Por
Horacio Bernades
¿Querés
conservar el empleo?, le pregunta un viejo zorro a François
Pignon, a quien todo el mundo no toma por bueno sino por buenudo. Tras
20 años en la sección contaduría de una gran
empresa, el tipo uno de esos que, por más que se arreglen,
jamás salen en la foto viene de enterarse de que será
la próxima víctima del clásico recorte. Justo cuando
está por tirarse por el balcón, el viejo zorro le muestra
un as en la manga. Bastará con hacerse pasar por gay para que los
patrones, aterrados ante una posible demanda por discriminación,
se echen atrás.
A partir de una provocativa tesis subyacente (la de que la corrección
política podría consistir en un simple juego de chantajes
e hipocresía), El placard sigue el principio del dominó.
Al ponerse una máscara, Pignon se desenmascara, y de allí
en más todo el mundo hará más o menos lo mismo. Escrita
y dirigida por ese curtido amanuense de la comedia de boulevard que es
Francis Veber (autor de La jaula de las locas y realizador de Los compadres
y La cena de los tontos), la película puede ser, según se
la vea, oportuna u oportunista. Lo mismo ocurría con otras comedias
basadas en las súbitas ventajas que la condición gay podría
otorgar: Lo que quieren las mujeres o, ejemplo más criollo, ese
productoSuar que fue Apariencias. De lo que no hay duda es de que
El placard (título que hace referencia a aquello de salir
del armario) desarrolla su premisa con altura e indiscutible eficacia
cómica.
Enterados de la condición sexual del hasta entonces
opaco supernumerario, en el trabajo empiezan a verlo con otros ojos. Los
compañeros lo respetan, el jefe lo tolera, su superior inmediato
desarrolla hacia él un deseo hasta entonces impensado. Hasta el
hijo lo revalorizará de pronto, el día en que papá
aparezca por televisión, encabezando una marcha del orgullo gay.
Es que Pignon no trabaja en una empresa cualquiera sino en una fábrica
de preservativos. Con un alto porcentaje de población gay entre
los potenciales consumidores, a la firma le viene al dedillo tener un
empleado fuera del closet. Con un forro gigante encastrado
en la cabeza, el alguna vez discretísimo contable será el
delegado en la marcha.
Pignon tiene una contracara: el entrenador del equipo de rugby de la empresa,
uno de esos que piensan que la mujer, a la cocina; y los homosexuales,
a fajarlos. Como tiene el cerebro de una mosca, el tipo caerá en
la cama que le tienden unos compañeros. Estos lo convencen de que,
para conservar el empleo, debe seguir el ejemplo de Pignon y aprender
a tocar las maracas. De allí en más habrá por lo
menos dos simuladores, para no hablar de toda la gente de alrededor, que
participa del juego, lo sepa o no. Por suerte, en esta ocasión,
Veber ha reducido al mínimo su tendencia a hacer pasar el humor
por la presencia de alguien a quien otros toman de punto,
llevada al extremo en La cena de los tontos.
El indudable oficio del realizador hace de El placard una comedia de resortes
ajustados. A veces, demasiado, poniéndose al borde de una mecánica
cómica efectiva, pero excesiva. Contra la mecánica, nada
mejor que el espesor humano. Para ello, Veber contó esta vez con
un elenco poco menos que ideal. El Pignon de Daniel Auteuil es pura delicadeza,
en las antípodas de cualquier caricatura. En el papel del troglodita
suavizado, Gérard Depardieu se redime de casi una década
de bufonadas, mientras Jean Rochefort vuelve a hacer gala de alta clase
como el jefe obligado a guardarse su homofobia. Pero si alguien otorga
a su personaje una densidad inusual es el veterano Michel Aumont, el vecino
que le salva la vida a Pignon. Amigo de los gatos y las sobremesas, su
personaje esconde un secreto. El de los tiempos en que, para estar a salvo
de las burlas, había que encerrarse en un placard, bajo cuatro
llaves.
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