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Para bielsa, el publico alento como nunca
Con qué clase, maestros

Una multitud que dejó más de un millón y medio de pesos �record absoluto- acompañó las alternativas de un partido que se reservó las alegrías para el final. Los jugadores dedicaron el triunfo a la gente y la gente lo sintió propio.

Por Facundo Martínez

La expectativa era enorme y se notaba. Ocho menos cinco salió el equipo argentino acompañado con una marcha épica de fondo y una lluvia de papeles, globos y cintas que, sumados al griterío de la gente, les dieron una cálida bienvenida. Los jugadores aparecieron con un atuendo inusual. Por encima de la celeste y blanca, una camiseta con la inscripción “Defendamos la educación pública”. Un claro mensaje de un grupo de futbolistas que querían ganar este partido para darle un poco de alegría a la gente, tal como lo habían remarcado durante toda la previa. La presentación fue señorial, pero enseguida se fue aplacando, quizá por el frío, quizá porque todavía faltaban algunos minutos para comenzar el superclásico, y a ello estaban sujetas las expectativas. Apenas el clásico murmullo futbolero se escuchaba de a ratos hasta el inicio del encuentro.
Con el pitazo del árbitro suizo (el único neutral, obvio) surgió la primera descarga. De arranque apareció el ole, mucho antes que el fútbol. El grito se propagó, por más que las jugadas no lo merecían. Pero ahí nomás llegó el gol de Brasil, Ayala en contra, que fue como un baldazo de agua que sorprendió y comenzó a hacer sentir el frío penetrante de la noche. La gente se fue silenciando, como si la selección no estuviera a la altura de toda la palabrería previa. Un cabezazo del Cholo Simeone volvió a generar complicidad entre el equipo y el público, que empezó a gritar empujado por el gesto del volante que levantaba los brazos implorando más aliento. Pero Argentina perdía, no encontraba el camino, y eso volvió a opacar el contexto. El equipo de Bielsa estaba impreciso, raro, también la gente, que esperaba algo más del puntero de las Eliminatorias. A esa altura, los gritos tenían más que ver con las intervenciones del árbitro que con el juego mismo. Claro que los muchachos de abajo no contagiaban nada.
“Ponga huevo que ganamos”, se oyó apenas comenzó el segundo tiempo. Y el equipo captó el mensaje. Desde el inicio nomás, se mostró más decidido y claro en la ofensiva. Con Ortega en la cancha la gente se endulzó, pero la ilusión de un triunfo parecía disiparse. Entonces, el público volvió a tomar protagonismo, pero ahora para abuchear los errores del Piojo y a festejar algún que otro chiche aislado del Kily y Ortega. Con el gol de Gallardo, renació la euforia, aparecieron los papelitos y hasta una que otra bengala roja. Otro gol y éxtasis. Para la mayoría el 2-1 fue un gran festejo, pero en la cabecera alta que da a Figueroa Alcorta un grupo importante de hinchas se daban y daban trompadas, abriendo un hueco gigante en la tribuna. El tiempo de Brasil se iba acabando. Argentina volvió a mostrarse soberbia. Otra vez un toque y un ole, el juego no permitía mucho más. Igual, mucho no importaba.
Ahora sí: “Y siga siga el baile...” y “Borombombom/el que no salta/no va a Japón”, fueron los hits preferidos. El suizo pitó el final. El grupito de brasileños, que no había dejado de gritar, fue devorado por el silencio. Para Argentina, sólo sonrisas. Los jugadores y los alcanzapelotas, abrazados en el centro de la cancha, festejaron el triunfo más que la clasificación. No era para menos. Después de tanto sufrimiento ganarle a Brasil sobre la hora...

