Por Luciano Monteagudo
Lanzada al mercado internacional
en febrero pasado, en el marco del Festival de Berlín, El sastre
de Panamá debió remontar desde entonces el peso de la desconfianza
de su compañía productora, la Columbia, alarmada por los
resultados negativos de las proyecciones de testeo previas a su estreno
en los Estados Unidos. No cuesta demasiado entender los motivos de ese
rechazo: la película dirigida por el inglés John Boorman,
a partir de la novela homónima de John Le Carré, va totalmente
a contramano de la gran industria audiovisual de Hollywood de hoy, dominada
por un consenso acrítico y por la restauración de la idea
de los Estados Unidos como policía del mundo, tal como lo encarna
el modelo de Traffic. Film cáustico, escéptico, políticamente
incorrecto, El sastre de Panamá se burla impiadosamente de todo
y de todos: de los servicios secretos británicos, del Pentágono,
del cuerpo diplomático, de los militares y de la clase política
latinoamericana, dedicada a perpetuar sus privilegios antes que a consolidar
la democracia que dicen representar.
El motor que mueve a esta sátira tan acerba como divertida (en
la que cabe inferir la tradición de un Jonathan Swift) es Andy
Osnard, un agente del servicio secreto británico a quien a
causa de sus pecados le dan su última oportunidad, un rincón
del mundo en el que se supone que ya no sucede más nada: Panamá,
una Casablanca sin héroes, en la definición
de uno de sus encumbrados habitantes. Tal como lo encarna con valentía
Pierce Brosnan el rostro oficial de 007 Osnard es la perfecta
antítesis de James Bond, un agente vicioso y corrupto, que no tiene
la menor intención de revistar al servicio de Su Majestad. Por
el contrario, Osnard piensa sólo en la mejor manera de sacar provecho
de todo para sí mismo y la oportunidad la encuentra en Harry Pendel
(Geoffrey Rush), un sastre inglés dedicado a vestir a la clase
dirigente panameña y por consiguiente bien informado de los chismes
de la sociedad local. Se llevaron a Alí Babá,
le informa a Osnard en uno de sus primeros encuentros, refiriéndose
a Noriega, pero dejaron a los 40 ladrones.
Sucede que Osnard, para justificar su estancia en Panamá y sacar
dividendos, necesita algo más que habladurías de aldea.
Conocedor del oscuro pasado del sastre que aprendió su oficio
en la cárcel y no en la exclusiva Saville Row, como pretende
Osnard lo fuerza a que le proporcione información más sustanciosa,
que él pueda vender a sus superiores. Y como el sastre
no quiere revivir esa historia y tiene una imaginación fértil,
le irá dando a Osnard aquello quiere escuchar, aunque los dos sepan
que se trata de una serie de disparates.
En la corrosiva visión de Le Carré que desde Llamada
para el muerto y El topo ha venido cuestionando en sus novelas al espionaje
como tal, los servicios secretos occidentales, descolocados desde
el fin de la Guerra Fría, necesitan entrar en acción, cualquiera
sea. En este caso, deciden creer que un borracho perdido, que supo tener
cierto pasado revolucionario (la melodía de Todavía
cantamos, de Víctor Heredia, acompaña irónicamente
sus apariciones), es capaz de liderar una oposición silenciosa
tan silenciosa que sólo el sastre ha escuchado de ella
yque el preciado canal está a punto de caer en manos extrañas,
que podrían ser chinas. El famoso MI5 británico no tardará
en llegar a una delirante junta con sus pares en el Pentágono,
donde un general al mejor estilo de Doctor Insólito, de Kubrick
decide volver a bombardear Panamá, con lágrimas en los ojos
por su patriótica decisión, mientras un maletín con
millones de dólares pasa turbiamente de mano en mano, con la excusa
de ayudar a una causa que nadie sabe cuál es.
Hacía tiempo que el director John Boorman que supo tener
su mejor momento en los años 60, con A quemarropa y La violencia
está en nosotros no se encontraba con un material tan jugoso.
