Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


�El teatro siempre debe ubicarse en el lugar de la desobediencia�

El director Raúl Serrano estrena hoy �El solitario de la provincia flotante�, una ficción histórica en que Juan Bautista Alberdi cruza diálogos sobre la Argentina con figuras del nivel de Mitre y Sarmiento.

Por Hilda Cabrera

“Alberdi murió en una clínica psiquiátrica en Francia, hablando solo. Esa situación me perseguía. Imaginé que podría estar discutiendo con Mitre y con Sarmiento”, dice el director Raúl Serrano, refiriéndose a las inquietudes que lo llevaron a escribir la obra que estrena hoy en su Teatro del Artefacto, de Sarandí 760. Se trata de El solitario de la provincia flotante, pieza que también dirige. El solitario es aquí Juan Bautista Alberdi (1810-1884), político y hombre de leyes, autor de Las Bases para la organización nacional (1852) y de artículos literarios y satíricos (firmados algunos bajo el nombre de Figarillo) y de textos polémicos como los escritos en contra de Sarmiento. En cuanto al territorio flotante, es el del exilio, “la provincia más importante de la Argentina”. Situación por la que atravesó Alberdi, exiliado primero en Uruguay y Chile y después en Europa.
Aunque de modo diferente, también Serrano supo de lejanías. Tucumano (como Alberdi), partió de su provincia siendo muy joven, después de iniciarse en el teatro, escribir varias piezas, fundar una sala y desempeñarse como periodista en La Gaceta. En diálogo con Página/12, recuerda su primera obra, El alma de madera (“sobre una leyenda ingenua pero poética”), donde trabajó otro tucumano que alcanzó prestigio internacional. Era Víctor García (1934-1982), quien se fue de la Argentina en 1958 y previo paso por Brasil se instaló en Europa, realizando celebradas puestas para la compañía de la artista catalana Nuria Espert y el Teatro Nacional Chaillot de París. Serrano recuerda que en aquellos primeros años de la década del 50 Tucumán contaba con 16 elencos y había reunido en torno de la Universidad a talentosos profesores y artistas. “El director era medio facho, pero ningún idiota”, apunta.
“Me fui de la Argentina en 1957, cuando me incorporé a un elenco que llevaba cuatro obras al Festival de Teatro Independiente de Moscú”, recuerda. “Viajaban Cipe Lincovsky, Carlos Gandolfo, Marta Gam. La idea era seguir de gira por Europa, pero Gandolfo y yo caímos atacados de fiebre asiática. Cuando mejoramos no teníamos adónde ir. Nos dieron a elegir entre quedarnos 15 días en Tirana o 30 en Bucarest. Nos decidimos por esta última: significaba más días de comida.” Serrano permaneció diez años en Rumania, obtuvo becas, trabajó como traductor y montó obras. Después le ofrecieron dirigir en los teatros oficiales: “Entre esa propuesta y volver al teatro de La Peña ‘El Cardón’ de Tucumán no dudé”, dice. Pero volvió, “por razones personales y porque la situación bajo el gobierno de Ceacescu se puso muy mala”. Regresó a su provincia, y partió de nuevo para radicarse en Buenos Aires. La elección de Alberdi para su obra no es gratuita: Serrano sabe bien qué significa pertenecer a una territorio flotante: “Uno sabe del país interior cuando vuelve”, sostiene.
–¿Qué problemas plantea llevar a la escena a un prócer?
–Por un lado está el modelo cultural con el cual se lo compara y, por otro, el de los prejuicios, míos y de los demás. En El solitario... no aparece solamente Alberdi, también están Sarmiento y Mitre. Se plantea además la disyuntiva de si es imprescindible o no elegir a los intérpretes por su parecido físico con el personaje. Otro asunto difícil es saber si uno puede enfrentarse a una situación en la que seguramente se ganará enemigos, porque estos personajes no son los tradicionales. Ellos pelean por posiciones que hoy se definen claramente a favor de Alberdi.
–¿Esa mirada a posteriori no tergiversa de modo disparatado la historia?
