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Otro desafío al estilo Kiarostami

Por Horacio Bernades

Con el estreno de El viento nos llevará, León de Oro a la Mejor Dirección en Venecia 1999, se completa el conocimiento que el público local tiene del cuerpo central de la obra de Abbas Kiarostami, a esta altura, se diría, casi un vicio argentino. Cuerpo que se abre, en 1987, con ¿Dónde está la casa de mi amigo?, sigue con Close Up (1990), Y la vida continúa (1992), Detrás de los olivos (1994) y El sabor de la cereza (1997). Hasta cerrarse, por el momento, con El viento nos llevará, su más reciente obra de ficción (este año, el realizador presentó en Cannes ABC Africa, documental sobre la lucha contra el sida en Africa).
Pero esa obra se conoció aquí en forma tan veloz como desordenada, por lo cual conviene recordar que el film que se estrena ahora es el siguiente a El sabor de la cereza. Una película con la que El viento nos llevará dialoga, y cuyo carácter de “obra abierta” lleva al extremo. Si en El sabor de la cereza había un hombre en busca de la propia muerte, en El viento nos llevará alguien intenta asistir a una muerte inminente. En una alejada aldea del Kurdistán iraní, una anciana (“tiene 100 años, o 150, no sé muy bien”, informa su nieto) está con un pie en la tumba. Hasta allí llegan tres hombres, que hicieron todo el viaje desde Teherán, para presenciar esa muerte. ¿Quiénes son, a qué se dedican, qué es lo que los mueve a una empresa en apariencia tan macabra? Tal vez más que nunca antes, en El viento nos llevará Kiarostami multiplica las preguntas, y no responde a ninguna de ellas. No en forma directa, al menos.
Mínimos y siempre incompletos, los datos se esparcen en el curso de la película. Por alguna razón, los visitantes quieren mantener oculta su identidad ante la gente del poblado. Se sabe que su objetivo es asistir a cierta ceremonia de duelo, particularmente brutal, que es característica de la zona. Por lo que algunas conversaciones permiten entrever, se supone que podrían ser gente de cine. Poco más se sabe. No se trata, claro está, de hacerse el oscuro o de jugar con las expectativas de la audiencia de puro perverso, sino de llevar al límite esa idea, esencial en Kiarostami, de que es el espectador quien debe armar la película. El realizador dosifica, escamotea y disemina la información –pero da toda la necesaria- en busca de arrancar al espectador del lugar de mero deglutidor pasivo y ponerlo en situación de máxima actividad. Una actividad que lo acerque, tal vez, al lugar de creador de la película.
Durante esas dos horas, dos semanas de tiempo ficcional, los forasteros se dedicarán a una única actividad: la espera. Burlando sus expectativas, la agonizante está a punto de morir, pero no muere nunca. Hay, en El viento nos llevará, una dosis de ironía que hasta ahora Kiarostami había retaceado. Esa ironía se hace presente no sólo en la situación central del film, sino en cantidad de circunstancias colaterales. Quien parecería ser el líder del grupo de visitantes (el único que aparece en cámara, mientras sus compañeros quedan toda la película fuera de campo) va munido de su teléfono celular. Pero no podrá usarlo dentro de los límites de la aldea, ya que ésta es de estructura tan cerrada y laberíntica que la recepción se hace imposible. Cada vez que suena el teléfono (ocurre más de media docena de veces) Kiarostami apela a un humor físico, casi de comedia muda,mostrando cómo el forastero se ve obligado a correr, arriba y abajo, entre las callejuelas excavadas en la piedra, subirse a la camioneta y manejar hasta una lomada de las inmediaciones, para dar finalmente uso a su celular. Incrementando la ironía, allí, a su lado, alguien excava un pozo, parte del sistema de telecomunicaciones que se está instalando en la zona.
Como ocurre con frecuencia en el cine de Kiarostami, sobre todo cuando la figura central es un director de cine, el protagonizará de El viento nos llevará fracasará prolijamente en sus empeños. Tal vez descubra, a la larga, que lo que importaba no era tanto aquello que había ido a buscar, sino todo lo que le sucedió mientras lo hacía, en ese tiempo de pura espera. El aparente vacío de esa espera –de todo deseo postergado, podría generalizarse– en verdad está lleno, aunque su ciega obstinación se lo haya impedido ver. Desde este punto de vista, El viento nos llevará admite leerse, también, como la respuesta, en clave de parábola, que Kiarostami articula en dirección de quienes siguen sosteniendo que en sus películas “no pasa nada”. Pasa de todo, parece sugerir el realizador aquí. Sólo hay que estar dispuesto a verlo.

 

 

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