Y lo aprovecha bien, con gracia e ironía. Apenas algunas apariciones
del dramaturgo Harold Pinter, como la voz de la conciencia de Harry, parecen
ser las únicas puntadas en falso de un traje que, por lo demás,
parece hecho a medida.
PUNTOS
SEMANA
DEL NUEVO CINE HOLANDES
Molinos de celuloide
Holanda: un cine que sorprende
es el título de la muestra de preestrenos que a partir de hoy y
hasta el miércoles 29 tomará por asalto el cine Cosmos (Corrientes
2046). La semana organizada por la Holland Film Promotion, en colaboración
con la empresa local Europa Cinema Center, presentará siete títulos
inéditos en Argentina, empezando esta misma noche por El soplón
(2000), de Jean Van de Velde, un policial que viene recorriendo con éxito
el circuito de festivales internacionales, con su compleja mezcla de realismo
extremo y violencia social. Del mismo director se verá también
su film inmediatamente anterior, All Stars (1997), uno de los grandes
éxitos de público del cine holandés de los últimos
años. Los cinéfilos consecuentes recordarán seguramente
el nombre de Alex Van Warmerdam, de quien alguna vez se pudo ver en Buenos
Aires el perturbador Abel. Ahora en el marco de esta muestra llega Little
Tony (1998), la historia de un campesino analfabeto (interpretado por
el propio director) que vive enamorado de la profesora que le va a dar
clases a su granja, lo que da pie a una comedia negra y desesperada.
En La acción de Somberman (1998-1999), el director Casper Verbrugge
adaptó un relato del celebrado escritor holandés Remco Capert
para contar la tragedia de un hombre común, cuya fachada esconde
a un poeta punk apodado Somberman. En una línea diferente,
Siberia (1998), de Robert Jan Westdijk, se inicia como una comedia, en
la que dos amigos se ocupan de seducir turistas para dar la vuelta al
mundo alrededor de una cama, pero luego se convierte en un film romántico,
cuando uno de ellos se empeña en devolver a una chica a Siberia,
para que reencuentre el paisaje de su niñez. En Adiós al
café central (1999), de Jos Stelling, todo se desarrolla en la
cafetería de una estación terminal de trenes, donde cada
pasajero tiene su propia historia. Y en Un amigo en alquiler (2000), de
Eddy Terstall, se enfrentan una exitosa guionista de televisión
con un artista plástico en plena fase de bloqueo creativo.
El
éxtasis de un circo trágico de audacia total
Por Horacio Bernades
Se descorre un telón
y el espectador es arrastrado a una París completamente irreal,
cuyas callejuelas la cámara recorre a velocidad de vértigo,
mientras imágenes y sonidos se sobreimprimen aceleradamente. El
espectador se interna en el Moulin Rouge, cuyo interior parece soñado
por un decorador sobreestimulado, que se puso a mezclar art déco
con fantasía oriental y llenó todo de volutas, cortinados,
dorados y carmesíes. Allí, todo es grito y euforia. En el
escenario, las chicas levantan las piernas al cielo, mientras se oye un
tema en el que un rap se cruza con un clásico del funk, y todo
ello con Smells like teen spirit de Nirvana, y un tema big
beat de Fatboy Slim.
Rápidamente, el espectador comprende que en Moulin Rouge, Amor
en rojo todo será hipérbole, proliferación y arrebato,
y se acomoda en la butaca. Al cabo de dos de las horas más pletóricas
en bastante tiempo, saldrá eufórico, sacudido, exhausto.
Y, lo que es más raro, conmovido por una historia de amor que es
pura verdad, en medio del máximo artificio. Ya ocurría en
Romeo + Julieta, la película anterior del australiano Baz Luhrmann,
en la que osaba reinventar a Shakespeare. Aquí, Luhrmann perfecciona
su circo trágico y lo lleva al éxtasis. Christian es un
poeta inglés, a quien la expresión algo alelada de Ewan
McGregor le sienta a la perfección. Lejos de la sombra paterna
y en esa meca de bohemios que era París a comienzos de siglo, dará
con un extraño grupo de agitadores artístico-musicales,
grandes consumidores de ajenjo.
