Por Octavi Martí
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A los 81 años, Eric
Rohmer junto con Jean-Luc Godard, Claude Chabrol y Francois Truffaut,
uno de los pilares de la nouvelle vague, que a fines de los años
50 revolucionó la manera de ver y de hacer cine, sigue agitando
las aguas a su alrededor. En los próximos días, el autor
de Mi noche con Maud y El rayo verde recibirá un León de
Oro a su trayectoria en la Mostra de Venecia, que reservó un lugar
especial en su programación para LAnglaise et le Duc, su
largometraje más reciente, que viene de ser rechazado en el Festival
de Cannes, por consideraciones políticas. Más precisamente
por su retrato descarnado de la Revolución Francesa. Es que ahora
Rohmer, habitualmente dedicado a films intimistas, de una fina sensibilidad
contemporánea, concibió una obra política, histórica
y técnicamente innovadora, realizada en su totalidad en soporte
digital.
Era un proyecto que tenía desde hace más de diez años,
pero entonces los resultados de pasar de video a cine no eran satisfactorios.
Tuve que esperar a que la técnica progresara, explica Rohmer,
sentado tras la mesa de su despacho en Les Films du Losange, la compañía
productora que fundó hace cuatro décadas. Otras películas
las llevé dentro de mí durante más de treinta años,
como es el caso de La mujer del aviador. Hay que dejar que maduren, como
un fruto. En esta ocasión, como en La marquesa de O (1976)
y en Perceval el Galo (1978), sus otras obras de época, Rohmer
se basó en un texto ajeno para escribir el guión. Durante
una vacaciones leí en una revista de historia un resumen de las
memorias de Grace Elliott, una inglesa que fue amante del duque de Orléans,
el hermano de Luis XVI. En el artículo contaban que aún
estaba en pie la mansión en la que Grace vivió, en la rue
Miromesnil, en París. Quise ir a visitar el lugar y leer las memorias
de esta mujer que, en plena tormenta revolucionaria, sigue viviendo discretamente
en su casa. De alguna manera puede decirse que el motor del film son las
ganas de mostrar París y de hacerlo de verdad, es decir, sin recurrir
a unos rincones o unas calles de una ciudad de provincias que ha conservado
sus edificios medievales. Pero claro, ese París de la Revolución
no existe. Había que fabricarlo y de ahí que contactase
al pintor Jean-Baptiste Marot para reconstruir un París auténtico.
Se trataba de que la realidad se convirtiese en un cuadro. Presento la
Revolución tal como la vivieron sus protagonistas, le pongo animación
o vida a las pinturas del museo Carnavalet o a los viejos grabados.
Esas ganas de sumergirse en el París de 1791, de poner movimiento
a las telas del museo de la ciudad, se completaban con otro motivo. Las
memorias de Grace Elliott son magníficas, están muy bien
escritas y tienen una construcción que se diría pensada
para el cine. Y ella es un personaje muy interesante, siempre en equilibrio
inestable, entre la Corte y la Revolución, entre Francia e Inglaterra,
entre las Luces y una concepción aristocrática, entre su
amor por el duque de Orléans y su asco ante los excesos revolucionarios.
Hay que decir que Rohmer habla del período conocido como el del
Terror, cuando la guillotina es símbolo de la voluntad de cortar
con el pasado. Tomé como modelos dos películas. La
de Griffith, Huérfanas de la tempestad, y La británica,
la versión de Historia de dos ciudades de Dickens visto por Jack
Conway. No tienen nada que ver con La Marsellaise, de Jean Renoir, que
presenta el lado bueno de la Revolución, el que habitualmente mostró
el cine francés.
Otro título al que Rohmer se refiere es al Napoleón de Abel
Gance. Sus decisiones formales son las de un cinéfilo esteta, una
persona con una amplia cultura cinematográfica pero también
pictórica y, sobre todo, literaria. Procuré conservar
el idioma de la época. El relato de Grace Elliott y las memorias
del duque de Orléans me suministraron todo lo que necesitaba. De
haber utilizado mi estilo para escribir una historia que transcurre dos
siglos atrás el resultado hubiera sido un pastiche.
El pueblo de Rohmer es inculto, cruel y vengativo. No hago política
en el cine. Como ciudadano tengo mis opiniones y voto, pero como cineasta
me olvido de ellas. Lo que me interesa es la historia, no el ser monárquico
o no. Que la monarquía sea una cosa del pasado no significa que
en ese pasado no hubiese cosas buenas. En la Edad Media las mujeres gozaban
de una libertad que tardaron siglos en reencontrar. En Francia, si uno
trabaja en el mundo de la cultura, te exigen que seas de izquierda. En
La inglesa y el duque trato de una fase de la Revolución en la
que ya no quedan ideas, sólo la violencia. Robespierre no tenía
otro programa que el de ser incorruptible. Puede que Danton fuese corrupto,
pero es mucho mejor vivir bajo las corruptelas de Danton que ser guillotinado
por la pureza de Robespierre.
