desde el altillo, creo que tienen ahí un altillo”, decía la mujer, mientras intentaba acordarse cómo su hija le iba explicando que no era una broma, que estaba tomada como rehén en la escuela. “Me pidió que llamara a los medios y después cortó.” Blanca Peralta fue una de las madres que recibió una de las llamadas desde la Escuela de Enfermería del Hospital Posadas cuando apenas empezó la toma de rehenes. Ni siquiera sabía dónde encontrar el número de los canales, pero su hija ni siquiera sabía que horas después podría estar afuera. Lorena fue parte de la última tanda de rehenes en quedar liberados. Salió cuando la policía desplegó el operativo de dos minutos para detener a los dos hombres. “Los tipos ya no querían saber nada –cuenta ahora ella–: querían entregarse, estaban que no daban más.” Esa sensación de cansancio es la que la hace llorar en la puerta de la escuela. Durante buena parte del día, no sabía “por qué no nos venían a buscar, qué pasa con nosotros –decía– ¿se olvidaron de que estamos acá?”. Sin tranquilizarse, piensa que los ladrones “no tenían ni idea de lo que hacían” y que a medida que avanzaba la tarde, adentro aumentaba la sensación de desesperación: “Todo el tiempo –dice– teníamos miedo de terminar como blanco de tiro”.

 

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