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OPINION

La Argentina que viene

Por Enrique Zuleta Puceiro

La difícil gestación del acuerdo entre el FMI y el Gobierno obliga a la dirigencia a cambios profundos en sus ideas acerca de nuestro lugar en el mundo. El acuerdo está muy lejos de ser la expresión de una coincidencia de intereses y voluntades. Implica más bien una rendición, refrendado in extremis por un país agotado y casi sin reflejos. El nuevo contrato augura tiempos difíciles. Una vez más, el gobierno cedió a la presión de quienes creen que el país puede seguir prometiendo lo incumplible, en la esperanza de que el tiempo que se gane puede dar algún margen para milagros. La meta del déficit cero es tan utópica como la de la solvencia fiscal arteramente sembrada por el menemismo tardío, y surtirá efectos paralizantes no muy diferentes de los sufridos durante la primera fase del Gobierno de la Alianza. Pensar que instituciones sencillamente impensables en cualquier país del mundo pueden tener viabilidad en un contexto de desastre implica un error estratégico de proporciones. Justamente en momentos en que la nueva administración republicana espera de países como la Argentina cosas muy diferentes que en el pasado. Frente a quienes siguen sin reconocer que por algo será que ningún país se atrevería siquiera a suscribir estas leyes, los Estados Unidos han subrayado una y otra vez es que no importa tanto el contenido de los nuevos compromisos como la concurrencia de tres condiciones básicas. La primera tiene que ver con la implementabilidad jurídico-institucional de los nuevos mecanismos de política económica. No basta con arrancar leyes al Congreso. Lo importante es que las reglas de juego sean legítimas, cumplibles, respetadas por los jueces, eficaces. Los economistas argentinos suelen quejarse de la ignorancia técnica de los jueces, ignorando que es a ellos a quienes en verdad corresponde conocer y respetar el derecho. De hecho, sobran las leyes e instituciones reñidas con el más elemental sentido común económico, al tiempo que una ley que no obtenga el respaldo de los jueces sencillamente deja de ser ley, cualquiera sea su nivel de razonabilidad técnica. Los países que crecen lo hacen sobre un respeto irrestricto e incondicional del Estado de Derecho, perspectiva no siempre presente en quienes revuelven el caldero ya recalentado del Estado de Emergencia. La segunda condición alude a la sostenibilidad económica de las propuestas. En el lenguaje brutal de los Taylor u O’Neill, un compromiso sostenible es un compromiso pagable. La tercera condición es sin duda la más difícil. Alude a la sustentabilidad política en el medio y largo plazo. La aritmética parlamentaria es para nuestros acreedores casi irrelevante. Lo que interesa es más bien la geometría, la física y, sobre todo, la química de los acuerdos. Esto es, su posibilidad de trascender la retórica política y encarnar de un modo efectivo en la lógica profunda de una nueva política, menos dependiente de reflejos desesperados de supervivencia y más abierta a las inquietudes de una sociedad que no está dispuesta a resignarse al destino que parece haberle tocado en suerte. La Argentina que viene es un país forzado finalmente a respetar los términos de la realidad. Una sociedad mucho más atenta y prevenida y, por ello menos propicia para el desmarque astuto de los eternos vendedores de ilusiones. La fiesta terminó y el empate técnico final obliga a barajar y dar de nuevo. Un país, por fin, menos imprevisible y, precisamente por ello, más resignado y prudente ante la dura lógica de la realidad.


 

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