Por ahora
sólo sabemos que se trataría de una consulta popular
para forzar a los legisladores a cortar el gasto político.
Dentro de esta categoría de gasto se están mezclando
problemas distintos. Por un lado están las legítimas
demandas de terminar con la corrupción, el soborno, la devolución
de favores, la ocupación del aparato estatal por parte de
las corrientes políticas internas de las fuerzas tradicionales
y no tanto. Por otro lado, la apelación al plebiscito en
plena ejecución del ajuste sobre los más débiles,
más allá de la justificación, muy poco democrática,
de apretar a los legisladores para que apuren la reforma
política, nos parece esencialmente dirigida a legitimar los
recortes en curso y los que vendrían del gasto público
tout court: el razonamiento que reportan los mensajeros oficiales
extiende a lo político toda intervención
del Estado, algo tan obvio y real como sospechoso precisamente por
el explícito autodesprecio de quienes emiten con firmeza
sentencias que los condenan sin más. ¿Pero es la reforma
política que encarnaba este gobierno en diciembre de 1999
la tosca equiparación actual con gasto político? No
lo es. En 2000 se diseñaron diversos proyectos de ley que
fueron presentados en octubre pasado al Presidente. Desde entonces,
previa eliminación del paquete, de los controles judiciales
previstos para ofrecer mayores garantías para su estricto
cumplimiento, el Gobierno depositó aquellas iniciativas nada
menos que en el Senado. ¿Ausencia de voluntad política
del Ejecutivo de hacer avanzar la reforma en el Parlamento? Así
nos parece, no sólo porque el Senado no gozaba de buena salud
para ser la Cámara iniciadora de una reforma de la
transparencia, sino porque durante ese mismo período
en el Senado se han aprobado desde la delegación de poderes
y el déficit cero, trabajando de domingo, como justamente
protestan. La reforma propuesta es decir aquella reforma institucional
dirigida a modificar el comportamiento de los actores políticos
argentinos, aunque parcialmente, se dirigía al centro
del déficit político-institucional de nuestra democracia:
el financiamiento de las campañas electorales. Se proponían
topes al aporte público y privado, y limitaciones de tiempo
considerables respecto al pasado. En otras palabras, reducir la
demanda de dinero para reducir la búsqueda de financiamiento
por parte de los partidos. Era una reforma parcial. La situación
se agravó notablemente en el año que siguió
a su presentación. La Comisión de Investigación
sobre el Lavado de Dinero ha echado suficiente luz sobre la relación
perversa entre empresas, bancos, mafias y política como para,
ni siquiera con topes, admitir el financiamiento de grupos privados,
sencillamente porque no hay almuerzo que no se pague.
El sistema institucional argentino es demasiado vulnerable. El eje
de la reforma, si se quiere hacerla profundamente, debe limitar
la boca de expendio más cara de las campañas: televisión
y radio. Como se hace en Chile y en Inglaterra, entre otros países,
la propaganda televisiva deberá ser acotada a pocas semanas
previas a las elecciones y asignada igualitariamente por el Estado
en franjas electorales a todos los partidos, sean grandes o pequeños.
El Gobierno cuenta con crédito suficiente para pautar las
deudas de los canales de aire por publicidad de los programas de
los partidos. El costo de la política se reducirá
en forma exponencial. Y así la dependencia partidaria de
los lobbies que son los que colonizan al Estado y lo degradan al
nivel que padecemos actualmente. Por último, como reforma
presupone austeridad pública y autonomía de los privados,
también debe ser lo suficientemente seria y responsable como
para que el debate sobre la reforma electoral no sea la impudicia
de Sí o No a la lista sábana.
* Politólogo.
|