ANTIPOLITICA
Aunque faltan apenas cuarenta y tres días para las elecciones
nacionales de renovación legislativa, la mayor parte de la
población todavía las mira de lejos, debido a que
casi todos creen que el ritual democrático gravitará
poco o nada en la resolución de los temas prioritarios para
las aflicciones populares. El 15 de octubre, con el escrutinio terminado,
no habrá más empleos ni mejores oportunidades de vida
para nadie, salvo para los candidatos victoriosos. Más aún:
hay quienes dudan que la misma democracia sea capaz de ofrecer un
porvenir diferente al actual. Si un mes después, en la consulta
popular convocada por el Gobierno, como lo hizo en su tiempo el
peruano Fujimori, la opción fuera cerrar el Congreso y los
tribunales o seguir costeándolos con el dinero público,
¿cuál cree usted que sería la decisión
mayoritaria?
En cambio, los caciques y los capitanejos de las tribus partidarias
andan ensimismados en las múltiples faenas de la ingeniería
electoral, ofrendando discursos y conductas al casi exclusivo propósito
de seducir votantes. Como es habitual en estas oportunidades, han
comenzado a florecer programas y manifiestos, elaborados por expertos,
cargados de razones y de objetivos por los que valdría la
pena vivir en este país. Lástima que, por lo general,
suelen marchitarse a medida que se llenan las urnas, agobiados por
las declinaciones del realismo pragmático o por
las debilidades de sus portaestandartes. Esta semana los gobernadores
y los miembros de la UCR, cada cual por su lado, presentaron encomiables
propuestas de políticas públicas, a las que sólo
debería objetarse una sola pregunta: ya que tienen el control
de los poderes institucionales ¿por qué no las realizaron
hasta ahora? Lo cierto es que durante el próximo mes y medio
las representaciones en los escenarios públicos, sobre todo
en los mediáticos, serán ficciones cínicas
o auténticas ensoñaciones, pero la realidad de la
política habrá que buscarla entre bambalinas.
No les faltan razones a los que suponen que estas elecciones, en
la medida que no eligen Presidente, no serán decisivas, de
inmediato, sobre los rumbos nacionales. Sin embargo, tampoco son
inofensivas, como quedó demostrado en 1987 con Raúl
Alfonsín y en 1997 con Carlos Menem cuando el veredicto popular
vaticinó el final a plazo fijo de sus respectivos mandatos.
En esta ocasión, además, el Senado nacional se conformará
por el voto directo de los ciudadanos, toda una oportunidad de hacer
diferencia de verdad con lo que hoy existe. En otras dimensiones,
más allá de la suerte de los candidatos, el pronunciamiento
permitirá medir en vivo y en directo las tendencias más
profundas de la sociedad, esas que preñan el futuro. Por
ejemplo: ¿la experiencia de lucha de los piqueteros modificó
las lealtades partidarias de los más desamparados? Las clases
medias, atemorizadas por tantas inseguridades, ¿ahora son
más conservadoras que hace dos años? ¿La mayoría
ciudadanía seguirá aferrada al bipartidismo tradicional
o será capaz de votar por las nuevas fuerzas, con todas sus
imperfecciones, para mostrar la voluntad de cambio? ¿Acaso
la abstención y el voto en blanco crecerán todavía
más, por indiferencia o por repulsión a las ofertas
disponibles? ¿Podrá resistir sin quebrarse el actual
gobierno un aluvión de resultados adversos?
En democracia, sin fraude ni proscripciones, hay que exaltar el
valor de las elecciones, en lugar de minimizarlo, porque es el procedimiento
más abarcativo para expresar la opinión popular. Resultan
una mera formalidad cuando en los intermedios la ciudadanía
se ausenta de las decisiones públicas, sin luchar para que
los compromisos adquiridos sean cumplidos a rajatablas por sus representantes.
Los mercados, que votan a diario con sus instrumentos de poder,
son los primeros en despreciar los comicios, desprestigiándolos
con argumentos que los presentan como un derroche de dinero y una
mera prolongación de los vicios de la política. Son
los mismos autócratas vocacionales que claman por bajar los
gastos políticos, encaramados sobre el disgusto
popular por el derroche de recursos o por la corrupción de
los funcionarios, como si éstos fueran la causa última
del déficit de caja en el Estado. Tiene razón Alfonsín
cuando aseguraba ayer que el costo total de las legislaturas en
el país es un vaso de agua en el inmenso océano del
endeudamiento público, pero todavía no explicó
con la misma convicción por qué no cumplió
su amenaza de retirarse de la política si la ley de reforma
laboral había sido comprada en el Senado nacional.
