Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


ESTRENOS DE LA SEMANA
“EL SASTRE DE PANAMA”, DEL INGLES JOHN BOORMAN
El espionaje en la picota

El realizador de �Excalibur� encontró en la novela de John Le Carré un traje a su medida, una sátira corrosiva y mordaz sobre los servicios de inteligencia. �Moulin Rouge�, en tanto, es una disfrutable explosión de color y sonido.

Comparación: �Se llevaron a Alí Babá�, le informa el sastre al agente secreto, refiriéndose a Noriega, �pero dejaron
a los 40 ladrones�.

Por Luciano Monteagudo

Lanzada al mercado internacional en febrero pasado, en el marco del Festival de Berlín, El sastre de Panamá debió remontar desde entonces el peso de la desconfianza de su compañía productora, la Columbia, alarmada por los resultados negativos de las proyecciones de testeo previas a su estreno en los Estados Unidos. No cuesta demasiado entender los motivos de ese rechazo: la película dirigida por el inglés John Boorman, a partir de la novela homónima de John Le Carré, va totalmente a contramano de la gran industria audiovisual de Hollywood de hoy, dominada por un consenso acrítico y por la restauración de la idea de los Estados Unidos como policía del mundo, tal como lo encarna el modelo de Traffic. Film cáustico, escéptico, políticamente incorrecto, El sastre de Panamá se burla impiadosamente de todo y de todos: de los servicios secretos británicos, del Pentágono, del cuerpo diplomático, de los militares y de la clase política latinoamericana, dedicada a perpetuar sus privilegios antes que a consolidar la democracia que dicen representar.
El motor que mueve a esta sátira tan acerba como divertida (en la que cabe inferir la tradición de un Jonathan Swift) es Andy Osnard, un agente del servicio secreto británico a quien –a causa de sus pecados– le dan su última oportunidad, un rincón del mundo en el que se supone que ya no sucede más nada: Panamá, “una Casablanca sin héroes”, en la definición de uno de sus encumbrados habitantes. Tal como lo encarna con valentía Pierce Brosnan –el rostro oficial de 007– Osnard es la perfecta antítesis de James Bond, un agente vicioso y corrupto, que no tiene la menor intención de revistar al servicio de Su Majestad. Por el contrario, Osnard piensa sólo en la mejor manera de sacar provecho de todo para sí mismo y la oportunidad la encuentra en Harry Pendel (Geoffrey Rush), un sastre inglés dedicado a vestir a la clase dirigente panameña y por consiguiente bien informado de los chismes de la sociedad local. “Se llevaron a Alí Babá”, le informa a Osnard en uno de sus primeros encuentros, refiriéndose a Noriega, “pero dejaron a los 40 ladrones”.
Sucede que Osnard, para justificar su estancia en Panamá y sacar dividendos, necesita algo más que habladurías de aldea. Conocedor del oscuro pasado del sastre –que aprendió su oficio en la cárcel y no en la exclusiva Saville Row, como pretende– Osnard lo fuerza a que le proporcione información más sustanciosa, que él pueda “vender” a sus superiores. Y como el sastre no quiere revivir esa historia y tiene una imaginación fértil, le irá dando a Osnard aquello quiere escuchar, aunque los dos sepan que se trata de una serie de disparates.
En la corrosiva visión de Le Carré –que desde Llamada para el muerto y El topo ha venido cuestionando en sus novelas al espionaje como tal–, los servicios secretos occidentales, descolocados desde el fin de la Guerra Fría, necesitan entrar en acción, cualquiera sea. En este caso, deciden creer que un borracho perdido, que supo tener cierto pasado revolucionario (la melodía de “Todavía cantamos”, de Víctor Heredia, acompaña irónicamente sus apariciones), es capaz de liderar una “oposición silenciosa” –tan silenciosa que sólo el sastre ha escuchado de ella– yque el preciado canal está a punto de caer en manos extrañas, que podrían ser chinas. El famoso MI5 británico no tardará en llegar a una delirante junta con sus pares en el Pentágono, donde un general –al mejor estilo de Doctor Insólito, de Kubrick– decide volver a bombardear Panamá, con lágrimas en los ojos por su patriótica decisión, mientras un maletín con millones de dólares pasa turbiamente de mano en mano, con la excusa de ayudar a una causa que nadie sabe cuál es.
Hacía tiempo que el director John Boorman –que supo tener su mejor momento en los años 60, con A quemarropa y La violencia está en nosotros– no se encontraba con un material tan jugoso. Y lo aprovecha bien, con gracia e ironía. Apenas algunas apariciones del dramaturgo Harold Pinter, como la voz de la conciencia de Harry, parecen ser las únicas puntadas en falso de un traje que, por lo demás, parece hecho a medida.