El real, otra vez devaluado

Por Julio Nudler

¡Qué lindo es darlo vuelta, sobre todo cuando nadie lo espera! Mucho mejor que empezar y terminar ganando. Es como si, de pronto, después de tantos años de malaria y ajuste, todo el país comenzara a florecer y hasta el más humilde de los argentinos pasara a revolcarse en la abundancia. Anoche, mientras Argentina seguía en cero, uno pensaba en que podía tratarse de una cláusula secreta impuesta por el Fondo en el último acuerdo, como el déficit cero. Después, cuando empató Gallardo, uno pasó a creer en la revancha de Cavallo, que se empecina en el 1 a 1. Pero eso hasta que Cris optó por devaluar el real, dejándolo 1 a 2 frente al peso.
¡Estos brasileños no tienen remedio!
Los muchachos de Bielsa decidieron ganar porque saben que acá, para sufrir, la gente no necesita ir a la cancha. Y que a los argentinos ya no nos hace falta que nos bajen del caballo. Que no es justo que el mundo sólo tema nuestra cesación de pagos, y que además nos condene a la cesación de goles. Por eso, aun notándose la ausencia de Verón, Dios resolvió invertir el marcador, castigando de paso la mezquindad brasileña. No hay derecho a que el fuerte juegue a defenderse del débil. Para eso están Estados Unidos y Europa.
Es verdad, a todo esto, que los argentinos tenemos a nuestros mejores jugadores afuera, pero éstos por lo menos vienen de vez en cuando para ponerse la camiseta de la selección y entretener a los compatriotas. La plata también está afuera, pero ésa no vuelve nunca. Prefiere seguir ciñéndose su casaca negra y mirar el partido desde la tribuna. La plata piensa que es mejor el off shore que el off side.
El triunfo de anoche confirmó la supremacía argentina. En las eliminatorias para el Mundial 2002 les llevamos a los brasileños como 14 puntos, pero eso no es nada. En el riesgo país les sacamos casi 500 de ventaja. No les va a resultar nada fácil alcanzarnos. Tampoco podrán darnos caza en cuestión de deuda: ¿qué son los 1400 dólares que debe cada brasileño contra los 3900 de cada argentino?
Además conservamos la reconocida ventaja cultural y ética. Si no, mirar la tapa de ayer de Olé. En ella, una muchacha negra casi desnuda, que se supone la representación de Brasil. Y, como sutil y sugerente título, una refinada pregunta: “¿Qué tenés que hacer esta noche?” Se presume que el desprejuiciado macho nacional consumó anoche el acto de posesión.

 

