Por
Mario Giannotti
El campeonato de la Liga de Balcarce se definió el domingo 24 de
octubre en el estadio Antonio
Cerone. El recuerdo perdura a pesar de los años y a pesar de los
olvidos voluntarios. Amigos Unidos, el gran favorito de la prensa balcarceña,
medía fuerzas con Apinta, un equipo sin mayores pretensiones, un
equipo ajeno a los títulos en Primera División.
El pueblo consumía con ansiedad la semana previa al choque definitivo.
Amigos Unidos, El Tricolor, ganaba ampliamente la pulseada entre la opinión
general de los simpatizantes balcarceños. Apinta había logrado
un lugar en la finalísima gracias al talento del interminable Chivo
Alvarez, una especie de leyenda viviente en la mitad de la cancha albiceleste.
El resto sólo acompañábamos con esfuerzo, coraje
y vergüenza deportiva.
Accidentalmente, en realidad, por obra y gracia de una pésima reglamentación,
la selección local definía, el mismo fin de semana, el torneo
argentino frente a Tandil. El choque se había programado para el
sábado 23 de octubre, 24 horas exactas antes del encuentro entre
Tricolores y Paperos. La delegación balcarceña buscaba la
gloria y el pasaporte clasificatorio para el certamen nacional. Su objetivo
primordial: copar el estadio General San Martín y vencer a los
locales por dos goles de diferencia.
Así, los dirigentes de Liga de Balcarce se reunieron en asamblea
ordinaria y allí decretaron por unanimidad que los equipos que
protagonizarían la final en el Cerone podrían reemplazar
a aquellos futbolistas que integraran el plantel del combinado mayor.
Amigos Unidos había aportado dos jugadores al once del entrenador
Latera: el Semilla Mancini y el Tano Marchetti. El Piojo Melita era el
único representante de Apinta en el plantel que jugaba su prestigio
en la ciudad de Tandil. El improvisado Estatuto de la entidad futbolera
estableció que los nuevos baluartes no contarían con impedimentos
ni limitaciones reglamentarias. Cualquier cristiano que mostrara actitud
con la globa y coraje para definir un campeonato podía libremente
jugar el domingo.
Amigos Unidos convocó al Mago Feuer, goleador y estratega de Chacarita
Juniors, y al Cantinflas Digioioia, un marplatense que jugaba en la Primera
División de Once Unidos y que estaba de paso en la ciudad.
Los muchachos de Apinta, el equipo del INTA, por su parte, apostaron a
un delantero pura experiencia, un desconocido para todos, menos para el
presidente del club, el polémico Polaco Martino. Recuerdo que el
impensado refuerzo llegó a la práctica del martes en un
Torino celeste modelo 72, un carromato tan destartalado como él.
Ni bien bajó del coche un gato apestoso se acurrucó en el
asiento trasero.
¡Señores, les presento a Osvaldo Soriano! pronunció
con satisfacción el Polaco.
Confieso que no pudimos evitar las miradas burlonas y algunas carcajadas
ante el anuncio. Pensamos que el pobre presidente había enloquecido.
Aquel fantoche del balompié tuvo una presentación digna
del mismísimo Gabriel Batistuta.
El extraño forastero era la antítesis de un futbolista que
se precie de tal condición. Viejo, pelado y la barriga que le explotaba
al frente. El ignoró nuestras miradas y enfiló hacia la
cancha con un bolso marrón, donde guardaba un par de botines Super
Crack y un puñado de manuscritos. Soriano refutó miradas
de asombro y decepción con una frase que aún recuerdo. ¡Caballeros,
voy en busca de aventuras! Viajo hacia Tandil. Necesito escribir una novela
más o menos respetable. Mi amigo, el Polaco Martino, me encontró
en la Parrilla del Cruce y me suplicó que me quedara una semana
en Balcarce, que jugara la bendita final para Apinta. Le debo algunos
favores añadió Soriano, por lo tanto les comunico
que acepté la propuesta.
El Gordo habló claro y convincente mientras su apestoso gato nos
miraba desde el capot del Torino.
Finalmente, y a pesar de la oposición generalizada del plantel,
el delantero fue titular. La casaca número nueve, ajustada en el
abdomen y fuera del pantalón, lo distinguía del resto de
sus flamantes compañeros. Soriano era lento, tenía menos
reacción que un barco pesquero. Hablaba con los defensores rivales,
les contaba una historia del Sur, algo así como un penal eterno
o el penal más largo del mundo. Algunos aseguran que en el entretiempo
se fumó a escondidas un puro Montecristo.
A los 44
minutos del complemento, estábamos 1 a 1. El Chivo Alvarez habilitó
al Gordo, éste dominó la pelota con el talón de su
pie izquierdo y de primera intención metió un pelotazo en
profundidad a la espalda de mi marcador, El Turco Zafe. El 3 de los Tricolores
era un carnicero, un perro de presa, una máquina de triturar rivales,
una cortadora de carne.
Acomodé el esférico y le gané el mano a mano. Le
saqué un metro en la corrida y sobre la línea de cal mandé
un centro de manual. Entonces apareció Soriano y decretó
el triunfo con un frentazo inapelable. El nueve definió con el
sello y el estilo de José Santilippo.
El árbitro Aurelio Príncipi marcó el final del encuentro.
Triste, solitario y final para la parcialidad de Amigos Unidos. Rebeldes,
soñadores y fugitivos festejaban el título albiceleste.
La fiesta se extendió hasta la caída del sol, hasta la hora
sin sombra.
Soriano se perdió entre la multitud. El canchero del estadio lo
vio trotar hacia el Torino celeste modelo 72. En silencio escapó
hacia un sitio lejano, pintoresco, un lugar en el que se puede fumar eternamente
y nunca faltan los fósforos. Luego, el Polaco Martino nos contó
que Soriano había sido un delantero muy respetado en la provincia
de Río Negro. Nos confió que el Gordo escribía y
vivía de noche, y dormía y soñaba de día.
Nunca más supimos de él. Pero todavía conservo la
carpeta con manuscritos que se olvidó en el vestuario del Antonio
Cerone. Leí algunos párrafos de su novela inconclusa y confieso
que su talento con la pluma era inmensamente superior que su virtud goleadora.
El buscaba aventuras, yo corro tras sus historias. En algún picadito
celestial nos encontraremos. Por supuesto, su gato apestoso no faltará
a la cita...
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