PUNTOS

 


 

SEMANA DEL NUEVO CINE HOLANDES
Molinos de celuloide

Holanda: un cine que sorprende es el título de la muestra de preestrenos que a partir de hoy y hasta el miércoles 29 tomará por asalto el cine Cosmos (Corrientes 2046). La semana organizada por la Holland Film Promotion, en colaboración con la empresa local Europa Cinema Center, presentará siete títulos inéditos en Argentina, empezando esta misma noche por El soplón (2000), de Jean Van de Velde, un policial que viene recorriendo con éxito el circuito de festivales internacionales, con su compleja mezcla de realismo extremo y violencia social. Del mismo director se verá también su film inmediatamente anterior, All Stars (1997), uno de los grandes éxitos de público del cine holandés de los últimos años. Los cinéfilos consecuentes recordarán seguramente el nombre de Alex Van Warmerdam, de quien alguna vez se pudo ver en Buenos Aires el perturbador Abel. Ahora en el marco de esta muestra llega Little Tony (1998), la historia de un campesino analfabeto (interpretado por el propio director) que vive enamorado de la profesora que le va a dar clases a su granja, lo que da pie a una comedia negra y desesperada.
En La acción de Somberman (1998-1999), el director Casper Verbrugge adaptó un relato del celebrado escritor holandés Remco Capert para contar la tragedia de un hombre común, cuya fachada esconde a un poeta punk apodado “Somberman”. En una línea diferente, Siberia (1998), de Robert Jan Westdijk, se inicia como una comedia, en la que dos amigos se ocupan de seducir turistas para dar la vuelta al mundo alrededor de una cama, pero luego se convierte en un film romántico, cuando uno de ellos se empeña en devolver a una chica a Siberia, para que reencuentre el paisaje de su niñez. En Adiós al café central (1999), de Jos Stelling, todo se desarrolla en la cafetería de una estación terminal de trenes, donde cada pasajero tiene su propia historia. Y en Un amigo en alquiler (2000), de Eddy Terstall, se enfrentan una exitosa guionista de televisión con un artista plástico en plena fase de bloqueo creativo.

 


 