Cuando falló el Plan B

Por Martín Granovsky

A las siete, hora de Nueva York, ocho en Buenos Aires, el economista jefe de Woodys reunió a su equipo y, tras pedir discreción, anunció:
–La Casa Blanca aplicará Plan B. En menos de dos horas sabremos el resultado.
Fue recibido por caras largas en el piso 88 de las torres gemelas.
–Disculpe, jefe, pero nos habían prometido el Plan A. ¿Qué pasó en el medio?
–Se lo pregunté a O’Neill. Fue reconsiderado. Y punto. Pero, ¿de dónde sale tanto interés de ustedes?
–¿La verdad, la verdad? Estamos haciendo nuestra tesis de doctorado sobre la toma de decisiones en medio de una recesión larga. Queríamos saber qué pasa cuando una ilusión fugaz se mezcla con la percepción de que las cosas no van a desbarrancarse pero tampoco estarán francamente mejor.
–Difícil de entender.
–Bielsa también es difícil de entender. Y le va bien.
–Más o menos: muestra lo que es el Estado argentino con el reino del pluricontrato. Si no le alcanza con la Sigen, que escriba poesía, pero que se olvide de la selección.
–Ya escribe poesía. El de la selección es el hermano.
–¿No les digo? Nepotismo. Hay que aprender de Burgos.
–Hace unos minutos que está destruido. Fue a buscar dentro del arco el cabezazo en contra de Ayala.
–No hablaba de fútbol sino de blues. Burgos es una mezcla de Gatti y Pappo. Eso necesita la Argentina. Productos nuevos.
–Tiene. Acaban de decirme por teléfono que en la transmisión argentina hay propaganda de una moneda paralela, los patacones. Jefe, no nos explicó por qué a la Casa Blanca hoy le interesa más Brasil.
–Puro cálculo. Para que la Argentina sufra un poco más. Total, los brasileños ya sufren bastante aunque lo disimulen bailando. Por el desastre energético no pueden usar heladera todo el día, las lámparas de bajo consumo parecen farolitos chinos en las casas y los quiero ver con el aire acondicionado cuando venga el calor.
–¿Así negociaremos el cuatro más uno?
–Ni más ni menos. ¿Recuerdan el “Uno para todos, todos para uno”? Bueno, lo mismo pero sin la primera parte. No queremos del otro lado una selección del Mercosur –dijo el jefe mientras leía el papelito que le pasaba su secretaria–. Ya está, terminó todo. La Casa Blanca está asombrada porque dice que hace casi dos horas que Alfonsín no pelea con Baylac, nadie le pregunta a Duhalde por un gobierno de unidad nacional, De la Rúa no da discursos por cadena mostrando ímpetu con el brazo derecho y Cavallo no habla del déficit cero.
–¿Y el partido?
–Dos a uno.
–Arriba Brasil, obviamente.
–No. Ganó la Argentina.
–¿Plan B no era por Brasil y A por Argentina?
–Sí, muchachos. Fracasamos. Hay un solo terreno donde lo que va mal tiene grandes chances de terminar bien. Definitivamente es más fácil manejar el riesgo país que el fútbol. Suerte con la tesis.

 