Mientras la pobreza extrema humille a millones de argentinos, aun
los mínimos gastos de los que tienen la obligación
de suprimirla y no lo hacen son inmorales e injustificados.
Por cierto, la decisión de podar en un 13 por ciento los
salarios de los empleados públicos significará una
reducción del gasto menor al 2 por ciento. Aun si se hubieran
dejado de pagar todos los sueldos de la administración pública
nacional durante el año pasado, no se habría alcanzado
a equilibrar el presupuesto, descompuesto por los fabulosos compromisos
de la deuda pública y por la transferencia multimillonaria
a los fondos privados de jubilación. En realidad, lo único
que se logrará con este tipo de ajuste es la licuación
de la capacidad operativa del Estado, o sea su disponibilidad en
materia de promoción social, economía, seguridad,
educación, salud y justicia, así como la concentración
de las representaciones políticas terminará estructurando
el gobierno de partido único, representado por dos banderines
diferentes y una sola plataforma. Esta es la sustancia última
de lo que se nombra con diversos rótulos: compromiso
de políticas de Estado, gobierno de unidad nacional,
pacto de gobernabilidad y otras etiquetas similares.
Es lo que anhelan los tesoreros de Estados Unidos cuando ofrecen
reprogramar la deuda externa a cambio del compromiso nacional de
aplicar un mismo programa de gobierno durante diez años por
lo menos, no importa si gobiernan radicales o peronistas.
Aunque pasan los años y cambian las condiciones, hay ciertos
conceptos que mantienen vigencia en la actualidad. Aldo Ferrer escribió
en 1983 Vivir con lo nuestro, para romper la trampa financiera y
construir la democracia, donde decía algo como esto: La
actual cesación de pagos compromete la posibilidad de ejecutar
una política económica que responda al interés
nacional. La opción es clara: el gobierno argentino se convierte
en un simple administrador de la deuda por cuenta y orden de la
banca acreedora o reasume el comando de la economía para
resolver la crisis desde una perspectiva nacional. Nada menos.
Ahora, con el auge de fraudes ideológicos, hay operadores
del gobierno y de los mercados que pretenden que servir a los deseos
de la banca acreedora consiste en vivir con lo nuestro.
Hoy, como entonces, la decisión es política antes
que económica y las elecciones son, quiéranlo o no
sus detractores, parte de esa determinación. Los llamados
economistas puros, cercanos a la antipolítica
de los mercados, quieren trastocar el sentido de las cosas con métodos
que fueron denunciados hace un año, en la Facultad de Ciencias
Económicas, por el investigador y economista francés
Robert Boyer: Han hecho un uso abusivo de las matemáticas,
impropio de un pensamiento que se pretenda científico, para
que la sociedad crea que es posible separar de ahí
su pureza la economía de los hechos reales
y así erigirse en los únicos poseedores de un saber
arcano. La política tiene la obligación de reasumir
el mando para reconciliar a la economía con la realidad social.
No es la única obligación pendiente. Poco menos de
treinta años atrás, un joven guerrillero preso en
Trelew, cuyos episodios más crueles fueron recordados este
mes, le escribió a su madre: No elegí la violencia
por la violencia, sino porque era el único camino que nos
quedaba. Vos me conocés, soy pacifista por naturaleza. Pero
no puedo quedarme cruzado de brazos cuando sé que la mortalidad
infantil ha aumentado más que en ningún otro país
del mundo durante los últimos cinco años: ya es del
cien por milen Salta y Jujuy, del setenta por mil en La Rioja. ¿Te
das cuenta? El gobierno reprime cualquier manifestación,
por chica que sea, así se trate de una manifestación
que hacen veinte obreros con hambre porque no pueden pagar la luz.
Mi obligación, nuestra obligación, es estar junto
a ellos, junto al pueblo, porque somos parte del pueblo. ¿Cuántos
jóvenes podrían repetir hoy las razones de esta carta?
Los que creen que no están dadas las condiciones,
que la historia no se repite, que la democracia llegó para
quedarse sin importar lo que se haga con ella, conocen poco de la
condición humana. La política también está
obligada a construir senderos pacíficos para las nuevas generaciones,
darles un sentido útil y apasionado a sus vidas, develar
el horizonte. En lugar de ensimismarse en el riesgo-país
es hora de pensar en el riesgo humano.
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