El éxtasis de un circo trágico de audacia total

Por Horacio Bernades

Se descorre un telón y el espectador es arrastrado a una París completamente irreal, cuyas callejuelas la cámara recorre a velocidad de vértigo, mientras imágenes y sonidos se sobreimprimen aceleradamente. El espectador se interna en el Moulin Rouge, cuyo interior parece soñado por un decorador sobreestimulado, que se puso a mezclar art déco con fantasía oriental y llenó todo de volutas, cortinados, dorados y carmesíes. Allí, todo es grito y euforia. En el escenario, las chicas levantan las piernas al cielo, mientras se oye un tema en el que un rap se cruza con un clásico del funk, y todo ello con “Smells like teen spirit” de Nirvana, y un tema big beat de Fatboy Slim.
Rápidamente, el espectador comprende que en Moulin Rouge, Amor en rojo todo será hipérbole, proliferación y arrebato, y se acomoda en la butaca. Al cabo de dos de las horas más pletóricas en bastante tiempo, saldrá eufórico, sacudido, exhausto. Y, lo que es más raro, conmovido por una historia de amor que es pura verdad, en medio del máximo artificio. Ya ocurría en Romeo + Julieta, la película anterior del australiano Baz Luhrmann, en la que osaba reinventar a Shakespeare. Aquí, Luhrmann perfecciona su circo trágico y lo lleva al éxtasis. Christian es un poeta inglés, a quien la expresión algo alelada de Ewan McGregor le sienta a la perfección. Lejos de la sombra paterna y en esa meca de bohemios que era París a comienzos de siglo, dará con un extraño grupo de agitadores artístico-musicales, grandes consumidores de ajenjo.
Un ceceoso Toulouse Lautrec (John Leguizamo) es uno de ellos. Otro sufre de narcolepsia y lo llaman, sí, “el argentino inconsciente”. Aunque tenga más pinta de Sandokan que de guapo. Christian se ganará la confianza de los bohemios revolucionarios, aportando unos compases de La novicia rebelde, y ya está listo el espectáculo, que se llamará Espectacular Espectacular. En el cabaret esperan el propietario, Zidler (Jim Broadbent) y ella. Satine. O Nicole Kidman, que viene a ser lo mismo. Como toda diosa, la diva desciende de los cielos del Moulin Rouge bañada por una luz lunar, entonando aquel clásico de Marilyn, “Los diamantes son los mejores amigos de una chica”. Satine vende su cuerpo pero quiere triunfar como actriz.
Ella será la carnada de Zidler para pescar al Duque (Richard Roxburg, haciéndose una fiesta como inglés tieso y reprimido). Los dineros del Duque podrían salvar las finanzas del cabaret. Pero lo de la diosa y el poeta pobre es amor a primera vista. Si se agregan unas tosecitas de la dama, ya están servidos todos los elementos de la tragedia. Como toda obra jugada al exceso, Moulin Rouge está lejos de la perfección, a la que por otra parte no parece aspirar en lo más mínimo. El frenesí audiovisual es tal, que por momentos (al principio, sobre todo) roza la histeria y hace difícil seguir los cuadros musicales. Hay personajes escasamente desarrollados, y la síntesis se cotiza caro. Pero el film tiene tanta gracia, entusiasmo y convicción, como posiblemente ninguna otra película en años. La invención es permanente, y la audacia total.
Luhrmann reescribe La dama de las camelias resistiendo por igual la tentación retro y el guiño irónico. Redescubre así, en ese folletín imposible, una inédita carga de verdad. Implanta una melancolía terminal en un contexto de euforia galopante, virando con maestría de lo cómico a lo trágico. Por rara paradoja, se accede aquí al sentimiento descarnado por vía del lugar común, el de esas “tontas canciones de amor” de las que habla el tema de McCartney, que aquí suenan menos tontas y más necesarias que nunca. Todos –Kidman y Ewan más que nadie– las cantan como si en ello les fuera la vida. A partir de un conocimiento al dedillo del catálogo entero de un siglo, Luhrmann y su supervisor musical, Anton Monsted, cortan y pegan a destajo, sacando a pasear, con insólita armonía, a perros y gatos del pop de todos los tiempos. Desde Offenbach al hip hop, pasando por Rodgers & Hammerstein, Elton John & Bernie Taupin, Bowie, Madonna, ¡Christina Aguilera!... Y llegando, faltaba más, hasta Marianito Mores y su “Tanguera”.
Que todo esto funcione de maravillas no es cuestión de fórmula sino de química. En cine, eso no se obtiene en ningún laboratorio, sino en el campo de pruebas de un rodaje, allí donde los milagros pueden ocurrir. En Moulin Rouge ocurren, todo el tiempo, y se recomienda asistir a ellos.

PUNTOS

 


 

José Luis Garci homenajea la era de los melodramas

Con �Una historia de entonces�, el director de �Asignatura pendiente� consigue su mejor film, marcado por el imaginario de Hollywood.

Lydia Bosch es la rubia enigmática
y melancólica de “Una historia...”
Un ser más soñado que real, como
una diva del cine de los años 40.