Ficaron quenchis

Por Mario Wainfeld

La victoria mais gostosa que se recuerde contra Brasil (sin contar la de ayer) ocurrió en el Mundial del ‘90, en Italia. Argentina tenía un equipo berreta y amarrete (donde desentonaban, por su finura, Diego Maradona y Claudio Caniggia) que sólo aspiraba al empate y a la clasificación por penales. Brasil era un equipazo. El partido se planteó como de ida e ida: todos los caminos conducían al arco argentino. Era un baile, toque y toque, tiros en los postes. Hasta que (el lector futbolero lo sabe) Diego inventó un jugadón, un pase espléndido, Caniggia gambeteó al arquero. Golazo. Todos a colgarse del travesaño. Nos siguieron bailando, pero sin llegar a nuestra red. Ganamos uno a cero y Brasil de vuelta a casa.
No debe existir mejor forma de ganar los clásicos: con el adversario caliente, tras haber acariciado el éxito. Dejándolo pleno de argumentos y de merecimientos pero con el orgullo (por así decirlo) bien roto. Así debe ser, con el clásico rival, ni justicia.
El fútbol es un actividad de pura identidad, la única en el mundo en que jamás se cambia la divisa de la infancia. Ni la derrota, ni el escarnio, ni el fracaso justifican cambiar la camiseta. Y la identidad en eso de tratar bien o mal a la pelota, como otrora ocurría en la política (y no nos iba tan mal) se define eligiendo adversarios ilustres, poderosos con los que confrontar. Uno se valora, al fin, por la calidad de sus enemigos. Y los nuestros –si de fútbol se habla– son dos países que, en los albores de la nacionalidad, fueron aliados contra nuestros ejércitos: Brasil e Inglaterra. Inglaterra no es tema hoy: ya los agarraremos en el Mundial, si clasifican.
En cuanto a nuestros hermanos del Mercosur es claro que los admiramos jugando a la pelota. Reverenciamos su destreza, las gambetas de sus delanteros, esa pléyade de marcadores de punta que gambetean, patean al arco, abren la cancha y a veces hasta marcan (de los que Roberto Carlos y Cafú son digna continuidad), la dinamita no exenta de sutileza con que el último artillero del último equipo de Brasil shotea los tiros libres. Hasta hay más: en un Mundial, el de México 70, pudimos hinchar por la mejor selección de todos los tiempos: la de Brasil con Pelé, Tostao, Rivelino y Gerson, para empezar. Argentina se había mancado en las eliminatorias y –despojados de hinchismo– pudimos ser (en la primera Copa que se transmitió acá en vivo y en directo) torcedores sin culpa.
Pero ese reconocimiento de la clase ajena cesa cuando se juega el clásico. O, por mejor decir, ese reconocimiento hace más gloriosas noches como las de ayer en las que por decirlo con la mayor delicadeza posible... Perdone, lector, no hay forma de decirlo de la forma más delicada posible.
El tamaño del adversario potencia la victoria propia, hace más tonante su caída y hace orbitar a toda altura el orgullo de ser su verdugo. El partido de ayer, que comenzó con un gol asombroso, que se jugó en desventaja casi todo el tiempo y que ganamos merced un gol de cabeza hecho por un petiso y otro en contra, se parece bastante al sueño del pibe. Les ganamos como se debe, tras ir en desventaja, casi sobre la hora. Tal vez faltó un detalle para completar el disfrute. Es que en el segundo tiempo, Orteguita, Vivas, Crespo y Kily mediante, no jugamos tan mal como, por ejemplo, en Italia 90.
Nada cambia por un partido de fútbol, pero no está mal que por un rato, muchos sientan que gritar Argentina no es un papelón y que tienen –al menos para eso– una identidad que se enraiza con la historia, que se liga al pasado y se proyecta al futuro.
Para los que pierden todo es diferente, letal. “La derrota de la selección nacional –tienen escrito los sociólogos Rubén Oliven y Arlei Damo– son situaciones particularmente propicias para hablar del ‘alma nacional’. ‘¿Por qué perdemos?’ es la pregunta que todos se hacen, exigiendo una respuesta (...) En el fondo esa es una discusión sobre la identidad brasileña”. El lector dirá ¿a qué viene esa cita del otro lado del mostrador? En parte a recomendar el texto de los dos mencionados brasileños (Fútbol y cultura, ed. Norma) que tiene un par de ideas interesantes. Pero, sobre todo, a darles un pequeño consuelo a ellos, una mínima reparación. Por que ayer, señoras y señores, los sociólogos brasileños de la cita se deben haber ido a la cama, como cualquier otro de sus compatriotas, ilustrado o lego, teórico del fútbol o torcedor. Quenchis, bien quenchis.

 

