Por Julio Nudler
Lo más fácil está hecho: ponerse de acuerdo en que �el modelo está agotado� y no tiene salvación. Aún faltaría saber cuál otro debería sucederlo, y cómo se haría el tránsito del actual al futuro, porque una bomba como ésta hay que saber muy bien cómo desactivarla si se quiere evitar que explote. Además, la Argentina no parece tener adónde volver porque el pasado �aunque se lo quiera idealizar� está lleno de lacras, aquellas que desembocaron en la hiperinflación. Esta es la razón del miedo que provocan algunas propuestas. ¿Salir de la convertibilidad sería volver a las devaluaciones y la inflación? ¿Proteger la producción nacional convertiría de nuevo al consumidor en cautivo del desaprensivo industrial argentino? ¿El repudio al ajuste implicará un retorno al déficit fiscal desenfrenado y a todos los abusos que han estado saliendo a la luz?
En este momento, cuando baja el riesgo país, suben las reservas y están retornando los depósitos puede sentirse la tentación de redimir el modelo, como lo hacen todos sus partidarios, de Domingo Cavallo a FIEL, pasando por cualquier economista liberal y proestablishment. Sin embargo, lo único cierto hasta ahora es que la convertibilidad sólo pudo mantenerse a flote, y habrá que ver por cuánto tiempo, gracias a un nuevo paquete internacional de sostén, que implica más deuda y no demuestra que la economía haya ganado sustentabilidad.
Una opción, por tanto, es esperar que la inviabilidad del modelo, a pesar de los esfuerzos por rescatarlo, acabe por hundirlo, y que una nueva política económica se construya sobre sus ruinas, o sus cenizas, como sugiere el Plan Fénix. Mucho más difícil es derribarlo antes de que se caiga solo, o acelerar su derrumbe mediante señales que precipiten un golpe de mercado. Hasta ahora no está demostrado que desde el poder político alguien sea capaz de decidir, por ejemplo, la ruptura de la paridad con el dólar, adelantándose a una crisis cambiaria que parece irremediable, salvo que el dólar mismo empiece a depreciarse velozmente.
La pregunta central que cualquier propuesta debe contestar es cómo se vuelve a crecer. El agotamiento del modelo consiste precisamente en su incapacidad de generar crecimiento. Este implica más inversión, más consumo, más exportaciones, y no hay ninguna manera simple de garantizar de antemano que esos motores apagados vuelvan a encenderse. La política económica sólo crea condiciones y emite señales, pero habrá que ver cómo reaccionan los verdaderos actores de la economía, desde las multinacionales hasta el consumidor. El voluntarismo ayuda poco en esta tarea.
Cualquiera puede escribir en su programa que desdolarizará y desindexará las tarifas públicas, pero lo real es que si llega a ser gobierno deberá sentarse a negociar con los grupos transnacionales que controlan los servicios en el país. Nadie heredará una hoja en blanco, sino una configuración del poder económico que se instaló durante años y que no va a echarse a temblar ante un discurso de barricada.
Es verdad que a ninguno, mientras no esté en el gobierno, se le puede exigir que defina con precisión los instrumentos con que va a implementar las ideas generales que proclama. Pero eso mismo obliga a desconfiar de la eficacia de cualquier programa. Y es preocupante notar que los críticos del modelo omiten ciertas cuestiones que pueden parecerles impopulares. Sería bueno que también ellos valoren la prolijidad fiscal, que critiquen a los ñoquis y al gasto político inflado, y recuerden cómo fueron desvirtuados en el pasado los regímenes de promoción industrial o el crédito manejado por una banca pública corrompida.
En política �y también en la económica� lo acostumbrado es que cada cual se saltee lo que no le conviene, aunque sin arriesgarse a negarlo. Nadie va a escuchar a un economista del establishment condenando a los ricos por sus maniobras para evadir impuestos, ni a las multinacionales con sus manipulados precios de transferencia, ni a los tremendos abusos de la banca y las AFJP, ni a la corrupción generada por sectores quedefienden sus precios monopólicos. Frente a la tentación de proponer grandes transformaciones, quizá resultase más efectivo y realizable lograr que los medicamentos cuesten en la Argentina lo mismo que en España, o sea 80 por ciento menos. ¿Por qué ninguno se ocupa de estas cosas?
¿Por qué los economistas �salvo raras excepciones� hablan tan poco de la educación, de la ciencia, de la tecnología? ¿Por qué nunca se refieren a la cultura? Lo que no queda claro es qué país creen posible, porque definirlo implica excluir otros perfiles y ganarse enemigos. Este modelo agotado, del que formó parte la idea cavallista de que los científicos debían ir a lavar los platos, también implicó desentenderse del problema de buscarle un rol a la Argentina. Ese trabajo se lo dejaron a los capitales que vagaban por el mundo emergente, mientras el país contraía deuda para que todo el esquema funcionara aceitadamente.
Otro tema al que resulta engorroso referirse desde la oposición es el sindical, e incluso el del salario y las condiciones laborales. Más sencillo es sugerir que todo será resuelto por un nuevo modelo, que permitirá volver a crecer. Pero la verdad es más complicada porque el punto de partida es una altísima desocupación estructural y un gran deterioro en la capacitación de la mano de obra. Establecer un generalizado subsidio al desempleo exige, además de conseguir los recursos fiscales para costearlo, evitar el fraude, el desaliento a buscar trabajo y otras cuestiones antipáticas. ¿Cómo va a garantizarse todo eso? Tampoco es simpático admitir que la Argentina no puede cortarse sola, que es una economía pequeña, ínfima frente a Estados Unidos, la Unión Europea o Japón, y que debe negociar cada movida. Y que por tanto la política a aplicar efectivamente estará supeditada a esa negociación.
En todo caso, afirmar que este modelo está agotado y que otro modelo es posible sirve para romper ese discurso de único camino posible con que desde 1991 se descalificó toda alternativa y se viene negando, incluso en este estado de interminable depresión, el fracaso de la impuesta. ¿Será posible que en esta historia de horror no haya ningún culpable?
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