Por E.F.
Desde
París
Capítulo tras capítulo,
párrafo tras párrafo, la convención internacional
sobre la cibercriminalidad es una obra de arte de la represión
digital. Si se aplicasen todas sus disposiciones, el mero hecho de poseer
una computadora significaría ya un crimen en sí mismo. El
documento puesto a punto por el Consejo de Europa alega que las
nuevas tecnologías trastornan los principios jurídicos existentes.
La información y la comunicación circulan más fácilmente
que nunca a través del mundo. Las fronteras no pueden oponerse.
(...) Por ello, la solución a esos problemas atañen al derecho
internacional, lo que requiere la adopción de instrumentos jurídicos
adecuados. (...) La presente Convención se propone asumir el desafío
teniendo en cuenta la necesidad de respetar los derechos humanos en la
nueva sociedad de información.
Sin embargo, detrás de esas frases de terciopelo se esconde una
temible herramienta de represión que ni siquiera respeta los acuerdos
internacionales en materia de Derechos Humanos y libertades individuales.
Los artículos 17, 18, 24 y 25 engloban una serie de disposiciones
por demás violatorias de esas libertades. Las disposiciones introducidas
en esos capítulos suscitaron una ruda oposición de las ONG
ciudadanas y de las empresas de servicio. Según esos artículos,
los llamados intermediarios técnicos, es decir las
compañías que administran los accesos a la red, están
obligadas a conservar una grabación de las actividades de sus abonados
para que, en caso de necesidad, las autoridades policiales puedan consultarlas.
La GILC (Global Internet Liberty Compaign) estima que el conjunto del
artículo 18 viola abiertamente la directiva sobre la protección
de los datos personales de la Unión Europea, así como el
artículo 8 de la Convención Europea de los Derechos Humanos.
El artículo 6 de la convención sobre la cibercriminalidad
no es menos abusivo que los precedentes. Aquí se establece una
frontera ambigua en torno del concepto de dispositivos ilegales
que lleva a que cualquier persona que posee un programa propio y sofisticado
o que desarrolle por su cuenta instrumentos de seguridad pueda verse perseguida
por detentar sistemas ilegales. Más aún, los
dispositivos técnicos de uso corriente en la red como el programa
de cifrado de mensajes PGP o los simples muros digitales destinados a
proteger las computadoras personales de ataques exteriores se convierten
en instrumentos técnicos de criminalización informática.
Los artículos 9 y 11 completan el dispositivo represor autorizando
a las autoridades a congelar la circulación de la información
si las ideas vehiculadas van en contra de las normas en vigor. El artículo
14 aparece como un mandato permanente para que cualquier fuerza policial
penetre, barra, copie y supervise el contenido de los datos conservados
en una computadora. De una forma concreta, este artículo autoriza
el allanamiento constante y sin garantía ni control
judicial de los datos personales. Estos pueden ser utilizados en una investigación,
pero su análisis y sus cualidades probatorias de un hipotético
crimen no están determinadas por la Justicia sino por la apreciación
policial. El supuesto culpable carece de protección y de asistencia.
En suma, está a la merced de los intereses privados y policiales
ajenos a la transparencia democrática. En su doble ambición
por armonizar las leyes existentes y preparar un marco jurídico
nuevo, la Convención introdujo conceptos que funcionan a geometría
variable: ¿qué significa, por ejemplo, crear una amenaza
o poner en peligro la seguridad? Ambas nociones encuentran
una interpretación distinta según se esté en Moscú,
en París o en Belgrado.
Leyendo detalladamente los artículos de la convención se
hace evidente que su redacción no contempló prácticamente
ninguna de los acuerdos internacionales en vigor. El artículo 12
de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que
nadie será objeto de controles arbitrarios en su vida privada,
su familia, su domicilio o su correspondencia. El artículo
19 de la misma Declaración estipula que todo individuo tiene
el derecho a la libertad de opinión y de expresión, lo que
implica el consiguiente derecho a no ser molestado por sus opiniones y
a buscar, recibir y divulgar, sin consideración de fronteras, las
informaciones y las ideas mediante cualquier medio de expresión
a su alcance. En ambos casos, y en repetidas oportunidades, numerosos
artículos de la convención internacional sobre el cibercrimen
no respetan esos principios universales básicos. La amenaza del
cibercrimen sirve así de trampolín para pasar por encima
de los derechos y las libertades conquistadas a lo largo de los siglos.
Los expertos en protección de la vida privada estiman que con esos
criterios, el delito informático se convierte rápidamente
en un delito de opinión. Una carta de amor o un mensaje en
broma son potencialmente criminales al mismo plano que la
propaganda terrorista de los grupos islamistas o neonazis que pululan
en la red.
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