Por Fernando DAddario
A los 36 años, siete
de ellos viviendo en Madrid, Jorge Drexler pulveriza sutilmente unos cuantos
estereotipos endilgados al ser uruguayo. En principio, escribe
corto y habla largo. En la entrevista con Página/12, después
de hurgar en esos arbitrarios y prejuiciosos condimentos del
uruguayismo (una militancia de la que Drexler prescinde), responde que
las dos canciones más emblemáticas de su último disco,
Sea, desmienten su tradicional laconismo poético. Las dos canciones
son El pianista del guetto de Varsovia (ver recuadro) y Un
país con el nombre de un río, que refieren, de uno
u otro modo, aspectos relacionados con la identidad. El cantautor cree
que Los títulos son largos, quizás porque sentí
que tenía que poner mucho de mí allí. Drexler
es uruguayo, es judío, es cantautor, ama a Zitarrosa, admira a
Beck. Usa loops de computadora y siente que la guitarra criolla es parte
de su cuerpo.
Drexler es, quizá por todo eso, pero fundamentalmente porque escribe
canciones inteligentes y sensibles, un minifenómeno de popularidad
en la Argentina. En esta visita a Buenos Aires su agenda está completísima,
y hasta lo invitaron para participar de Sábado Bus.
Esta vez no actuará oficialmente en el país (se presentaría
recién en diciembre, en el Teatro Opera), aunque pasado mañana
hará un acústico en Tower Records y el viernes de la semana
que viene tocará en Supernova, con Leo García como invitado.
Estos últimos datos podrían aumentar la confusión
respecto de su figura, pero Drexler parece estar muy seguro del lugar
que ocupa. No deja de sorprenderme lo que pasa conmigo en la Argentina,
pero creo que tiene que ver con que fundamentalmente Buenos Aires es una
ciudad cosmopolita, como Madrid, que está bastante al día
con lo que pasa a todo nivel, y al mismo tiempo no puede apostar a la
euforia; entonces se aferran a la reflexión, y valoran la búsqueda
de una identidad.
¿Cómo se balancea lo uruguayo con sus
búsquedas más modernas?
Aunque no parezca, me acerqué más a la canción
uruguaya desde que llegué a España. En Uruguay era más
metafórico, me sentía más cerca de Spinetta. Y cuando
llegué a España, y me encontré con gente como Sabina,
me pregunté: ¿de qué estoy hablando? Me propuse hablar
más de mí, y me acerqué más a lo que usualmente
se entiende debe hacer un cantautor. Y cuando tomé la decisión
de estar más a tono con los sonidos contemporáneos, elegí
colaboradores uruguayos. Para mí, trabajar con la electrónica
tiene que ver con una cosa lúdica. No me interesa patear tableros,
ni estar al día con la modernidad. Solo quiero divertirme con lo
que hago. Y cuando vi que podía trabajar con una máquina,
me fascinó como la primera vez que vi una batería. Y me
sirve muchísimo. No soy un buen percusionista, pero tengo un sampler,
y puedo grabar un compás bueno entre ochenta malos.
¿La idea del cantautor interesado por los sonidos contemporáneos
le quita ese prejuicio de la aparente frialdad de lo electrónico?
Es bueno entender que la emotividad no se contrapone con la periodicidad
exacta que te dan las máquinas. Una cosa es el trance de repetición
de un ritmo, como te puede pasar escuchando a John Lee Hooker, y otra
cosa es la repetición clónica. No veo que sea más
frío cortar un compás y repetirlo indefinidamente, si lo
que tenés para decir musicalmente y temáticamente es interesante.
La computadora, al contrario de lo que se cree, le devuelve un lado artesanal
a la música. Entrás a ella como querés, cuando querés,
desde la composición hasta la masterización. Yo, igual,
me siento más cómodo con un lápiz y una goma, porque
descubrí la computadora a los 30. La guitarra es parte de mi cuerpo,
la computadora no. Entro y salgo. Recién dentro de 20, 25 años,
se va a ver artísticamente una verdadera interacción artista-máquina.