–La mirada sobre el pasado es siempre conflictiva. Hay categorías que, aunque se aplicaron, no corresponden, como la de calificar de feudales a algunos personajes históricos de América latina. El solitario... es polémica. Pienso que Alberdi no estaba tan distante de Sarmiento y Mitre, pero mientras Sarmiento se pasó a la oligarquía porteña y colaboró con el poder real, Alberdi seguía soñando con restablecer la federación de gobernadores del interior y construir un país más federal. Yo empecé a entender mejor el enfrentamiento entre federales y unitarios cuando me puse a leer en profundidad a Alberdi. El vio claramente que tendríamos una capital comparable a Europa, y el resto sería un país desierto. En la obra los personajes atacan y se defienden. Sarmiento le reprocha a Alberdi haber elegido el cómodo exilio mientras él debió quedarse para luchar en contra de los bárbaros y de la incultura. Y es verdad. Yo tenía reparos sobre este tema, pero lo consulté con David Viñas y él me dijo: “Poné sin asco que Alberdi era un cagón”. En ese mismo encuentro imaginario, Mitre alega que debió unificar el país, y Alberdi le pregunta a qué precio. Esos eran, entre otros, los grandes temas del momento. La mayor dificultad fue convertir en diálogos las ideas de estos próceres, que incluyo a través de citas extraídas de sus libros y cartas.
–¿Qué pasa en el teatro con la tentación de enjuiciar?
–Hay que evitarla no sacralizando las categorías, sino ensanchándolas. El encuentro de estos personajes es lo más político de la obra, que no es lineal. Para eso introduje juegos escénicos. En algunas escenas Alberdi no sabe si está hablando realmente con Sarmiento y Mitre. El recurso se lo robé a Shakespeare. Esos personajes nunca estuvieron juntos, pero quise ponerlos a dialogar sobre un tema común, la organización del país.
–¿Qué propone a través de ese diálogo imaginario?
–Algo distinto a la propuesta posmoderna de que todo es igual. No es un espectáculo que baje línea o ensalce. Ricardo Piglia tiene una frase que utilizo para presentar la obra: “Es necesario meterse en los desvaríos de Alberdi para comprender a la Argentina.” Y yo me meto en esos desvaríos, y elijo preguntar. Me parece que eso es hacer teatro político hoy.
–¿Cómo eligió a los intérpretes?
–Son ex alumnos míos. Esto me da mucha libertad para investigar, y si fuera necesario borrar el trabajo y empezar de nuevo. Cuando se dirige un elenco profesional hay que presentarse con todo armado. Uno no puede equivocarse. No niego que sea interesante, pero prefiero este otro camino. Por suerte, mi escuela de actuación va bien. Es el lugar desde el cual me expreso e intento armar, aunque sea mínimamente, una política cultural.
–¿Cuál es hoy el lugar del teatro?
–Sé cuál es mi pretensión: que el teatro establezca un diálogo con lo que pasa en la calle. Recuperar esa comunicación que tuvo el teatro argentino me importa más que la estética. En nuestra historia hubo ejemplos muy diferentes. El teatro independiente fue extranjerizante, pero con una intención social que acercó a la gente. Teatro Abierto fue otro caso: una respuesta coyuntural que tuvo mucho impacto, aunque no todas las obras hayan sobrevivido. Me interesa la tradición del teatro popular, más allá de las modas. La función del arte en la sociedad fue muy diversa. En primer lugar, creo que debe expresar una interioridad sensorial y conceptual, porque el resto es añadidura y depende del contexto social. El arte ha sido usado como ceremonia cultural, como arma política y negocio. En ese espectro el teatro se ubica en el lugar de la desobediencia. No niego que yo mismo pasé por el realismo socialista y por la necesidad de incorporar el arte a la lucha política, algo de lo que no me arrepiento. Pero admito que muchos de los que estábamos en eso no entendíamos bien de qué se trataba. Hoy creo que la manera de no estar al margen es afinar la interioridad, del corazón y de las ideas, y no, por ejemplo, conocer un informe político y decidirse a escribir una obra teatral sobre eso.

 

 

PRINCIPAL