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LA OPERETA “LA VIUDA ALEGRE” EN EL COLON
Qué fantástica esta fiesta

Con altos y bajos, la puesta funciona como comedia. Se destacan un muy buen elenco, la iluminación, el vestuario y la coreografía.

Disparate: Las virtudes y defectos de la versión tienen que ver con el logro o no del clima de alegre y despreocupado disparate que se propone.

Frederica von Stade compone con oficio a la viuda alegre.

Por Diego Fischerman

La embajada parisina de un país balcánico en bancarrota organiza una gran fiesta. Sus funcionarios van y vienen por el Maxim’s. Uno de ellos llega a decir, con evidente beneplácito: “Qué afortunados somos; en nuestra patria falta el pan y aquí comemos hasta saciarnos”. Afuera (del restaurante y de la escena) la vieja Europa cae en pedazos. Apenas unos años después, en un lugar muy similar a la Pontevedro de la obra, un archiduque será asesinado y detonará lo que el mundo de entonces llamará la Gran Guerra. El público de la función de gala del Colón en la que se estrena la nueva puesta de La Viuda Alegre festeja cada uno de los chistes. En un palco, un hombre de riguroso smoking y chaleco bordeau, acompañado por varias mujeres vestidas en colores pastel, dice: “Y nosotros hace tiempo que no vamos al Maxim’s, ¿no?”. En el final, aplauden con entusiasmo. Ellos, elegantes y divertidos, como los personajes de la opereta de Lehár (y como una régie que no introduce en ella ningún elemento de tensión externo), no advierten otra cosa que el brillo. En las patrias de unos y otros es posible que falte el pan. Pero ése no es motivo para no saciarse.
Mal podría criticarse a La Viuda Alegre por ser un divertimiento. No pretende ser otra cosa y lo que persigue lo logra con creces. Una ex campesina ahora viuda de un banquero, un antiguo romance con quien actualmente es Primer Secretario de la Embajada y borracho consuetudinario y los esfuerzos de los funcionarios para que la viuda se case con un pontevedrino (de manera que su fortuna no salga del país), en el medio de triángulos e infidelidades varias, es el pretexto para una seguidilla de valses, canciones sentimentales y danzas de salón. Franz Lehár, un experto en la materia, va un poco más allá de las leyes del género vienés (y burgués) por excelencia y escribe para una gran orquesta, a la manera de la ópera seria. Por lo demás, esta opereta estrenada en 1905 es ni más ni menos que una de las más conocidas y exitosas, en gran parte por ser una de las pocas que los teatros de ópera programan con cierta frecuencia.
Las virtudes y defectos de la versión que se presenta en el Colón (la primera integral, en alemán y con los diálogos completos que sube a escena en Buenos Aires) tienen que ver, en relación directa, con el logro o no de ese clima de alegre y despreocupado disparate que se propone. En ese sentido, tal vez el único que consigue cabalmente su cometido es el coreógrafo Rodolfo Lastra. Con un manejo impecable del espacio, trabajo de alta complejidad en varios planos de la escena, perfecta dosificación de los golpes de efecto, equilibrio ejemplar entre el conjunto y el lucimiento de los solistas (excelentes Silvina Perillo y Alejandro Parente) y una soberbia dirección del grupo (el Ballet Estable mostró un ajuste excepcional), hizo que las numerosas escenas de baile fueran precisas y chispeantes.
Con el marco de una escenografía que remite a los afiches de Alphonse Mucha (y a las curvas del art noveau) y trabaja en colores claramente diferenciados para cada uno de los tres actos (blanco y negro en el primero, con la excepción del vestido rojo de la viuda, azul nocturno enel segundo y rojos y dorados en el tercero), firmada por Michael Yeargan, el régisseur Lofti Mansouri desarrolla una línea de comedia en la que, sin embargo, falta explosión, comicidad y algún trabajo teatral más detallado (por ejemplo en la torta del Maxim’s, llevada sin el menor disimulo acerca de su falta de peso y, también, sin asomo de explicitación de que esa irrealidad sea intencional). También falta rigor en las entradas de los personajes (unos actores frecuentemente tapan a otros).
A pesar de estas fallas la comedia avanza en gran parte por el oficio de Frederica von Stade, una artista excepcional que, aunque ya grande para el papel (la edad aparece delatada en el característico vibrato amplio de la voz) compone una viuda justa en sus movimientos y exacta en el carácter. Junto a ella, un notable Carlos Feller como el Embajador, Thomas Allen como Danilo, Carina Höxter (magnífica vocalmente en su Valencienne) y Paul Groves en el papel de Camille conforman un grupo protagónico de gran nivel al que acompaña un buen conjunto de cantantes argentinos, entre los que se destaca Luciano Garay. La soberbia iluminación de Roberto Traferri y el lujoso vestuario diseñado por Mini Zuccheri acompañan la idea de fiesta que caracteriza esta versión, aunque el kitsch de la escenografía caiga hacia el precipicio de la cursilería a secas en el tercer acto y aunque la Orquesta Estable, desajustada en los bronces, desafinada en las cuerdas y vergonzosa en los solos de violín, haya sido dirigida sin convicción por Julius Rudel.

 

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