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UNA CIUDAD EN MEDIO DE LAS GUERRILLAS, LOS “PARAS” Y EL EJERCITO
Vivir y morir por la pasta en Colombia

El conflicto entre el gobierno y las guerrillas colombianas dio un salto cualitativo. Primero, el gobierno suspendió el diálogo con el ELN, la segunda guerrilla del país. Después, se descubrió la conexión entre la primera guerrilla �las FARC� y el IRA irlandés. Hace una semana, el ejército lanzó la ofensiva más grande en años contra las FARC. Y las FARC y el ELN están respondiendo. Aquí, el retrato de una ciudad que condensa las batallas.

Por Pilar Lozano*
Desde San Pablo, Colombia

“Se congeló el diálogo con el ELN, y también el negocio de la coca.” Lo dicen así, sin rodeos, los habitantes de San Pablo, población calurosa a orillas del río Magdalena, al sur de la provincia de Bolívar, y uno de los dos municipios que ELN –Ejército de Liberación Nacional– quería tener como escenario para realizar una convención nacional, especie de gran foro donde pretenden sentar a todos los sectores del país para discutir los grandes problemas de Colombia. Hace tres semanas que el gobierno colombiano suspendió el diálogo con los “elenos” por su “falta de voluntad” en el proceso de paz, que había contemplado la posibilidad de darle una zona desmilitarizada como la que tienen las FARC. Los “elenos” habían boicoteado varias veces dicho proceso, culpando al gobierno de no hacer nada contra los paramilitares que andan desde hace dos años tan campantes, vestidos de civil, por las calles de San Pablo y otros caseríos vecinos y, con su brazalete de AUC –Autodefensas Unidas de Colombia–, prendas militares y armados hasta los dientes, desde hace un mes, por caminos que antes eran suyos. Como táctica de guerra, la insurgencia decidió bloquear las finanzas de las AUC cerrando el paso a la pasta de coca que se produce “atrás”, como llaman en San Pablo a la Serranía de San Lucas, que crece como una muralla, paralela a la corriente caudalosa del río Magdalena y, hasta hace poco, bajo su dominio total.
“Allá atrás tengo enterrados varios millones”, confiesan algunos y no se atreven a desafiar los retenes de la guerrilla, en especial de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), aliadas de los “elenos”, para llegar a San Pablo a vender la “mercancía” a los compradores de las AUC, que son los que desde hace dos años acaparan la pasta de coca. Hasta hace poco los cocaleros jugaban a dos bandas: pagaban impuestos por raspada y por kilo a las FARC; el recibo que éstos les daban servía de salvoconducto para cruzar sin problema los retenes. La siguiente obligación era venderles a los “paras”, a 800 dólares el kilo de pasta, sabiendo que el precio pasa de los 1000. Pero la culpa de la quietud que vive hoy el pueblo es también de la fumigación de los cultivos que los tomó por sorpresa a finales de febrero. Nadie imaginaba que se dieran en medio del largo tira y afloje de la posibilidad de diálogos de paz. Desde hace más de 10 años, el pueblo tiene la hoja como medio de sustento. “Nos quitaron lo que daba la plata”, se queja con voz y actitud de grande, recostado en la puerta de uno de los muchos almacenes de ropa de la calle central, Juan, un pequeño de 14 años que desde hace dos dejó la escuela y se internó en la serranía como raspachín de coca. Cada fin de semana regresaba al pueblo, inflado de orgullo con 150 mil pesos (90 dólares) en el bolsillo. “¿Vuelves ahora a la escuela?” “No, no. Tengo que buscar algo que dé plata”, responde sin titubeos y con su mirada desesperanzada de viejo fija en el piso. “No se vende nada; está quieto”, se quejan por igual comerciantes y dueños de residencias y pensiones que, de tener cupo completo los fines de semana, pasaron a alquilar una o dos habitaciones.
De lo que ocurre en la guerra que se libra “atrás” se habla en voz baja. No es posible entrar a la zona sin consentimiento de los “paras” y muchas veces ellos lo impiden porque “hay conflicto”, porque los caminos están minados o simplemente porque están armados y el armado allí es el que manda. No se han dado enfrentamientos directos, sólo hostigamientos, escaramuzas. La población civil, que aprendió a vivir con el miedo de la guerra, huye cuando llegan unos u otros, busca refugio en la serranía, regresa cuando las cosas se aplacan, y vuelve a correr cuando suenan los fusiles. Los “paras” han entrado las veces que han querido a Vallecito, símbolo de los encuentros del gobierno y el ELN. Y con el mismo desconsuelo con que hablan del fin del negocio de la coca, los lugareños vaticinan: “Esta guerra no va a terminar nunca”.