Habla con entusiasmo de su heroína, al mismo tiempo que admite
que se sabe realmente poco de ella. Sus memorias las escribió
tiempo después y me parece que se hace pasar por muchos más
monárquica de lo que nunca fue. Tampoco explica si fue o no espía.
Yo sospecho que se trata de una agente doble. Tampoco cuenta quién
era entonces su amante, quién había sustituido al duque,
aunque parece que se trataba de un general al servicio de la Revolución.
Es más que probable que fuese eso lo que la salvó de morir
guillotinada.
Jean-Baptiste Marot es un pintor que conjuga su admiración por
Poussin con su pasión por el arte conceptual. Colaboró con
varios directores de teatro y, desde 1998, se puso al servicio de Rohmer
para proporcionarle las 36 vistas de París que el cineasta necesitaba
para poder sumergir al público en la ciudad de la Revolución.
Rohmer me pidió cuadros que tuvieran el estilo de la época.
Y si quiso 36 es porque el storyboard que preparó con su directora
de fotografía exigía 36 localizaciones, 36 puntos de vista
pictóricos sobre ciertos espacios urbanos. Y, en realidad, sólo
tres de los cuadros se inspiran en pinturas existentes: dos vistas desde
los puentes y una de la iglesia de Saint-Roch. El resto sale del París
actual, sólo que sustituí las arquitecturas desaparecidas
por otras procedentes de grabados o viejas fotografías.
La película fue filmada en planos fijos, bastante amplios, que
se completan con la toma más cercana que aporta una segunda cámara.
Era importante ser muy preciso y tener en cuenta las exigencias
de la filmación. A veces tuve que modificar el ángulo de
un monumento, acercar o alejar ciertos elementos para que entrasen en
el decorado que buscaba el cineasta. El ordenador sirvió luego
para, con la ayuda de un láser, recordarles a los actores y técnicos
que rodaban en medio de una superficie de un verde uniforme, dónde
iban a incrustarse las pinturas, qué espacio correspondía
a la calle, a una vereda, a una puerta. ¡Había que evitar
que los personajes atravesasen los muros o que anduviesen flotando 10
centímetros por encima del empedrado! Las 36 telas serán
objeto, a partir del 20 de setiembre, de una exposición en el parisino
Espace Commines.
* De El País de Madrid, especial para Página/12.
El cine como cuestión
moral
Para el cineasta francés Eric Rohmer (Nancy, 1920), toda
estética está vinculada a la economía, que
es una cuestión de moral. Sobre ese principio básico,
Rohmer construyó toda su obra, 24 largometrajes que conforman
un cuerpo único e intransferible, que se inició con
la ya lejana El signo de Leo (1959) y continuó con sus célebres
Cuentos morales, seis films cruciales no sólo
en su filmografía sino en el cine francés de los años
60. La ambición del cineasta moderno, y que fue también
la mía, es la de ser autor absoluto de la obra, asumiendo
la tarea tradicionalmente encargada al guionista, declaraba
por entonces Rohmer, cuya película emblemática de
aquel momento fue Mi noche con Maud (que se exhibe hoy en la Sala
Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, en un ciclo dedicado
a su canon estético). Finalizados sus Cuentos
morales, Rohmer hizo un breve paréntesis con sus dos
únicos films de época realizados antes de LAnglaise
et le Duc La marquesa de O (1976), sobre un relato de Heinrich
Von Kleist, y Perceval el galo (1978), a partir de un texto medieval
e inició una nueva serie, titulada Comedias y proverbios.
De allí salieron films memorables, como Paulina en la playa
(1983), Las noches de luna llena (1984) y El rayo verde (1985).
La serie siguiente fue la de los Cuentos de las cuatro estaciones,
de los cuales se estrenaron en Buenos Aires Cuento de verano (1995)
y Cuento de otoño (1997), todo un reencuentro con el público
porteño, que recién el año próximo accederá
a La inglesa y el duque.
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Objetividad de la
mirada
Parece que para un ojo prevenido contra las mentiras de la pantalla,
la objetividad de la mirada no puede ser alcanzada sino a través
del filtro de una primera subjetividad. Pascal decía que
las aprehensiones de los sentidos son todas verdaderas. Del mismo
modo, para quien quiere hacer un film, la mínima impresión
de un testigo de la época será más verídica
que la investigación más profunda de los investigadores.
Publicadas en 1861, las Mémoires sur la Révolution
Francaise, de Grace Elliott, parecen haber sido escritas para adaptarse
sin retoques a las exigencias del montaje. Es un verdadero guión.
No sólo posee un acertado sentido visual, sino que la narración
tiene tal lógica, tal fluidez y tal precisión que
el encadenamiento cinematográfico de las secuencias ya está
preparado allí. La abundancia de diálogos y su naturalidad
cosa rara para la época, tanto en las obras de ficción
como en los documentales facilitaron todavía más
nuestra tarea y nos permitió evitar el anacronismo en el
modo de expresarse de sus personajes.
(Texto de Eric Rohmer sobre el film.)
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