Arigató, Marcelo

Por Carlos Polimeni

Una idea hiperfutbolera, que se atribuye al argentino Alfredo Di Stéfano, afirma que los partidos hay que jugarlos, pero las finales hay que ganarlas. Por eso, si se pierde una final no hay nada que festejar, aunque se haya jugado más o menos bien. Por eso, si se gana una final, siempre habrá justificación para el festejo, aunque se haya jugado regular (jugando mal no se ganan finales). Que a nadie engañe el hecho de que el seleccionado argentino estaba clasificado para el Mundial 2002 cuando comenzó el partido de anoche: enfrentar a Brasil siempre es disputar una final. Y ganarle, una fiesta. Por eso nadie se quería mover del Monumental cuando concluyó el partido. Por eso los jugadores festejaron como nunca lo habían hecho en las eliminatorias. Al fin y al cabo, derrotar a Brasil jugando limpio está en el ABC de los sueños de todos los que alguna vez, por cualquier circunstancia, tuvieron el honor de transpirar una camiseta de fútbol.
El segundo punto respecto a ganar es cómo ganar, con que herramientas, con qué fidelidades. Y al respecto, hay otra cosa que festejar: Argentina ganó el partido, pese a no haber jugado bien, con un notable respeto por su modo histórico de asumir el fútbol, esa filosofía rea de apostar a los que saben cuando las papas queman. El gol del empate fue una postal del modo en que el equipo buscó dar vuelta un resultado incómodo y a su modo injusto. Ortega arrancó de la derecha hacia el medio. Puso la pelota contra el piso. Amagó abrirla hacia su derecha. Desequilibró a los rivales. Cambió la pelota hacia el medio. Por atrás de Crespo, Gallardo se zambulló hacia el gol. Los grandotes brasileños parecían haberse puesto zapatos de buzo. Ortega y Gallardo eran los jugadores a los que Marcelo Bielsa había apostado para ganar el partido. Los dos miden menos de 1.70. Los dos son, hasta los tuétanos, productos de la mejor escuela del fútbol argentino: petisos cuyo coraje consiste en pedir la pelota y gambetear mientras vuelan las patadas, los codazos y suenan sinfonías de insultos de los impacientes.
Argentina no jugó bien durante los 90 minutos, pero supo cómo intentar jugar bien, y con eso le alcanzó. Extrañó a Verón, se dio cuenta de que a Aimar le faltan partidos internacionales, se preguntó si es necesario que Burgos salga como sale, esperó en vano que el Piojo López afinase la puntería, fue rondada por el fantasma de un Riquelme siempre ausente, se preguntó una vez más si Crespo y Batistuta no pueden jugar juntos, pero simultáneamente se consolidó anoche como un equipo con la madurez necesaria para imponer respeto al equipo más respetado de la historia del fútbol. Brasil, que siempre te mete miedo, terminó atemorizado por un adversario al que había embocado de entrada. Darle vuelta un partido a Brasil, equipo que, desde que un tal Jules Rimet era alguien conocido se agranda cuando se pone en ventaja, ha sido casi una utopía en la historia del fútbol. El seleccionado argentino hizo anoche lo que Inglaterra hizo el sábado al ganarle en Munich 5-1 a Alemania a la que no había vencido de visitante en un siglo: demostrar que la historia sigue escribiéndose. Que no es sólo aquello que pasó sino también esto que está pasando.
Este equipo de fútbol que le ha dado a la gente muchas más alegrías que el gobierno de la Alianza no sería lo que es de no ser por Marcelo Bielsa, que le ha ganado la pulseada a medio planeta futbolístico. Los que tienen memoria futbolera saben que jamás en la historia se hizo tan simple el camino argentino hacia un mundial mediante Eliminatorias. Los que sufrieron el 0-5 contra Colombia en 1993 o aquella clasificación de 1985 con un gol agónico en el Monumental ante un modesto equipo peruano valorarán, lo digan o no, la comodidad de este paseo épico rumbo a 2002. Si Argentina hubiese perdido anoche en un Monumental repleto nadie podría haberle reprochado algo en serio a Bielsa, porque el objetivo de poner alequipo en Japón-Corea ya estaba cumplido. Pero Argentina ganó haciendo lo que mejor sabe y lo que más le gusta, que es terminar el partido con el estadio completo gritándole el humillante “Ole, ole, ole” a unos jugadores de camiseta amarilla que cuando están en ventaja siempre te gozan haciendo como que no.
Marcelo Bielsa, que es “El loco” pero no come vidrio, ya sabe que en japonés gracias se dice arigató. Eso decimos esta noche de primavera millones de argentinos que seguimos soñando con un país en serio construido sobre las ruinas de un modelo que agoniza: arigató, bravos muchachos que corréis como demonios detrás de una pelota, intentando dar un cacho de alegría a las multitudes de salarios y esperanzas recortadas.