Un ceceoso Toulouse Lautrec (John Leguizamo) es uno de ellos. Otro sufre
de narcolepsia y lo llaman, sí, el argentino inconsciente.
Aunque tenga más pinta de Sandokan que de guapo. Christian se ganará
la confianza de los bohemios revolucionarios, aportando unos compases
de La novicia rebelde, y ya está listo el espectáculo, que
se llamará Espectacular Espectacular. En el cabaret esperan el
propietario, Zidler (Jim Broadbent) y ella. Satine. O Nicole Kidman, que
viene a ser lo mismo. Como toda diosa, la diva desciende de los cielos
del Moulin Rouge bañada por una luz lunar, entonando aquel clásico
de Marilyn, Los diamantes son los mejores amigos de una chica.
Satine vende su cuerpo pero quiere triunfar como actriz.
Ella será la carnada de Zidler para pescar al Duque (Richard Roxburg,
haciéndose una fiesta como inglés tieso y reprimido). Los
dineros del Duque podrían salvar las finanzas del cabaret. Pero
lo de la diosa y el poeta pobre es amor a primera vista. Si se agregan
unas tosecitas de la dama, ya están servidos todos los elementos
de la tragedia. Como toda obra jugada al exceso, Moulin Rouge está
lejos de la perfección, a la que por otra parte no parece aspirar
en lo más mínimo. El frenesí audiovisual es tal,
que por momentos (al principio, sobre todo) roza la histeria y hace difícil
seguir los cuadros musicales. Hay personajes escasamente desarrollados,
y la síntesis se cotiza caro. Pero el film tiene tanta gracia,
entusiasmo y convicción, como posiblemente ninguna otra película
en años. La invención es permanente, y la audacia total.
Luhrmann reescribe La dama de las camelias resistiendo por igual la tentación
retro y el guiño irónico. Redescubre así, en ese
folletín imposible, una inédita carga de verdad. Implanta
una melancolía terminal en un contexto de euforia galopante, virando
con maestría de lo cómico a lo trágico. Por rara
paradoja, se accede aquí al sentimiento descarnado por vía
del lugar común, el de esas tontas canciones de amor
de las que habla el tema de McCartney, que aquí suenan menos tontas
y más necesarias que nunca. Todos Kidman y Ewan más
que nadie las cantan como si en ello les fuera la vida. A partir
de un conocimiento al dedillo del catálogo entero de un siglo,
Luhrmann y su supervisor musical, Anton Monsted, cortan y pegan a destajo,
sacando a pasear, con insólita armonía, a perros y gatos
del pop de todos los tiempos. Desde Offenbach al hip hop, pasando por
Rodgers & Hammerstein, Elton John & Bernie Taupin, Bowie, Madonna,
¡Christina Aguilera!... Y llegando, faltaba más, hasta Marianito
Mores y su Tanguera.
Que todo esto funcione de maravillas no es cuestión de fórmula
sino de química. En cine, eso no se obtiene en ningún laboratorio,
sino en el campo de pruebas de un rodaje, allí donde los milagros
pueden ocurrir. En Moulin Rouge ocurren, todo el tiempo, y se recomienda
asistir a ellos.
PUNTOS
José
Luis Garci homenajea la era de los melodramas
Con �Una historia de entonces�, el director de �Asignatura
pendiente� consigue su mejor film, marcado por el imaginario de
Hollywood.
Lydia
Bosch es la rubia enigmática
y melancólica de Una historia...
Un ser más soñado que real, como
una diva del cine de los años 40.
|
|
Por H.B.
José Luis Garci parece
haber hallado, finalmente, el modo de convertir su cinefilia en cine.
