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Monty Python o el pasado que se volvió un anticipo del presente

El programa de la BBC �El circo volador�, revisitado en un ciclo del BAC, profetizó una forma de humor-vanguardia en el medio.

Por Julián Gorodischer

Ahora, un hombre ratón confiesa en la pantalla sus costumbres nocturnas: el saqueo a la heladera, el culto al disfraz, la compulsión a chillar. El cuadro reproduce la escena íntima de un programa de entrevistas en profundidad, con un conductor silencioso y un fondo oscuro. Imágenes “robadas” revelan el costado menos conocido del perverso, y el auditorio ríe. Mientras el humor delirante crece en el BAC (British Arts Centre), 30 años después surgen las mismas carcajadas que debieron haberse desatado en los tempranos ‘70, cuando “El circo volador de los Monty Python” llegaba a la BBC para producir una ruptura. ¿Qué lleva a un programa de TV, nacido para una muerte joven, a mantenerse vigente? Tal vez, el secreto podría resumirse en una frase: ellos lo hicieron antes.
Fiel al “circo” que le da nombre, el humor televisivo de los Monty Python se estructura en números breves de alto impacto. Los sketches (atracciones de feria) utilizan técnicas de asociación libre propias del surrealismo. Golpean con contundencia a las instituciones de la Gran Bretaña, esos nichos de poder que hasta la llegada de los “seis fantásticos” no se habían cuestionado. El martes pasado, durante el estreno de este ciclo que ofrecerá gratis 18 episodios del programa con subtítulos en castellano (de martes a viernes a las 18, y sábados a las 19 horas), ya pueden verse primeros signos de su vocación contestataria, sólo sorprendente si se pone en contexto. Los Monty ocuparon los domingos a la noche desde 1969 hasta 1974, en el espacio de la BBC antes reservado a los sermones religiosos. Y apuntaron con precisión contra las fuerzas armadas, el clero, la monarquía y la pacatería y solemnidad de la TV, de la misma British Broadcasting Company que les daba trabajo.
En su primera función pudo verse –entre otros– el fragmento “La reina chiflada” (un histórico golpe del grupo contra la realeza), en el cual la reina Victoria se divierte jugando con una manguera, pasteles y pintura fresca. La reina es feliz cuando estampa una torta de crema en la cara de su compañero. El gran nombre del prócer es, en El circo..., un personaje de Los tres chiflados solamente diseñado para producir una carcajada. A medida que los capítulos transcurren, queda una certeza: el mérito está en la mezcla. Absurdo y crítica socio-política se articulan en dosis justas. En “El chiste más gracioso del mundo”, por ejemplo, el grupo ideó un chiste letal que “mata de risa” –literalmente– a todo aquel que lo escucha. El chiste es la excusa para una anécdota de barrio londinense, pero crece hasta convertirse en el arma secreta que haría triunfar a los ejércitos en la Segunda Guerra Mundial. Su poder llega a explicar la historia del mundo: he allí la pretensión siempre megalómana de Monty Python: recorrer el camino que lleva del incidente a la generalidad. La guerra entera, de este modo, pasaría a ser el derivado de un solo chiste, muy gracioso, y el valor alegórico se añade al humor de circense.
En todos los casos, el disparador es una muy buena idea, de una síntesis propia de las mejores propagandas. Si hoy la experimentación televisiva remite casi exclusivamente a la publicidad –allí se juega, se inventa, se quiebra el tono, se remata con eficacia–, los Monty hicieron lo suyo, hace tiempo, en el interior de los programas. Muchas veces, lo que guía es el apócrifo, como cuando generan una superproducción en exteriores para seguir “en directo” una hazaña de Pablo Picasso (pintar pedaleando en bici), y movileros, especialistas y opinólogos participan del invento. Cuando la fantasía se acelera, se vuelve desmedida, recrea una carrera de ciclistas pintores que involucra a nombres como Mondrian y Paul Klee, y parodia las falsas jerarquías de la alta cultura. Esa, según parece, es una obsesión: derribar el mito. El nihilismo fascina en tiempos de respetos solemnes y silencios debidos. Hoy también, a juzgar por el fervor de la gente: la reacción se repite cada cinco minutos, cada vez que llega un nuevo gag, y alguien comenta: “¿Esto lo pasaban en la tele?”.

 

 

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