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“EL PLACARD”, UNA EFECTIVA COMEDIA DEL EXPERTO FRANCIS VEBER
Las ventajas de convertirse en gay

Gérard Depardieu y Daniel Auteuil brillan en una historia de simulaciones y supuestos �descubrimientos�, en la que un empleado de una empresa de preservativos finge ser gay para conservar el puesto... y desata un efecto dominó.

Por Horacio Bernades

¿Querés conservar el empleo?”, le pregunta un viejo zorro a François Pignon, a quien todo el mundo no toma por bueno sino por buenudo. Tras 20 años en la sección contaduría de una gran empresa, el tipo –uno de esos que, por más que se arreglen, jamás salen en la foto– viene de enterarse de que será la próxima víctima del clásico recorte. Justo cuando está por tirarse por el balcón, el viejo zorro le muestra un as en la manga. Bastará con hacerse pasar por gay para que los patrones, aterrados ante una posible demanda por discriminación, se echen atrás.
A partir de una provocativa tesis subyacente (la de que la corrección política podría consistir en un simple juego de chantajes e hipocresía), El placard sigue el principio del dominó. Al ponerse una máscara, Pignon se desenmascara, y de allí en más todo el mundo hará más o menos lo mismo. Escrita y dirigida por ese curtido amanuense de la comedia de boulevard que es Francis Veber (autor de La jaula de las locas y realizador de Los compadres y La cena de los tontos), la película puede ser, según se la vea, oportuna u oportunista. Lo mismo ocurría con otras comedias basadas en las súbitas ventajas que la condición gay podría otorgar: Lo que quieren las mujeres o, ejemplo más criollo, ese producto–Suar que fue Apariencias. De lo que no hay duda es de que El placard (título que hace referencia a aquello de “salir del armario”) desarrolla su premisa con altura e indiscutible eficacia cómica.
“Enterados” de la condición sexual del hasta entonces opaco supernumerario, en el trabajo empiezan a verlo con otros ojos. Los compañeros lo respetan, el jefe lo tolera, su superior inmediato desarrolla hacia él un deseo hasta entonces impensado. Hasta el hijo lo revalorizará de pronto, el día en que papá aparezca por televisión, encabezando una marcha del orgullo gay. Es que Pignon no trabaja en una empresa cualquiera sino en una fábrica de preservativos. Con un alto porcentaje de población gay entre los potenciales consumidores, a la firma le viene al dedillo tener un empleado “fuera del closet”. Con un forro gigante encastrado en la cabeza, el alguna vez discretísimo contable será el delegado en la marcha.
Pignon tiene una contracara: el entrenador del equipo de rugby de la empresa, uno de esos que piensan que la mujer, a la cocina; y los homosexuales, a fajarlos. Como tiene el cerebro de una mosca, el tipo caerá en la cama que le tienden unos compañeros. Estos lo convencen de que, para conservar el empleo, debe seguir el ejemplo de Pignon y aprender a tocar las maracas. De allí en más habrá por lo menos dos simuladores, para no hablar de toda la gente de alrededor, que participa del juego, lo sepa o no. Por suerte, en esta ocasión, Veber ha reducido al mínimo su tendencia a hacer pasar el humor por la presencia de alguien a quien otros toman “de punto”, llevada al extremo en La cena de los tontos.
El indudable oficio del realizador hace de El placard una comedia de resortes ajustados. A veces, demasiado, poniéndose al borde de una mecánica cómica efectiva, pero excesiva. Contra la mecánica, nada mejor que el espesor humano. Para ello, Veber contó esta vez con un elenco poco menos que ideal. El Pignon de Daniel Auteuil es pura delicadeza, en las antípodas de cualquier caricatura. En el papel del troglodita suavizado, Gérard Depardieu se redime de casi una década de bufonadas, mientras Jean Rochefort vuelve a hacer gala de alta clase como el jefe obligado a guardarse su homofobia. Pero si alguien otorga a su personaje una densidad inusual es el veterano Michel Aumont, el vecino que le salva la vida a Pignon. Amigo de los gatos y las sobremesas, su personaje esconde un secreto. El de los tiempos en que, para estar a salvo de las burlas, había que encerrarse en un placard, bajo cuatro llaves.

 

 

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