Fue una relación tormentosa:
D. H. Lawrence le pegaba a su mujer y ésta lo soportaba con una
paciencia que lo enfurecía más aún. Frieda fue definirían
ciertas feministas una mujer golpeada. Es cierto. Inciertas,
en cambio, son las razones por las que ella alta, fuerte, robusta
toleraba las golpizas de un hombre cada vez más debilitado por
la tuberculosis. ¿No quería aprovecharse de su inferioridad
física? ¿Intuía que el famoso autor de El amante
de Lady Chatterley buscaba precisamente eso, ser tratado como chico que
se porta mal? Lawrence no era famoso cuando se enamoraron y le anunció
que no se acostaría con ella hasta que dejara su hogar, marido
y tres hijos. Frieda aceptó el sacrificio, no sin vacilaciones.
Lawrence montaba en cólera cuando la sorprendía llorando
por su maternidad mutilada y le prohibió hablar del tema. La biógrafa
Brenda Maddox (The married man) registra esa crueldad del escritor.
Otros biógrafos y amigos de los Lawrence dieron también
testimonio del fenómeno. Sus explicaciones no coinciden. Catherine
Carswell, que los trató de cerca, propone en The Savage Pilgrimage:
A veces nos parecía que él había elegido una
fuerza de la naturaleza una fuerza femenina más que
a una mujer individual. Para Lawrence, Frieda era por turno
una brisa agresiva o sonriente, una lluvia curativa o una enloquecida
tempestad de estupidez, un sol radiante o un ataque indiscriminado de
relampagueos. A veces se odiaban. Había en ella cosas que lo escarnecían
y lo enfurecían, cosas que nadie aguantaría. Pero en parte
por esa razón, ¡cómo la admiraba!.
Margaret Ann Doody, profesora de la Universidad Vanderbilt de Tennesee,
propina una interpretación discordante. Frieda habría compartido
la idea de sí mismas que las prefeministas semiliberadas cultivaron
hasta los años 50 y más del siglo pasado: la
vocación superior de una mujer culta y sensible no era la de esposa
y madre, sino la de servir al hombre de genio, a un macho
superior. Resulta notable abunda Doody
que la primera mitad del siglo XX dio a las mujeres (en determinados círculos)
una buena medida de libertad sexual a condición de usarla como
servicio. No parece haber sido el caso de Virginia Woolf, que hasta
consiguió tener consigo a un hombre servicial.
A los cuatro meses de vivir con Lawrence, Frieda le atizó una primera
infidelidad, que él perdonó, y ciertas curiosidades matizaban
la relación. El hombre de genio le servía el
desayuno en la cama, acompañado de un ramo de flores, a una servidora
incapaz de entender algo del manejo de un hogar. Lawrence se encargaba
de las tareas domésticas y de la cocina mientras ella esperaba
la hora del almuerzo, siempre en la cama, leyendo una novela. En unas
memorias (Not I but the Wind) publicadas en 1934, Frieda anotó
sus propias vivencias de una unión que duró 18 años
hasta la muerte de Lawrence en 1930. Cuenta del primer viaje juntos: Teníamos
muy poco dinero, unos 15 chelines por día. Vivíamos de pan
negro y huevos frescos... Yo no quería ver gente, yo no quería
nada... Ahora podía crecer como una trucha en el río o una
margarita al sol. Y sobre las peleas: ¿Importa que
me golpeara furioso cuando yo lo exasperaba o, las más de las veces,
cuando la vida a su alrededor terminaba con su paciencia? A mí
no me importaba mucho.
Esta descendiente de una rama venida a menos de la aristocrática
familia alemana Von Richtofen, hermana del as de aviación que en
la Guerra Mundial I derribó 80 aparatos enemigos antes de ser abatido
a su vez, tenía una innegable capacidad literaria. En sus memorias
se preció de haber ayudado a Lawrence en la escritura de Hijos
y amantes la primera novela que produjo con ella a su lado,
de haber redactado algunas de sus páginas y aconsejado acerca de
la construcción de varios personajes femeninos. Es posible: sus
textos y cartas que Rosie Jackson reunió en Frieda Lawrence muestran
que la mujer golpeada era algo más que la sombra de un genio. Estuvo
dotada de cierto vuelo poético, agudeza de observación y
buen dominio del lenguaje, aunque algo mermado por su conocimiento incompleto
del inglés. El relato Octavio fragmento de una
novela que nunca concluyó transmite el impacto de la Inglaterra
de entonces en la extranjera que fue su habitante a ratos: una sensación
de pulcritud, verdor y orden en pequeña escala.
Frieda creía en una suerte de panteísmo que interrelacionaba
lo existente, la naturaleza, el ser humano y su final. También
creía que Lawrence lo creía, pero no: tenía una desconfianza
por lo natural que se acentuó a medida que la tuberculosis
lo iba socavando. El deseo sexual, que tanto había exaltado, llegó
a irritarlo, incluso en los animales. Tal vez no fuera otra cosa que miedo
a la muerte, ese reclamo de la naturaleza que para Frieda era parte del
todo. Tal vez en esa distancia movediza pudieron edificar su unión.
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