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Estoy podrido

Por Luis Bruschtein

Si todo pasa como se anuncia, en octubre habrá un record de abstencionismo, voto en blanco y voto anulado. En los trabajos, en las mesas de café y en las sobremesas gana por lejos el hartazgo. La gente está podrida. Decirlo es una metáfora para decir que en realidad lo que está podrido es el objeto de su malhumor, que en este caso es la política, la economía, las relaciones personales y sociales, la calle y, si no fuera por el 2 a 1 contra Brasil, también el fútbol. O sea que en realidad cuando uno dice que está podrido, quiere decir que está podrido todo menos uno. Lo cual resulta pecado de soberbia con todo el candor que implica este pecado de soberanos en simples plebeyos. Porque sucede que el vecino y otros millones de argentinos piensan igual: que todos los demás, incluso uno, estamos podridos.
En consecuencia, cuando uno dice “estoy podrido”, está diciendo exactamente eso aunque crea que lo dice por lo demás: estamos todos podridos, ésa es la verdad. En esta cuestión no existe “todos menos uno”. Y también es cierto que tenemos todo el derecho a estarlo según la declaración universal de los derechos individuales de las personas. Cada quien tiene el derecho a “estar podrido” en algún momento de su vida o a lo largo de toda ella, si así lo siente.
Aquí habría que hacer una salvedad entre “estar podrido” –a la manera de estar harto– y “ser un podrido”. En el primer caso está asistido por el derecho, pero en el segundo, es diferente. Como se señaló al principio, cuando uno dice “estoy podrido” cree que está diciendo “estoy harto porque todo lo demás está podrido”, pero como el vecino y otros millones piensan lo mismo y nos incluyen en “todo lo demás”, el significado general de esa frase, para el que la pronuncia, es que todos somos unos podridos, incluyéndose.
Durante mucho tiempo uno podía decir “estoy podrido” y disfrutarlo sin culpas o complejos, como se disfruta una tormenta de verano. Porque estar podrido era un placer amargo, pero personal, autista, autorreferenciado y, por lo general, pasajero. Pero ahora uno dice “estoy podrido” y no puede disfrutar de esa angustia pesarosa por la nada porque en seguida salta otro y dice que también está podrido y después otro y otro más. Es otra cosa, porque estar podridos todos al mismo tiempo no tiene el mismo sabor que estar podrido uno y nadie más. Se disfruta si no se comparte. Si se comparte, no.
Lo de estar podrido es un tema que se ha extendido como la peste bubónica. Lo que se dice una endemia social. Ya no es algo que uno tiene derecho a sentir, sino algo que uno tiene el riesgo de contraer. Entonces, cuando uno dice “estoy podrido”, es como si dijera: “Caramba, tengo fiebre”. Que sería el primer síntoma de la peste que azota a la Argentina y que amenaza con dejarla sin voluntades. Resulta entonces que decir en estos días “estoy podrido”, no tiene nada de metáfora, ni necesita explicación, ni se diferencia de decir “soy un podrido”, en el sentido de que, además de estar harto, se ha contraído una infección, una pudrición de algún tipo.
Está la enfermedad, está el síntoma y falta el foco de infección. Simple: nos hemos contagiado de aquello que sabemos que está enfermo. Este famoso modelo con recesión y depresión produce relaciones económicas y sociales podridas, relaciones políticas podridas, funcionarios y banqueros podridos. Es evidente que la gente común también va a terminar podrida, pero como no puede robar ni engañar, su parte en la enfermedad es hacerse a un lado. Y aquí la peste se manifiesta en esa frase que se repite todo el tiempo: “estoy podrido” y así mandar al diablo responsabilidades, principios, compromiso, participación social, solidaridad y recluirse en una isla amarga y llorona.
Si el foco infeccioso es el modelo, la cura estaría en combatirlo, pero también habría que hacerlo desde una relación con la política distinta ala clientelar o delegativa que éste estimula. Claro que cuesta el doble de trabajo, y más cuando uno está podrido. Y al final estoy podrido de escribir que estoy podrido.

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