Por
Fernando DAddario
En lo que tal vez sea la justificación más visible de la
cédula uruguaya que acredita, Jorge Drexler prefiere economizar
su exposición arriba del escenario, aunque sin minimizar su expresividad
artística. El público parece captar el mensaje, y es así
como sus canciones son seguidas con susurros, murmullos corales que convierten
al recinto en un catalizador de efusividades medidas. Esa sensación
de confort auditivo se potenció en el recital gratuito, acústico,
que brindó el viernes en el Auditorio de FM Supernova, ante unos
500 fans.
Drexler es un cantautor. Lo es en tanto solista que escribe sus canciones
y las interpreta. De allí en más, el imaginario colectivo
que se construyó en las últimas temporadas lo alejó
del tufillo a naftalina que sugiere la expresión cantautor, con
sus derivados y/o términos predecesores, como juglar
o trovador. Sutiles coqueteos con la electrónica y
un discurso respetuoso pero no apologético de los clisés
del género lo instalaron en una zona de flotación, más
que cómoda artísticamente, entre la canción de autor
sensible y el pop contemporáneo. La edad y la composición
social de sus fans lo expone con claridad: veinteañeros, estudiantes
universitarios, en su mayoría chicas. Y Drexler, que es uruguayo,
ciudadano del mundo y residente en España (un cóctel que
se valora especialmente en Buenos Aires), ratificó que la tan mentada
modernidad asociada a su figura excede el formato elegido para expresarla.
Sus canciones resistieron el despojamiento de maquillaje electrónico,
operación imprescindible para un unplugged, porque su calidad esencial
pudo transmitirse a través de una voz y una guitarra. Una prueba
que no todos, modernos y clásicos, rockeros y electrónicos,
son capaces de asumir. Además, Drexler escribe bien, escribe distinto
y escribe hoy. No sobreactúa su condición de uruguayo prestigioso
en España (evidentemente, han cambiado los móviles del exilio)
y le da un sentido estético, nunca lineal ni efectista, a temas
como la nostalgia, el compromiso y la identidad. En poco más de
una hora, el músico uruguayo cantó casi todo lo que le pidieron
(fundamentalmente canciones de su último trabajo, Sea, y de Frontera,
el anterior), y tradujo con sencillez armonías complejas, de modo
que no se extrañaron las secuencias de ritmos computarizados ni
los chiches tecnológicos de última generación. El
público, manso y tranquilo, improvisó con palmas el tradicional
estándar percusivo del candombe, puso su voz con precisión
de relojería en las partes que debía entrar el coro, y se
entregó con placidez a una ceremonia de seducción lenta
y segura.
Melodías y letras infalibles como El pianista del gheto de
Varsovia, Frontera, Aquellos tiempos, Un
país con el nombre de un río y Princesa bacana,
entre otras, acentuaron en su ascetismo instrumental las diversidades
estilísticas (en Drexler hay zamba, candombe, chamarrita, bossa,
balada, etc.) sin escapar a una línea conceptual. Participó
como invitado Leo García, de quien, más allá de los
respectivos flirteos electrónicos, está cerca en función
de un contrato con la misma compañía discográfica,
y lejos (a favor del uruguayo) en términos de talento autoral.
Drexler anticipó el costado más intimista de lo que se verá
y se escuchará en el teatro Opera, donde presentaría formalmente
Sea en diciembre. Quién sabe qué ciudad de Buenos Aires
encontrará entonces. El viernes, consiguió el milagro de
que un puñado de argentinos cantara, como en trance, calma...
todo está en calma... (estribillo de La edad del cielo)
en un país donde nada está en calma.
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