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Bodegones

Por Antonio Dal Masetto

Es inevitable que la conversación de esta noche en el bar gire alrededor de las clausuras de algunos comederos. Los comederos símbolo del país de las barras y las estrellas y algún restorán chino de tenedor libre. Intoxicaciones con hamburguesas de pollo por un lado, mugre y personal en virtual estado de esclavitud por el otro.
–¿Qué les pasa a los porteños, les agarró el berretín de ser californianos? Hace no muchos años, a nadie se le hubiese ocurrido entrar en esos comederos gigantes, no hubiesen arrastrado ahí a un habitante de esta ciudad ni bajo amenaza de excomunión.
–Incógnitas de la mente humana, ahí los tiene devorando unas hamburguesas que son como de plástico y atragantándose con papas que parecen freídas en vaselina.
–¿Y qué me dicen de esos comederos chinos? Cientos de personas amontonadas y empujándose igual que ganado, arrojándose como angurrientos miserables sobre las fuentes de alimentos que vaya a saber lo que contienen.
–Hay que reivindicar los viejos bodegones porteños. No se conoce ningún caso en la historia de que alguien se haya intoxicado con pollo podrido. Mi abuelo iba a los bodegones; mi papá iba a los bodegones y a mí me llevaban desde chiquito. Después de la teta de mi mamá, la primera comida sólida fue puré de un bodegón. Y acá me tienen, nunca tuve problemas, ni siquiera un resfrío.
–Además los bodegones están hechos a escala humana, quince, veinte mesas. En un bodegón uno se sienta y sabe que las papas fritas tardan un poco porque las cocinan como corresponde, las están haciendo para uno. A ningún dueño de bodegón se le va a ocurrir poner la foto del mozo del mes, porque corrió como un loco para andar sirviendo esas cosas que no se sabe qué son. Lo que sí puede poner es la foto del mozo que trabajó 30 o 40 años ahí, como el caso de Minguito en el Tronío de la calle Reconquista, que todos hemos conocido.
–Y ni hablar de la familiaridad y la confianza mutua del propietario con su clientela. El dueño de un bodegón prefería perder una muela antes que un cliente. Te conocía los horarios, sabía qué mesa gustaba, te la reservaba, y si cambiabas de ubicación te preguntaba: “¿Qué le pasó, se levantó raro hoy?”.
–Hablando de mesas, cuando era estudiante almorzaba en un bodegón y había una piba que me gustaba. El patrón se dio cuenta y poco a poco, día a día, fue colocando nuestras mesas cada vez más cerca, hasta que un mediodía nos encontramos almorzando juntos. Y acá me ven, felizmente casado desde hace treinta años.
–Ojo, que no sólo se trata de personas atentas y discretas, también tienen su carácter y sus principios. Me acuerdo una noche en que andaba con el estómago a la miseria porque había estado mezclando bebidas y dejé los fideos que había pedido, prácticamente sin tocarlos. El patrón vino a la mesa y sin levantar la voz, pero muy firme me dijo: “Yo le avisé que estos fideos los amasa y los cocina mi madre”. Entendí el mensaje, así que tuve que hacer un esfuerzo, me comí el plato entero y después fui a la cocina y le pedí perdón a la señora mamá del propietario.
–Y los mozos. Por empezar, todos filósofos recibidos en la Escuela de Atenas. Y también ellos con su personalidad, como corresponde. Me acuerdo de una vez que pedí queso y dulce de postre. Me descuidé, comí todo el queso y me quedó la mitad de dulce. Pedí un poco más de queso para acompañar. Me volví a descuidar y esta vez me comí todo el dulce. Entonces pedí dulce una vez más para emparejar. El mozo me lo trajo, apoyó el plato con mucha determinación sobre la mesa, me miró serio y me dijo con un tono que no admitía réplica: “Cómame parejo, por favor”.
–Eficiencia, principios, carácter y también, esto hay que destacarlo, gran cortesía. Me acuerdo que a veces, terminada la cena, me llevaba un tubo de vino para seguir tomando un par de vasos en casa. Y había que ver al mozo esmerándose para envolvérmelo de manera de que no se notara que se trataba de una botella, sino que pareciera un ramo de flores. Son gestos de una delicadeza cuyo recuerdo te acompaña toda la vida.

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