San Pablo tiene 11 mil habitantes, la mayoría colonos, desplazados por muchas razones, de distintos rincones del país. Es un pueblo polvoriento –sólo cuatro calles centrales están pavimentadas–, bullicioso, lleno de cantinas y tiendas de variedades donde se vende todo tipo de cachivaches. La plaza, grande y semiabandonada, todavía está llena de pintadas de “No al despeje”, un movimiento cívico que creció para rechazar la posibilidad, extinta por el momento, de que esa zona se convierta en escenario de paz para los “elenos”. “El pueblo no necesita de los paramilitares; si el gobierno decide frenar su avanzada y volver sobre la idea del despeje, tenemos un plan B para impedirlo”, dice, enfatizando cada palabra y, entre bocado y bocado de su almuerzo, Eliseo Acevedo, líder de esta organización y concejal liberal. Han bloqueado en dos oportunidades al país cerrando el paso en la carretera que une a la costa caribe con la capital. “Los ‘paras’ reclaman lo que nos pertenece”, dice, rechazando que detrás de las marchas haya estado el poder de estos grupos de extrema derecha obligando a muchos a salir presionados, por miedo. Eliseo no hace concesiones. “Los ‘elenos’ no dan garantías.” Y habla de compromisos incumplidos, y de las tres veces que estuvo secuestrado en “época de ellos”, como se refieren todos a los más de 30 años en que este grupo guerrillero, el segundo del país, creció a la sombra de San Pablo.
Su rechazo tajante a los ‘elenos’ no es un rechazo aislado. Hasta las ancianas en la puerta de la iglesia en espera de la misa dominguera le dijeron a esta periodista: “No hay ninguna garantía: es la misma guerrilla con sus mismos ideales que ya conocemos. Ellos quieren ser amos y señores de este territorio”. Son pocos los que en voz baja confiesan “Sería bueno para el pueblo. Si queremos la paz alguien debe ceder”.
“He vivido 12 años en este pueblo; diez con la guerrilla, dos con los ‘paras’”, dijo a este periódico un hombre de mediana edad, que como todos prefiere no dar su nombre. “Por hablar me puedo ganar un tiro.” “El ELN estuvo aquí 38 años y no sirvió para nada”, dice y confiesa que en un comienzo vio con buenos ojos la llegada de las AUC. Ahora piensa que el “remedio puede salir peor que la enfermedad”. “Estamos supeditados a lo que ellos digan. Son iguales a los anteriores.” Todos saben que si se descuidan, que equivale a no cumplir sus normas, “a uno lo tiran al río”. Los que acostumbran a llevar las cuentas aseguran que en estos dos años de dominio paramilitar se han dado más muertes violentas que en todos los años en que mandó la guerrilla.
Una región rica
San Pablo es uno de los 29 municipios de la rica y conflictiva región del Magdalena Medio. Está en pleno centro del país, en un punto neurálgico de la cuenca del río Magdalena que atraviesa el país de sur a norte, y es la columna central de su desarrollo.
Puerto Boyacá fue la cuna de los paramilitares. En los años ‘80 empezó el avance río abajo, “barriendo –como ellos dicen– de comunistas la zona”. Hoy están en las 29 cabeceras municipales y dominan el 60 por ciento del negocio de la coca en la región; el resto está en manos de las FARC. “El que tiene el control de esta zona lo tiene todo”, afirman los conocedores. Es un sitio estratégico en mitad de camino entre la costa atlántica y la capital. “Es la zona que más riqueza le genera al país.” Barrancabermeja, puerto petrolero y especie de capital de la región, fue durante años piedra en el zapato para el sueño de Carlos Castaño, jefe supremo de los paramilitares, de copar el Magdalena Medio. Este año, y con una táctica de muertes, amenazas de “copar casa por casa”, está a punto de lograrlo.
“Barranca está cambiando de dueño”, ha repetido el obispo Jaime Prieto. Y dice que por ingenuidad, como ocurrió hace años con la guerrilla, lagente los está aceptando. Quienes conocen la dinámica del puerto, consideran que el acomodo se dio, así, por una enseñanza de la guerrilla: “Enseñó a la gente que hacer política es tener claro quién manda, lo que equivale a saber quién es el jefe armado y someterse a él”. “Si se consolida la toma de Barranca, cosa que está a punto de ocurrir, habrá un salto cualitativo de los paras en el Magdalena Medio”, dijo a este periódico un conocedor de la zona. Muchos los ven como un proyecto político de corte fascista. “Castaño no es más que la fachada de un aparato del que forman parte políticos, empresarios, hacendados, militares...” Y no tienen duda: “Ahora que no habrá despeje, se consolida el proyecto de estos grupos”.
