La difícil
gestación del acuerdo entre el FMI y el Gobierno obliga a
la dirigencia a cambios profundos en sus ideas acerca de nuestro
lugar en el mundo. El acuerdo está muy lejos de ser la expresión
de una coincidencia de intereses y voluntades. Implica más
bien una rendición, refrendado in extremis por un país
agotado y casi sin reflejos. El nuevo contrato augura tiempos difíciles.
Una vez más, el gobierno cedió a la presión
de quienes creen que el país puede seguir prometiendo lo
incumplible, en la esperanza de que el tiempo que se gane puede
dar algún margen para milagros. La meta del déficit
cero es tan utópica como la de la solvencia fiscal arteramente
sembrada por el menemismo tardío, y surtirá efectos
paralizantes no muy diferentes de los sufridos durante la primera
fase del Gobierno de la Alianza. Pensar que instituciones sencillamente
impensables en cualquier país del mundo pueden tener viabilidad
en un contexto de desastre implica un error estratégico de
proporciones. Justamente en momentos en que la nueva administración
republicana espera de países como la Argentina cosas muy
diferentes que en el pasado. Frente a quienes siguen sin reconocer
que por algo será que ningún país se atrevería
siquiera a suscribir estas leyes, los Estados Unidos han subrayado
una y otra vez es que no importa tanto el contenido de los nuevos
compromisos como la concurrencia de tres condiciones básicas.
La primera tiene que ver con la implementabilidad jurídico-institucional
de los nuevos mecanismos de política económica. No
basta con arrancar leyes al Congreso. Lo importante es que las reglas
de juego sean legítimas, cumplibles, respetadas por los jueces,
eficaces. Los economistas argentinos suelen quejarse de la ignorancia
técnica de los jueces, ignorando que es a ellos a quienes
en verdad corresponde conocer y respetar el derecho. De hecho, sobran
las leyes e instituciones reñidas con el más elemental
sentido común económico, al tiempo que una ley que
no obtenga el respaldo de los jueces sencillamente deja de ser ley,
cualquiera sea su nivel de razonabilidad técnica. Los países
que crecen lo hacen sobre un respeto irrestricto e incondicional
del Estado de Derecho, perspectiva no siempre presente en quienes
revuelven el caldero ya recalentado del Estado de Emergencia. La
segunda condición alude a la sostenibilidad económica
de las propuestas. En el lenguaje brutal de los Taylor u ONeill,
un compromiso sostenible es un compromiso pagable. La tercera condición
es sin duda la más difícil. Alude a la sustentabilidad
política en el medio y largo plazo. La aritmética
parlamentaria es para nuestros acreedores casi irrelevante. Lo que
interesa es más bien la geometría, la física
y, sobre todo, la química de los acuerdos. Esto es, su posibilidad
de trascender la retórica política y encarnar de un
modo efectivo en la lógica profunda de una nueva política,
menos dependiente de reflejos desesperados de supervivencia y más
abierta a las inquietudes de una sociedad que no está dispuesta
a resignarse al destino que parece haberle tocado en suerte. La
Argentina que viene es un país forzado finalmente a respetar
los términos de la realidad. Una sociedad mucho más
atenta y prevenida y, por ello menos propicia para el desmarque
astuto de los eternos vendedores de ilusiones. La fiesta terminó
y el empate técnico final obliga a barajar y dar de nuevo.
Un país, por fin, menos imprevisible y, precisamente por
ello, más resignado y prudente ante la dura lógica
de la realidad.
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