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Relax
La virtud del aceite esencial

Los aceites esenciales son el alma de diversas variedades de plantas cuyas propiedades, ni en Oriente ni en Occidente, nadie discute. Están en el centro de la tendencia que multiplica los productos para el relax.

Por Sandra Russo

Dos o tres gotas son suficientes, pero no se trata solamente de esas dos o tres gotas, que requieren ser aplicadas en el lugar correcto y en el momento apropiado. Los aceites esenciales forman parte de los nuevos ritos domésticos a los que recurren –que se permiten– miles de personas, no solamente mujeres, para interrumpir el fragor cotidiano, para ponerle un bozal al estrés y ser gentiles con sus propios sentidos. Los aceites, extraídos del corazón de una amplia familia de plantas, tienen propiedades relajantes y tonificantes, pero sobre todo implican un tiempo en cámara lenta, un rato en el que quien los use percibirá sus aromas, permitirá que su piel los absorba a través de un masaje o que tome contacto con el agua tibia en la que los habrá disuelto. Referentes de un hedonismo económico, nuevas, maltrechas y episódicas Cleopatras modernas ensayan con ellos cómo ser reinas por quince minutos o media hora en ese reino acotado pero seguro que es la sala de baño.
Desde hace algunos años, los aceites esenciales se van sumando cada vez más a las fórmulas cosméticas, aportando sus propiedades naturales y benéficas. Tienen su origen en plantas aromáticas de muy amplia variedad, pertenecientes a diferentes climas y geografías. El aceite es la fuerza que da vida a la planta, y para obtenerlo hacen falta enormes cantidades de la zona puntual de la planta de la que el aceite es extraído –flores, hojas, tallo, madera, raíces, rizoma, según la especie–.
Existen dos procesos para extraer el aceite de la planta: por destilación al vapor de agua, el más común, o por presión al frío. El primero es el utilizado desde la antigüedad: requiere de un alambique, compuesto por una caldera, una cubeta, un refrigerador y una probeta, en el que el vapor va haciendo destilar a la planta, gota por gota, su jugo.
Una de las marcas mundialmente pioneras en el uso de aceites esenciales es la francesa L`Occitane, creada en la década del 70 por Olivier Baussan, entonces un joven de apenas 23, quien decidió, antes que otros que después lo imitaron, fabricar cosméticos a base de productos naturales. Como su nombre lo indica, L`Occitane tiene base en la Provenza, en la mágica tierra de Oc, esa región del sudeste de Francia de cuyos colores dejaron testimonio de sobra los pintores impresionistas, y cuyos aromas son iguales de intensos. Bajo el influjo del Mistral, con sus bosques de pinos y su perfume a lavanda y a violetas, la Provenza y sus pequeños pueblos es en realidad la fuente de inspiración de un estilo a la vez tosco y refinado que de unos años a esta parte se impuso en productos de blanquería, perfumería, decoración y gastronomía que evocan el bienestar tan anhelado por los ciudadanos de las grandes urbes occidentales. Los aceites esenciales de las plantas de esa región fueron los primeros en ser utilizados por Baussan, que inventó un término, la aromacología, para nombrar la enorme cantidad de productos realizados a base de aceites: sales de baño, velas de aceite, bolsas de potpourri, perfumeros o jabones.
Con el tiempo, los aceites de dividieron en cuatro grandes grupos, según sus propiedades: los tranquilizantes (bois de rose, lavanda, lavandín, geranio); los tonificantes (genevrier, menta, romero y pino); losreequilibrantes (cardamomo, citrón, ciprés, eucalipto, mirto); y los relajantes (albahaca, mandarina, pomelo, naranja, ylang ylang).
Los aceites puros siguen usándose en gotas: tres o cuatro, directamente sobre la piel en la zona que se desee tonificar o relajar, o disueltos en el baño de inmersión. Algunos se pueden conservar en frascos oscuros y en lugares secos durante mucho tiempo, mientras otros, como los aceites cítricos, no mantienen sus virtudes más allá de los dos años.
Además de poner el acento en los aceites esenciales, Baussan fue el creador de un concepto al que después adhirieron muchas otras marcas: por un lado, una ambientación que cumple a rajatablas cada uno de sus concesionarios en todo el mundo, que mezcla la elegancia francesa con un candor campesino. Por el otro, packagings que evocan viejos envases de pomadas o pastillas, etiquetas de papel reciclado escritas también en sistema Braille, series de productos que remiten al universo provenzal, como agua de planchado o bolsitas de naranjas para botineros o placares. Y en tercer término, la idea de una empresa que juega socialmente en alguna dirección: uno de los best sellers de la marca es la manteca de Karité, elaborada a partir de la nuez de ese árbol africano considerado sagrado por algunas etnias. De la nuez se obtiene un componente natural reconstituyente con un uso intensivo en cosmética. Por más de mil años el karité ha sido usado en Africa como remedio para muchos males. Baussan comercia con las mujeres de las tribus que recolectan el fruto, y ese intercambio ha permitido programas especiales para ellas y sustento propio. Al Karité le llaman “el oro de las mujeres”.

