Por Diego Fischerman
La embajada parisina de un
país balcánico en bancarrota organiza una gran fiesta. Sus
funcionarios van y vienen por el Maxims. Uno de ellos llega a decir,
con evidente beneplácito: Qué afortunados somos; en
nuestra patria falta el pan y aquí comemos hasta saciarnos.
Afuera (del restaurante y de la escena) la vieja Europa cae en pedazos.
Apenas unos años después, en un lugar muy similar a la Pontevedro
de la obra, un archiduque será asesinado y detonará lo que
el mundo de entonces llamará la Gran Guerra. El público
de la función de gala del Colón en la que se estrena la
nueva puesta de La Viuda Alegre festeja cada uno de los chistes. En un
palco, un hombre de riguroso smoking y chaleco bordeau, acompañado
por varias mujeres vestidas en colores pastel, dice: Y nosotros
hace tiempo que no vamos al Maxims, ¿no?. En el final,
aplauden con entusiasmo. Ellos, elegantes y divertidos, como los personajes
de la opereta de Lehár (y como una régie que no introduce
en ella ningún elemento de tensión externo), no advierten
otra cosa que el brillo. En las patrias de unos y otros es posible que
falte el pan. Pero ése no es motivo para no saciarse.
Mal podría criticarse a La Viuda Alegre por ser un divertimiento.
No pretende ser otra cosa y lo que persigue lo logra con creces. Una ex
campesina ahora viuda de un banquero, un antiguo romance con quien actualmente
es Primer Secretario de la Embajada y borracho consuetudinario y los esfuerzos
de los funcionarios para que la viuda se case con un pontevedrino (de
manera que su fortuna no salga del país), en el medio de triángulos
e infidelidades varias, es el pretexto para una seguidilla de valses,
canciones sentimentales y danzas de salón. Franz Lehár,
un experto en la materia, va un poco más allá de las leyes
del género vienés (y burgués) por excelencia y escribe
para una gran orquesta, a la manera de la ópera seria. Por lo demás,
esta opereta estrenada en 1905 es ni más ni menos que una de las
más conocidas y exitosas, en gran parte por ser una de las pocas
que los teatros de ópera programan con cierta frecuencia.
Las virtudes y defectos de la versión que se presenta en el Colón
(la primera integral, en alemán y con los diálogos completos
que sube a escena en Buenos Aires) tienen que ver, en relación
directa, con el logro o no de ese clima de alegre y despreocupado disparate
que se propone. En ese sentido, tal vez el único que consigue cabalmente
su cometido es el coreógrafo Rodolfo Lastra. Con un manejo impecable
del espacio, trabajo de alta complejidad en varios planos de la escena,
perfecta dosificación de los golpes de efecto, equilibrio ejemplar
entre el conjunto y el lucimiento de los solistas (excelentes Silvina
Perillo y Alejandro Parente) y una soberbia dirección del grupo
(el Ballet Estable mostró un ajuste excepcional), hizo que las
numerosas escenas de baile fueran precisas y chispeantes.
Con el marco de una escenografía que remite a los afiches de Alphonse
Mucha (y a las curvas del art noveau) y trabaja en colores claramente
diferenciados para cada uno de los tres actos (blanco y negro en el primero,
con la excepción del vestido rojo de la viuda, azul nocturno enel
segundo y rojos y dorados en el tercero), firmada por Michael Yeargan,
el régisseur Lofti Mansouri desarrolla una línea de comedia
en la que, sin embargo, falta explosión, comicidad y algún
trabajo teatral más detallado (por ejemplo en la torta del Maxims,
llevada sin el menor disimulo acerca de su falta de peso y, también,
sin asomo de explicitación de que esa irrealidad sea intencional).
También falta rigor en las entradas de los personajes (unos actores
frecuentemente tapan a otros).
A pesar de estas fallas la comedia avanza en gran parte por el oficio
de Frederica von Stade, una artista excepcional que, aunque ya grande
para el papel (la edad aparece delatada en el característico vibrato
amplio de la voz) compone una viuda justa en sus movimientos y exacta
en el carácter. Junto a ella, un notable Carlos Feller como el
Embajador, Thomas Allen como Danilo, Carina Höxter (magnífica
vocalmente en su Valencienne) y Paul Groves en el papel de Camille conforman
un grupo protagónico de gran nivel al que acompaña un buen
conjunto de cantantes argentinos, entre los que se destaca Luciano Garay.
La soberbia iluminación de Roberto Traferri y el lujoso vestuario
diseñado por Mini Zuccheri acompañan la idea de fiesta que
caracteriza esta versión, aunque el kitsch de la escenografía
caiga hacia el precipicio de la cursilería a secas en el tercer
acto y aunque la Orquesta Estable, desajustada en los bronces, desafinada
en las cuerdas y vergonzosa en los solos de violín, haya sido dirigida
sin convicción por Julius Rudel.
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