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“LA BERNHARDT”, DE JOHN MURRELL, EN EL MULTITEATRO
Retrato del ocaso de una star

Alicia Berdaxagar se luce en
su encarnación de la gran Sarah Bernhardt en sus últimos días, a puro contrapunto con su secretario.

Bernhardt luce enferma, pero fantasea con escribir sus memorias.
La acción transcurre en 1922, un año antes de la muerte de la actriz.

Por Hilda Cabrera

¿Cómo llevar a la escena a quien en vida se las ingenió para convertirse en leyenda? Una opción que no es novedosa, pero suele ser eficaz, es la que eligió el estadounidense John Murrell en Memoir (de 1974) para retratar a la actriz judeofrancesa Sarah Bernhardt (1844-1923), nombre artístico de Henriette Rosine Bernard. En su trabajo, basado en parte en un texto testimonial de la artista (Ma double vie, de 1907), Murrell imagina a la actriz en su cotidianidad y en una etapa crucial: Sarah tiene 78 años y está enferma. Ocho años antes sufrió la amputación de una pierna, consecuencia de una gangrena que se le produjo tras una caída en un teatro. Figura mítica de la escena y promocionada estampa en los afiches de Eugène Grasset y sobre todo del checo Alphonse Mucha, la artista es mostrada por Murrell fuera de su pedestal. En la versión de Memoir estrenada en el Multiteatro bajo el título de La Bernhardt, la protagonista es un ser despojado de los muchos adornos que provee la fama. La acción transcurre en el verano de 1922, un año antes de su muerte. La acompaña su secretario, el incondicional Georges Pitou, testigo de su azarosa vida.
Bajo un sol “implacable” (prenuncio de una noche decisiva), Pitou será convertido por Sarah en instrumento de su pensamiento. A este personaje le tocará ser al mismo tiempo apoyo de la actriz e intérprete y utilero en el juego que le propone la mujer para recuperar su memoria. Pitou se somete, pero a regañadientes, puesto que discrepa y aprovecha cualquier circunstancia para enrostrarle su despotismo. Trenzados en esa relación, conducirán el diálogo por el carril de los sentimientos y en medio de un clima de irrealidad, en el cual se advierte sin embargo el paso de las horas a través del juego de luces que diseñó para esta puesta el iluminador Ernesto Diz.
Es así que la naturaleza se manifiesta aquí como atmósfera, a veces acompañando el variable ánimo de una Sarah perspicaz y burlona. Este tipo de aproximaciones imaginarias a la vida de los famosos es frecuente en la escena estadounidense. Es probable además que tengan un público adicto. En Buenos Aires se estrenaron obras en esa línea, entre otras Master Class (sobre la cantante María Callas), de Terrence MacNally, y Bravo, Caruso, de William Luce. Una característica de estas piezas es la necesidad de encontrarle humor a una cotidianidad que a veces provoca miedo, como aquella que muestra la decadencia, la enfermedad y la muerte.
En la pieza de Murrell, Sarah está enferma, pero ello no le impide proyectar la escritura de un nuevo libro de memorias. Esta intención voluntarista recorre toda la pieza. El “se puede” acicatea ese presente que tan trabajosamente arman la actriz y su secretario, a quien la diva le exige que represente a distintos personajes de su vida: a su madre y a su hermana, al médico que le amputó la pierna, a uno de sus empresarios, e incluso al escritor Oscar Wilde. Ella misma, en la pasión y urgencia por recordar, recitará fragmentos de Fedra, de Racine. En la prolija puesta de Eduardo Gondell, el actor Jorge Suárez (Pitou, en la ficción) se destaca con un trabajo sobrio e intenso y de afinados tonos, en un registro diferente pero no distante del utilizado por Alicia Berdaxagar para componer a la Bernhard. Prueba de esto es la destreza de esta actriz de bella voz para configurar a través de la palabra una multiplicidad de climas. Palabras y gestos que en ocasiones no guardan relación con el decorado ni el vestuario diseñado por Graciela Galán. Un ejemplo es la secuencia en que Sarah alude a la vejez y la suciedad, mientras a su alrededor todo es diáfano y de una estilización extrema. Es evidente que La Bernhardt, al menos en esta puesta de Gondell, cultiva el medio tono, la ironía de salón y el gusto por reflejar situaciones que nunca eclosionan. Esa disposición, más el afán por acortar la distancia que media entre lo que supuestamente experimentan los famosos y los individuos anónimos en el ocaso de sus vidas, convierte a esta versión en un híbrido. Queda claro que esta Sarah no es ni una anónima anciana ni la famosa señora de la leyenda.

 

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