Con previsión
digna de elogio, peronistas y radicales, más un surtido impresionante
de contestatarios de diverso tipo están preparándose
para el 15 de octubre cuando, suponen, el gobierno delarruista se
desplomará porque nadie tendrá interés en sostenerlo,
mientras que un gobierno de unidad nacional, encabezado por ellos,
gozaría del apoyo de casi todos, lo cual le permitiría
al país por fin superar la crisis y avanzar a paso redoblado
hacia un futuro mejor. ¿En verdad? Claro que no. Si el desbarajuste
fuera producto de nada más grave que la falta de carisma
de Fernando de la Rúa y el odio que sienten ciertos radicales
por Domingo Cavallo, el reemplazo del equipo actual por otro más
activo podría galvanizar al país, pero puesto que
las causas de sus desgracias son un tanto más profundas,
a esta altura sólo serviría para crear un grado de
confusión aún mayor que el existente.
La clase dirigente ha perdido credibilidad porque la política
se ha convertido en una actividad autónoma que está
totalmente desvinculada de la administración del país.
Al triunfar, el ya ex candidato a presidente entra en un mundo que
no tiene nada que ver con el inventado por él y por sus adversarios
durante la campaña. Para apropiarse de pedacitos de poder,
los políticos, asesorados por expertos en publicidad, se
creen obligados a prometer repartir bienestar u honestidad o buenas
ondas, pero en cuanto llegan a su meta descubren que las arcas están
vacías, hay pobres por todas partes, los acreedores (la mayoría
de los cuales son argentinos) no quieren prestarles más y
que ninguna institución funciona como es debido. Para salir
del brete, se ponen a acusar a sus antecesores de haberlos engañado
dejando al país en llamas después de saquearlo para
entonces procurar aferrarse a la ortodoxia financiera que es la
única tabla de salvación a la vista. Es lo que le
sucedió a Raúl Alfonsín luego de su primera
etapa lírica, a Carlos Menem y a De la Rúa. Con toda
seguridad experimentaría una metamorfosis idéntica
cualquier sucesor concebible, trátese de Carlos Ruckauf,
Eduardo Duhalde, Elisa Carrió o Luis Farinello. Incluso si
uno optara por intentar algunos cambios revolucionarios, sustituyendo
el modelo por otro de confección casera, tendría que
hacerlo dentro de los límites impuestos por el estado del
país, inconveniente que aprovecharían sus rivales
para endosarle la plena responsabilidad por la miseria y otros males
que, es innecesario decirlo, seguirán presentes mucho tiempo
más aun cuando el país contara con un gobierno de
arcángeles de eficiencia fenomenal.
|