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Por Rodrigo Fresán

Cruzar un puente

Pocas cosas más placenteras que cruzar un puente, pienso. Mejor todavía si ese puente se extiende a lo ancho de un río, porque un puente sin agua es como el sexo seco: tiene lo suyo, pero es más boceto que obra realizada. Un río y un puente y uno ahí arriba, caminando sin apuro, deteniéndose justo en el centro, asomarse sobre la baranda, mirar fijo el agua hasta que te duelen los ojos de tanto nadar y se te ahogan las pupilas. Estar parado en el centro exacto de un puente es como acceder, por unos segundos, a la ilusión verosímil de que ése y no otro es el centro exacto del universo y que nosotros somos el eje sobre el que giran galaxias, nebulosas y agujeros negros. La ilusión dura poco, es cierto, pero dura lo suficiente. Y es gratis.
Tal vez la cosa venga ya desde las profundidades de la infancia cuando los puentes son sinónimo de escapatoria, de huir galopando hacia el otro lado de todas las cosas. (Nota: hace poco estuve en Avignon, fui a ver y a cruzar su puente y, frustración, sólo llega hasta la mitad del río. El resto está derruido y, bueno, supongo que esto tiene que simbolizar algo: se acabó eso del todos bailan, todos bailan, se acabó la infancia porque la infancia se interrumpe, siempre, de golpe y sin llegar a la otra orilla.)
Tal vez el cruzar un puente haya sido uno de los primeros actos victoriosos del hombre sobre la naturaleza: cortar un tronco, extenderlo sobre el abismo. Sí, hay algo épico y práctico al mismo tiempo en el acto de cruzar un puente porque, cruzando un puente, en realidad estamos cruzando y venciendo a todos esos peligros que acechan ahí abajo, en el agua fría y oscura. De ahí que haya algo especialmente atractivo –un encanto adicional y que nos convierte en turistas de lo heroico– en los mapas de grandes ciudades atravesadas por grandes ríos y sostenidas, como si se tratara de las vigas maestras del tejado de catedrales, por grandes puentes. Pensar en Londres, en Florencia, en El Cairo, en Praga, en París, en Budapest, en Bilbao. Pensar en el Támesis, en el Arno, en el Nilo, en el Vlatva, en el Sena, en el Danubio, en la Ría de Bilbao. Pensar en todas esas rectas de acero, piedra y madera. Antiguas o modernas, no importa, porque un puente siempre tiene algo de inmemorial. Un puente no tiene tiempo. Pensar en cruzarlos. Ida y vuelta. Volverse loco en Venecia (delirar la pesadilla faraónica de un Buenos Aires/Colonia) donde todos esos pequeños puentes son fragmentos de un gran puente invisible al que sólo se accede si se los cruza en el orden correcto. O cruzar por ese otro puente para desde ahí contemplar el Puente de Brooklyn, más lindo de ver que de atravesar. Pensar en que un puente sobre aguas turbulentas es, para Paul Simon, metáfora de la amistad y un puente sobre el río Kwai es, para Alec Guinness, una forma patológica del orgullo y de la disciplina. Un puente es y puede ser casi cualquier cosa pero, antes que nada –justo ahí, en el centro– un puente nos permite la síntesis de sentirnos inmortales que caminan sobre las aguas al mismo tiempo que nos ofrece la mortalidad inmediata del suicida. Tirarse o cruzar: de eso se trata siempre, creo.

 

El secreter
Frustración

“La frustración es la consecuencia inevitable de la buena regulación del deseo. Es justamente ahí donde interviene nuestro amado, porque él es quien, siendo agradable y frustrante a la vez, desempeña el papel de regulador de nuestra tensión psíquica. Sin duda, esta idea puede desconcertar, porque atribuimos a nuestro enamorado la virtud de satisfacer nuestros deseos y de procurarnos placer. (...) Ahora bien, también nos equilibra por la insatisfacción inevitable que provoca en nosotros. Nuestra pareja nos insatisface parcialmente porque, mientras excita nuestro deseo, no puede y –llegado el caso– no quiere satisfacernos plenamente. Siendo humano, no puede; siendo neurótico, no quiere.”
(J.D. Nasio, en Un psicoanalista en el diván, Paidós).

 

 

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