 

PARAGUAZO.
Chilavert y su ballet

El implacable Paraguay, que ha ganado sus últimos siete encuentros jugados por Eliminatorias en Asunción, liquidó anoche sin piedad a un disminuido equipo boliviano, que tras ponerse imprevistamente en ventaja terminó desbordado por los locales. Dos goles de cabeza Cardozo (Foto) y un tiro libre de Chilavert –tercer gol en la serie– dieron la pauta de la superioridad de los de Markarian. Paraguay derrotó por 5-1 a Bolivia por la decimoquinta jornada de las eliminatorias sudamericanas y quedó prácticamente clasificado. Los goles del equipo paraguayo fueron obra de José Cardozo (m45 y 89), ambos de cabeza, Carlos Humberto Paredes (m.33), Roque Santa Cruz (m69) y el arquero y capitán José Luis Chilavert (m49), de tiro libre. Los bolivianos se habían puesto en ventaja en el minuto 15 por medio de Líder Paz, tras un veloz contraataque. Con su triunfo, Paraguay se consolidó en el segundo lugar con 29 puntos, y se situó en el borde de la clasificación. El encuentro se disputó ante poco más de 25.000 espectadores, y a las órdenes del árbitro venezolano Luis Solórzano, quien expulsó al boliviano Richard Rojas.

Hay pánico en Colombia
Ecuador le empató sin abrir el marcador a Colombia en El Campín de Bogotá y quedó a un paso de la clasificación, mientras los colombianos, que terminaron con diez por expulsión de Serna a nueve del final, se las verán muy complicadas: están a cuatro puntos de Uruguay y Brasil, que son los cuartos. El arbitraje del saudí Youssuf Al Aqili fue muy deficitario, perjudicando sobre todo a los locales. Juan Pablo Angel convirtió un gol en el primer tiempo anulado por presunto offside.

 

Por Diego Bonadeo
Hay que ser resultadista

La estocada al corazón de las corporaciones monopólicas, las posiciones dominantes y los pensamientos únicos pudo más que la avidez por cámaras encendidas, micrófonos abiertos y obsecuentes. Pese a estar nada menos que en Balcarce 50, el mandamás de Torneos y Competencias, Carlos Avila, al salir no aceptó hacer declaraciones.
Es que la resolución que los poderes públicos en conjunto –esto es los representantes de las cosas de la gente y no los representantes de la exacción–, por la cual el partido Argentina-Brasil por las eliminatorias del Mundial 2002 debía televisarse en directo y por canales abiertos –los que fueren– para todo el país, no solamente abrió un camino, sino que también sentó precedentes y jurisprudencias.
Pese a las reconocidas presiones de los lobbistas vernáculos y de las necesidades monopólicas multinacionales, de una vez por todas se tomó una decisión que será o no “política”, pero que en todo caso está en perfecta sintonía, por lo menos en lo que hace a la televisación del fútbol, con las demandas de las mayorías. Es como si de golpe se hubiera entendido que los caños, las gambetas, los sombreros, los goles, las repeticiones e inclusive lo que no nos gusta del fútbol-juego no son patrimonio ni de Carlos Avila ni de Raúl Moneta ni de Julio Grondona ni de Canal 13, ni del CEI ni de Telefónica ni de las AFJP que auspician los “replay” que ayudan a disipar las dudas de Macaya... Todas estas cosas son de quienes contribuyen a que esas cosas existan. Los que van a la cancha, los que compran televisores, los que consumen los productos sponsorizados, los que en la Capital Federal –y especialmente en el interior– son rehenes no solamente de los ajustes, la desocupación, la hambruna y la indignidad, sino también de los codificados.
Lo que desde hace tiempo sobrevolaba en el ambiente y que poco a poco se iba filtrando hacia la gente se va escribiendo en negro sobre blanco. Quienes intuían, pese al persistente y prolijo escamoteo de información, respecto de quiénes eran los que se robaron la pelota para que no se pudiera jugar, van teniendo noticias de quien es el verdadero enemigo. Que no es el hincha del otro cuadro, ni el wing derecho del equipo que no es el nuestro, ni el que pinta un graffiti ocurrente y agresivo.
Son ellos. Los que una vez más, y en este caso con la televisación del fútbol a cuestas, habían venido por nosotros. Esta vez, resistir, denunciar y movilizarse dio resultado. Y en esto sí, hay que ser resultadista. Anoche, no sólo se le ganó a Brasil.

 

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