Aunque a lo mejor para entonces se puede grabar un disco programando las
notas con los ojos, sin tocar una tecla.
En la canción Un país... expresa una dicotomía:
me cuesta quedarme/me cuesta olvidar. En el disco Frontera
decía: no hay tiempo perdido peor/que el perdido en añorar.
Sí, hay una dicotomía. Un país...
es una canción de amor, pero no es un simple te quiero. Estoy fragmentado.
Siempre tengo dos visiones de las cosas. Antes lo tomaba como una carga,
y ahora me doy cuenta de que es como soy. Puedo entender al que se va
de Uruguay con bronca, resentido, pero yo no me fui resentido de Uruguay.
No escribí el tema tanto para mí como para los demás
que veía que llegaban a España. A mí me gustaría
volver a vivir alguna vez a Montevideo. Extraño los códigos
de amistad, la sensación de pertenencia. Viví en el barrio
Viejo Pancho, el Pocitos Viejo. La pertenencia me llegó de grande,
y cuanto más uruguayo me sentí, me fui. Soy más del
lado de añorar. Pero tampoco me gusta el que se va y se queja de
todo. Madrid tiene cosas maravillosas. Y aunque me gusta ese refinamiento
para adentro que tiene el uruguayo, me molesta la reafirmación
adolescente de la identidad, porque puede derivar en la discriminación.
¿Le molesta el uruguayismo?
No es fácil sentirse un país chico entre dos grandes.
Dicen que el uruguayo es orgulloso, pero el orgullo es la otra cara del
complejo. En España tiendo a olvidarme de los límites geográficos.
Vas de Granada a Galicia y son dos mundos distintos. A mí no me
alcanza con el chivito. Le tengo fobia a ese chauvinismo canchero y simpaticón,
porque 300 años después, puede terminar en un campo de concentración.
También escribió yo no se de dónde soy/mi
casa está en la frontera...
Puede haber malos entendidos. Pueden pensar este se fue y
se olvidó de todo, pero justamente la canción Frontera
es una chamarrita tradicional, la cantaba mi abuelo. Soy un fan de Zitarrosa
y de Viglietti. Pero el día que descubrí el loop, me dije:
uy, esto lo hicieron para mí. No lo puedo evitar.
El pianista de Varsovia
Entre las buenas canciones de Sea, sobresale, por su temática,
El pianista del gueto de Varsovia. Está basado
en el libro homónimo, autobiográfico, de Wladyslaw
Szpilman, que Roman Polanski está convirtiendo en film en
Polonia. Es la terrible historia de un músico que vivió
el Holocausto. Drexler cuenta que la historia le pegó de
un modo especial. No suelo tener móviles tan directos
a la hora de escribir, pero esta historia me conmocionó.
En la canción no relato lo que le pasó al autor, porque
él lo hace maravillosamente, sino lo que provocó en
mí. Estuve leyendo también otras cosas, como Sefarad,
de Antonio Muñoz Molina, y todo eso me hizo pensar en lo
relativo de los tiempos históricos, en el azar, y en que
ese pianista podría haber sido yo. Soy descendiente, por
un lado, de judíos alemanes y polacos, y por el otro de criollos.
A cada uno le toca su guerra, yo sufrí la dictadura, y aunque
no se pueden comparar los grados del horror, sólo nos separaron
dos generaciones. Hasta llevamos una vida parecida. El vivía
en una Varsovia culta, sofisticada, y de repente, su mundo se vio
convulsionado por el horror. Es una canción de crítica
histórica. Quise también que la música participara
de la ruptura del lenguaje, porque nunca había hablado tan
claro. Por eso intenté que hubiera una interacción
de ghettos: el del cantautor, el hip hop y el clásico, con
un fragmento de Chopin.
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