Las AUC llegaron al amanecer del 8 de enero de 1999. Todos recuerdan esa fecha y todos recuerdan, con dolor, que el ELN no disparó ni un solo tiro para defenderlos. “Ahora reclaman que somos sus hijos”, es un lamento que se escucha con frecuencia. Al día siguiente de la toma aparecieron tirados en la calle 14 cadáveres, entre ellos el de Vicente Aviró, que fue alcalde de la Unión Patriótica –UP, partido de izquierda que nació de los fallidos acuerdos de paz con las FARC en el año 1984–. “Fueron días de tensión; mataban indiscriminadamente dos, tres al día. Durante dos meses las cantinas se cerraban a las cinco de la tarde.” A los comerciantes los llamaron a rendir cuentas: “Usted tiene esto y aquello; debe pagar un impuesto de tanto”, y policías y soldados volvieron a salir a las calles pues en tiempos de la guerrilla eran “objetivo militar” y los asesinaban, delante de todos, en cualquier esquina. Hoy los “paras” van de civil, y llevan armas cortas que pueden justificar con un permiso legal. “El primo”, como llaman a Jairo, jefe político de estos grupos de extrema derecha en San Pablo, camina tranquilo al lado de soldados y policías. Su trabajo, dice, es “ayudar a la comunidad, meterme entre ellos, vigilar al alcalde para que no robe el presupuesto. Matamos al que la debe, a los ladrones, por ejemplo”. En pleno día, en una cafetería de la calle principal, cuenta su historia. Fue suboficial del ejército y hace dos años se enroló con los “paras”. Patrulló ocho meses en pueblos y aldeas, hasta que un accidente de tráfico, en el que estuvo a punto de perder un ojo, lo obligó a pasarse al “frente urbano”. Aprobó un curso de “política” de dos meses, en la base de San Blas –estaba allí cuando el ejército la tomó hace dos meses, “nos avisaron y alcanzamos a escondernos”–, en el camino que de San Pablo conduce a Simití. San Blas, luego de la visita del presidente Andrés Pastrana, que la mostró como trofeo en la lucha contra los “paras”, es de nuevo la base de siempre y es centro de operaciones en la avanzada hacia la Serranía de San Lucas. “La guerrilla no cabe aquí”, dice el primo y trata de dar un tono amenazante a su voz de joven de 24 años. “Estamos rompiendo la zona del ELN; ellos quieren este territorio porque por el río traen las armas”, añade copiando el discurso triunfalista de su organización.
“Es un sitio ligado a nuestra historia. Aquí nacimos, aquí nos hemos mantenido contra viento y marea; aquí no ha existido presencia del Estado”, dijo a este periódico Martín, un comandante “eleno” de la línea de mando del frente Darío Ramírez Castro que opera en el sur de Bolívar y el nordeste de Antioquia. Fue una charla debajo de un naranjo, en medio de un hermoso valle perdido en la serranía de San Lucas. A pocos metros los niños de la escuela juegan al fútbol. Martín, de 43 años, barba canosa e inmensos lentes que esconden unos ojos cansados, se muestra triunfalista: “La guerrilla está golpeando en la medida en que las AUC no tienen el apoyo aéreo del ejército. El enemigo no ha podido avanzar. Ellos insisten en repetir que tienen el control de la zona. Estamos completos; ¿cuál es la derrota?”, pregunta, con pausa, mientras apoya el mentón en el cañón de su fusil. Un joven guerrillero, su guardaespaldas, lo escucha atento y aprueba, con su sonrisa cómplice de adolescente, lo que dice sucomandante. También él descansa en su fusil, un viejo fusil que tiene la culata amarrada con cuerdas. En los alrededores del pintoresco valle, las avionetas fumigadoras y los helicópteros de apoyo tuvieron que regresar sin cumplir su misión. Las FARC y el ELN los espantaron a punta de disparos. Para los “elenos”, el camino debe ser la erradicación manual. “El cultivo se debe acabar: trajo la cultura del dinero fácil y financia al enemigo”, dice el comandante Martín.