Una historia de entonces es la mejor prueba de ello. Hasta ahora, la obra
del español navegaba en la contradicción. Desde siempre
se sabe que el hombre vio tanto cine, y tan a fondo, como pocos de sus
contemporáneos. Pero en sus películas más famosas,
Asignatura pendiente y Solos en la madrugada, grandes éxitos suyos
en la Argentina de los años de plomo, no era tan fácil detectar
rastros de ese aprendizaje. Finalmente, y coronando un ciclo personal
de melodramas que se inició a comienzos de los 90, Garci parece
haber llegado a casa con Una historia de entonces (Youre the One),
su película más reciente y seguramente la mejor.
Tras un arranque a pura imagen, en un blanco y negro como el de
antes, la historia del film de Garci comienza a tomar forma, a partir
de la llegada de una extraña a un pueblo. Todo tiene lugar en un
paisaje demasiado frecuente en el cine español: mediados de los
años 40, pleno franquismo, un pueblito del interior donde manda
el oscurantismo y los ecos de la civilización casi no llegan. Aparecen
personajes típicos: el alcalde, el maestro, los señores
y la servidumbre, alguna anciana de negro y sobre todo, el cura. Cuando
parece que la acción va a anclarse allí, surge aquella figura,
como salida de otra parte. Se trata de Julia, una mujer bella, elegante,
de aspecto mundano pero envuelta en rara melancolía, que parece
producto de alguna pérdida dolorosa. Tanto, que de ella no se habla.
Pero además el detalle parece menor, pero no lo es
Julia es rubia. Eso no es algo que se vea todos los días en el
cine español. Sensible y cultivada, Julia anduvo por ciudades donde
aprendió a amar los libros, ciertas músicas, el cine. Y
eso tampoco era cuestión común por esos lares, en aquellos
tiempos. En verdad, si de algún lado parece salida Julia es del
cine mismo. Más precisamente, de alguna película de Hollywood.
No es sólo cuestión de mímesis, de un cierto look
o un modo de andar o fumar (Lydia Bosch hace todo eso maravillosamente)
sino de una cualidad intrínseca. O dos. Por un lado, y aunque progresivamente
echará lazos con la gente del lugar, nunca abandona del todo una
elegante distancia, suficiente para hacer de ella un ser más soñado
que real. Como una diva del cine.
Por otro, lo que Julia trae al pueblo es algo así como el virus
del melodrama. Este rápidamente comenzará a hacer epidemia,
trayendo a la superficie historias que permanecían soterradas.
Historias de amor, muerte y distancia. Como la de la propia Julia, a la
que parecen reflejar, como espejos. Así, se revelará que
Pilara, la criada de la familia (reaparición de Ana Fernández,
la actriz consagrada en Solas) tiene a su hombre lejos, en el monte, combatiendo
a la Guardia Civil del franquismo. Su hijo Juanito (Manuel Lozano, el
chico de La lengua de las mariposas) descubrirá el cine y los libros,
como al influjo de esa extraña. Para el tímidomaestro, Julia
será una mujer inalcanzable; a la suegra de Pilara le traerá
recuerdos de ciudades lejanas y soñadas.
Hasta el cura (magnífico Juan Diego), que en las primeras escenas
sermoneaba desde el púlpito como Dios tronante, terminará
reconociendo, entre vapores de alcohol, que le encantan las mujeres
con tres narices y cuatro ojos que pinta el comunista ése de Picasso.
Del mismo modo en que Julia parece iluminar, a su paso, a la gente del
pueblo, otro tanto ocurre con el personaje, la actriz y la historia que
porta, en relación con la película toda. De a poco, Una
historia de entonces va hallando su cauce en ese personaje que es puro
ensueño. Como lo fueron cierta Madeleine, cierta Laura, cierta
María Vargas, mujeres del cine que Garci supo amar y al que ahora,
finalmente, logra moldear.
PUNTOS
|