Por
Luciano Monteagudo
Hay
algo decididamente inquietante en Inteligencia artificial, la nueva película
dirigida por Steven Spielberg, a partir de un viejo proyecto inconcluso
de Stanley Kubrick. Parecería que el film es un extraño
monstruo bifronte, una suerte de Jano, capaz de llevar en sí los
rasgos más acentuados de ambos directores. No se trata precisamente
de un híbrido, de un producto mestizo, donde las fuertes personalidades
de uno y otro se han licuado hasta diluirse sino más bien, por
el contrario, de un proyecto que parece contener, en dosis de alta pureza,
lo mejor y lo peor de ambos mundos, tan claramente identificables.
Desde que fue
publicado en 1969, cuando Kubrick lo leyó por primera vez en la
revista Harpers Bazaar, el cuento Super toys last all summer
long, del escritor británico Brian Aldiss, recorrió
un largo camino hasta convertirse hoy en Artificial Intelligence. Apenas
un puñado de páginas, el relato es no sólo visionario
en su anticipación del futuro sino también un magnífico
disparador cinematográfico, con todo tipo de ideas y cuestionamientos
latentes acerca de la responsabilidad humana con respecto de sus
creaciones, pasibles de ser desarrollados, como si se tratara del
boceto de un guión. Que Kubrick, que trabajó en el proyecto
durante casi quince años y que no dejaba nada librado al azar,
haya pensado en Spielberg para que dirigiera finalmente la película,
parece hablar de algo muy particular que está en el centro del
film y que tiene que ver con su naturaleza misma.
A. I. se inicia en un futuro no muy lejano, cuando el recalentamiento
global ha hecho fundir los hielos y ciudades como Venecia y Nueva York
quedaron sepultadas bajo el agua. El profesor Hobby (William Hurt) preside
una reunión de su compañía, Cybertronics, en la que
plantea la posibilidad de desarrollar robots con sentimientos, capaces
de amar. De amar como un hijo ama a sus padres, aclara, sabiendo
que su compañía ya ha producido mecas en cadena,
humanoides que realizan todo tipo de servicios para los humanos, incluidos
los servicios sexuales. El prototipo será David (Haley Joel Osmond),
en apariencia un niño perfecto, sólo que en vez de venas
y arterias tiene circuitos electrónicos en su interior. Y los primeros
en probar los adelantos de David serán Monica y Henry (Frances
OConnor, Sam Robards), una pareja que tiene a su hijo en coma. ¡Jamás
podremos reemplazar a nuestro hijo!, se enfurece ella cuando él
le propone adoptar a David. El vacío afectivo de Mónica,
sin embargo, la empujará primero a encariñarse con David,
como si se tratara de un juguete, y luego a activarle sus sentimientos
programados, con lo cual lo convierte al menos para el humanoide
en su nuevo hijo. El sorpresivo regreso al hogar del hijo biológico
será, a partir de entonces, el primero de los muchos conflictos
que enfrentará David.
Toda esta primera parte de A.I. un film de dos horas y media de
duración, dividido claramente en tres secciones parece responder
a los dictados de Kubrick, no sólo por el estilo frío y
quirúrgico que Spielberg le impone a la imagen con alguna
cita incluso demasiado textual a 2001:Odisea del espacio, como el receptáculo
en el que duerme el hijo biológico del matrimonio
sino también por el tipo de cuestiones morales que empieza a plantear
la película. De hecho, la escena en la que la madre debe decidir
si devuelve a David a Cybertronics para su destrucción o lo abandona
a su suerte en el bosque remite a aquel momento de 2001 cuando el astronauta
Bowman resuelve desconectar a la computadora HAL, provocando en el sistema
un perturbador efecto emocional, como si volviera a su primera infancia.
Pero si 2001 se internaba en la odisea del hombre a través del
espacio, en A.I. Kubrick y Spielberg deciden explorar la ordalía
del meca sobre la Tierra. El segundo tramo está dedicado
a seguir a David en su recorrido iniciático por el mundo, un mundo
hostil, en donde los hombres se dedican a perseguir a los mecas,
cuya superpoblación amenaza a la raza humana. Es aquí donde
Kubrick más necesitaba de la sensibilidad de Spielberg, no sólo
porque David como E. T. lo único que quiere es volver
a casa, sino porque la película pide que el espectador se comprometa
emocionalmente con un personaje que no es humano, aunque lo parezca. Que
toda esta sección de A. I. esté resuelta a la manera de
un relato infantil con David, inspirado en Pinocho, buscando al
Hada Azul para que lo convierta en un niño de verdad no hace
sino reforzar la idea de hasta qué punto para Kubrick era necesaria
la impronta de Spielberg, como una forma de provocar una tensión,
un malestar en el espectador equivalente al de los padres
de David: ¿Se puede amar a una máquina?
El tramo final de A. I., por el contrario, parecería pertenecerle
por entero a Spielberg, una conclusión que en su fantasía
edípica puede remitir a aquel famoso, enigmático volver
a nacer del astronauta Bowman en 2001, pero que en manos del director
de E. T. lleva una carga de sentimentalismo excesivo. Un material tan
rico, tan complejo hace extrañar sin embargo la sobriedad del director
que supo ser Spielberg en El imperio del sol, uno de sus mejores films,
en el que a partir de la novela de J.G. Ballard también se ocupaba
de un niño solo y su odisea por volver al hogar y reencontrarse
con sus padres. Sea como fuere, A. I. termina probando ser un objeto extraño,
que lleva en sí las contradicciones de dos creadores simultáneos,
que fueron capaces de dar a luz un film tan ambicioso como incómodo,
inasible, siempre intranquilizador.
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