Más allá, en un caserío que parece abandonado por la cantidad de puertas con candado y de negocios vacíos, los pocos hombres que quedan se lamentan: “Antes llegaban aquí 100 raspachines; ahora sólo unos 15”. El pueblo tuvo 40 familias, hoy no quedan ni diez. Hace un año, cuando entraron un lunes en la mañana, más de 100 hombres de las AUC, armados hasta los dientes, se fueron los primeros; con la fumigación aumentó el éxodo. “Van a acabar con todo”, dice el que más se atreve a hablar, un hombre joven de barba cerrada y oscura. “Uno queda vacío cuando pasan las avionetas fumigadoras; uno siente como si lo fueran a matar.” En total se han fumigado 6 mil de las 15 mil hectáreas que se calcula que hay en la zona.
“Y del despeje, ¿qué opinan?” “Uno queda nulo. Sólo sabemos que si decimos sí, nos dicen guerrilleros; si decimos no, somos paramilitares.” “Al final uno no sabe qué pensar; todos los armados asesinan”, dice una voz que no da la cara. Y hablando como al vacío comenta sobre la reciente operación militar en la zona, la “Operación Bolívar”: “El ejército, en el que deberíamos tener confianza, me trató mal, me humilló, me trató de guerrillero”. Y considera también una humillación la ayuda que les promete el gobierno y no ha llegado: alimentos e insumos para cultivar maíz. “Lo que nos espera es el hambre.” En estos caminos de tierra rojiza y sinuosos de la serranía, donde se bordea por tramos profundos precipicios, y donde por falta de puentes es necesario cruzar por agua quebradas y riachuelos; donde se ven aquí y allá extensas quemas de bosque “para sembrar yuca y coca”, es posible encontrar retenes del ELN, FARC o autodefensas. “Lo grave es que todos tienen leyes distintas.” Ahora que la meta es impedir la salida de la coca, la guerrilla revisa minuciosamente maletines, bultos y hasta el motor de los vehículos. “Nosotros tenemos la autonomía para dejarlas aquí y para quitarles lo que queramos”, dijo amenazante un comandante del “frente 24 de las FARC”, a esta periodista y a una colega holandesa, en uno de esos retenes a mitad de camino. Los que en San Pablo conocieron este incidente lo aprovecharon: “¿Ven cómo se vive aquí? Estamos acorralados. A nosotros todos los días nos toca pedir permiso en los retenes de todos los armados para ir, para venir, para llevar alimentos o ‘mercancía’”. Y aprovecharon también para recalcar el temor de que las FARC quieran el despeje para hacerse con la zona. “Los ‘paras’ –dicen–, acaban con el ELN; con los otros, no. En seis meses, los ‘elenos’ serán absorbidos por las FARC.” El comandante Martín se toma las cosas con calma. “El gobierno nos ha dicho que saquemos de aquí a las FARC; nosotros le respondemos: saquen a los paramilitares.” Y este curtido guerrillero, que lleva el pantalón cosido a mano con inmensas puntadas en hilo blanco, agrega: “El argumento de que aquí están las FARC para no decretar la zona de encuentro, es un sofisma de distracción. Ellos están con nosotros, pero la lucha política es nuestra. Entre los dos coordinamos la defensa de la zona”.
Todos tienen miedo
Todos tienen miedo. Los que viven a la sombra de la guerrilla, temen represalias de las AUC. Los que viven en pueblos donde la ley es paramilitar, no duermen pensando en una toma guerrillera. A finales de abril, 300 campesinos de Canaletal tomaron la plaza de San Pablo. “El comentario era que iba a llegar la guerrilla, que iban a quemar los ranchos. Nos dio miedo porque nos van a cobrar que las AUC han estado ahí.” También por miedo a la guerrilla es que después de las 10 de la noche no se ve una alma en las calles de San Pablo. El único que luce tranquilo es el comandante de la Policía, un chiquillo de apenas 25 años que camina confiado por el pueblo. “La gente cree en las instituciones. Espero que nos cuenten si saben algo; en todo caso estamos preparados para defendernos.” Los soldados, armados como para combate, caminan también tranquilos por el pueblo. Su ir y venir genera incertidumbre. ¿Llegará la orden del alto mando que los obligue a salir del pueblo e internarse en la Serranía de San Lucas para frenar la avanzada paramilitar? Es una orden que muchos quisieran escuchar y esperan como prueba de que “paras” y Ejército no tienen nada que ver. En San Pablo, cuando se pregunta por esta posibilidad, se ven muecas de desconfianza: “Por lo menos aquí son la misma cosa; tienen el mismo enemigo, no se van a enfrentar”. Y “El primo”, jefe político de las AUC confiesa: “Nuestro ideal es nunca combatir con el Ejército; si llega, nos apartamos; combatimos por la misma causa”.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

 

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