Por H.B.

José Luis Garci parece haber hallado, finalmente, el modo de convertir su cinefilia en cine. Una historia de entonces es la mejor prueba de ello. Hasta ahora, la obra del español navegaba en la contradicción. Desde siempre se sabe que el hombre vio tanto cine, y tan a fondo, como pocos de sus contemporáneos. Pero en sus películas más famosas, Asignatura pendiente y Solos en la madrugada, grandes éxitos suyos en la Argentina de los años de plomo, no era tan fácil detectar rastros de ese aprendizaje. Finalmente, y coronando un ciclo personal de melodramas que se inició a comienzos de los 90, Garci parece haber llegado a casa con Una historia de entonces (You’re the One), su película más reciente y seguramente la mejor.
Tras un arranque a pura imagen, en un blanco y negro “como el de antes”, la historia del film de Garci comienza a tomar forma, a partir de la llegada de una extraña a un pueblo. Todo tiene lugar en un paisaje demasiado frecuente en el cine español: mediados de los años 40, pleno franquismo, un pueblito del interior donde manda el oscurantismo y los ecos de la civilización casi no llegan. Aparecen personajes típicos: el alcalde, el maestro, los señores y la servidumbre, alguna anciana de negro y sobre todo, el cura. Cuando parece que la acción va a anclarse allí, surge aquella figura, como salida de otra parte. Se trata de Julia, una mujer bella, elegante, de aspecto mundano pero envuelta en rara melancolía, que parece producto de alguna pérdida dolorosa. Tanto, que de ella no se habla.
Pero además –el detalle parece menor, pero no lo es– Julia es rubia. Eso no es algo que se vea todos los días en el cine español. Sensible y cultivada, Julia anduvo por ciudades donde aprendió a amar los libros, ciertas músicas, el cine. Y eso tampoco era cuestión común por esos lares, en aquellos tiempos. En verdad, si de algún lado parece salida Julia es del cine mismo. Más precisamente, de alguna película de Hollywood. No es sólo cuestión de mímesis, de un cierto look o un modo de andar o fumar (Lydia Bosch hace todo eso maravillosamente) sino de una cualidad intrínseca. O dos. Por un lado, y aunque progresivamente echará lazos con la gente del lugar, nunca abandona del todo una elegante distancia, suficiente para hacer de ella un ser más soñado que real. Como una diva del cine.
Por otro, lo que Julia trae al pueblo es algo así como el virus del melodrama. Este rápidamente comenzará a hacer epidemia, trayendo a la superficie historias que permanecían soterradas. Historias de amor, muerte y distancia. Como la de la propia Julia, a la que parecen reflejar, como espejos. Así, se revelará que Pilara, la criada de la familia (reaparición de Ana Fernández, la actriz consagrada en Solas) tiene a su hombre lejos, en el monte, combatiendo a la Guardia Civil del franquismo. Su hijo Juanito (Manuel Lozano, el chico de La lengua de las mariposas) descubrirá el cine y los libros, como al influjo de esa extraña. Para el tímidomaestro, Julia será una mujer inalcanzable; a la suegra de Pilara le traerá recuerdos de ciudades lejanas y soñadas.
Hasta el cura (magnífico Juan Diego), que en las primeras escenas sermoneaba desde el púlpito como Dios tronante, terminará reconociendo, entre vapores de alcohol, que le encantan “las mujeres con tres narices y cuatro ojos que pinta el comunista ése de Picasso”. Del mismo modo en que Julia parece iluminar, a su paso, a la gente del pueblo, otro tanto ocurre con el personaje, la actriz y la historia que porta, en relación con la película toda. De a poco, Una historia de entonces va hallando su cauce en ese personaje que es puro ensueño. Como lo fueron cierta Madeleine, cierta Laura, cierta María Vargas, mujeres del cine que Garci supo amar y al que ahora, finalmente, logra moldear.

PUNTOS

 

PRINCIPAL