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Gastronomía
Para tomar, tráigame un orgasmo

Te mataré Ramírez es un restaurante que, más que comida afrodisíaca, lo que propone es un clima propicio para que las parejas se entonen. Se empieza llamando a cada plato y cada trago por su nombre.

Por María Moreno

–De entrada quiero Untada de placer, como principal Dos mujeres y de postre Un hombre que goce leyéndome.
La chica sostiene la carta del restaurante y hace el pedido con la expresión aburrida de una bailarina de burlesque. Debajo del mantel larguísimo su compañero de mesa se saca un zapato y le sube el pie por la pierna. O no.
–O no –dice Carlos Di Cesare, dueño de Te mataré Ramírez, restaurante afrodisíaco–. Es un juego. En nuestra comida hay elementos energizantes, vasodilatadores que, comidos a lo largo de una vida, deben provocar algo pero ningún resultado ruidoso. Un restaurante afrodisíaco es como un teatro, sabés que lo que pasa sobre el escenario no es verdad, pero te entregás a la convención y te dejás llevar.
Y Di Cesare, una mezcla de libertino aggiornado del showbussines y de artista de la seducción prèt-â-porter, se comporta más bien como un regisseur. Los cuadros eróticos que decoran las paredes, la tapa del menú con el grabado The helping hand de Hans Sebald Beham –donde una dama manipula hábilmente el miembro de un caballero–, los cortinados de terciopelo bermellón que evocan las camas de baldaquino de los libertinos del siglo XVIII, la luz de las lámparas que se va atenuando al compás de la noche y los títulos de los platos extraídos de la literatura erótica universal invitan a una orgía gastronómica que puede prolongarse más allá del local de Paraguay al 4000. La dama tímida que tiene una primera cita y está hambrienta de un Moroccan tahine de cordero con chutney de manzana y melón, acompañado de cous cous, deberá jugarse pidiendo a la mesera ¡Exíjamelo todo, soy suya!(La mesera no se dará por aludida.) Si, en cambio, quiere darse ánimo y tomar como aperitivo una mezcla de Bailey’s, vodka, amaretto y Tía María, no podrá evitar decir: “Quiero un Orgasmo” .
Carlos Di Cesare, autor de tan explícitos parlamentos, piensa que queda algo por explicar:
–Si yo te invito a comer y vos venís conmigo, ya un poco te gusto, porque me querés escuchar, me querés dar una oportunidad. Hay onda. La luz va bajando. En un momento prácticamente sólo quedan las lamparitas de aceite. Vos decís “Yo quiero Una especie de violación consentida, después La dicha de aquella persecución y, como postre Obligada a suplicarle. Me lo decís jugando a que te pasa eso. Eso no quiere decir que vamos a estar todo el tiempo concentrados como en El estanciero. Si pasa algo, tiene que ver con la entrega a la propuesta.
Sin embargo, para Mariana Beidenegl, relacionista pública del lugar, “invitarte a Te mataré Ramírez es como avanzar dos casilleros”. Esta semana en la paredes del restaurante las gouaches de Tito Busse atenúan genitales en acción que obligaron a subir las luces cuando un ciudadano español amagó subirse a una mesa para contemplarlos en detalle.
–Yo en mi casa, a la entrada tengo a una señora con 322 pelos en los bajos. Algunos llegan y se sobresaltan. Pero, ¿cómo renunciar a esa belleza? En Madrid, los Goyas, los Velázquez y hasta las Venus anónimas están en un cuarto cerrado en palacio. De vez en cuando el rey entra, semasturba y sale –le cuenta a Di Cesare y no se sabe si se refiere al rey Juan Carlos.
Te mataré Ramírez inauguró precozmente como restaurante multiétnico en noviembre de 1995. Hasta que en la primavera del año siguiente una fiesta con afrodisíacos tuvo tal éxito que Di Cesare encontró una identidad para su local. Entre los clientes están los que sazonan una primera cita y luego se animan a preguntar por el hotel más cercano, los que vuelven casados luego de haber intimado bajo esas luces bajas, las viejas parejas que se ilusionan o juegan a ilusionarse con el subtítulo de Te mataré Ramírez: “El deseo siempre vuelve”, los que mandan un e-mail preguntando si es un puti club pero luego, ante la negativa, van igual, y los distraídos que pasan por alto los nombres de los platos y disfrutan de una buena comida –el chef es Armando de la Llave–.
En Te mataré Ramírez no hay subidas de tono. A veces desaparecen mesas enteras en el baño –un besito, un estrujoncito–, a lo sumo, dice Di Cesare, una pareja o dos por noche se mete bajo un mantel o, a la salida, se siente tentada de darse frente a la vidriera un beso de veinte minutos.
Di Cesare dice que puede “semblantear” en cada mesa –generalmente de dos o cuatro personas– si se trata de jefe y secretaria, primera cita o swingers. Pero hay muchos legales, desconocidos o famosos, que van seguido.
Mariana Beidenegl se ríe de la naturalidad con que se pronuncian ciertas palabras en plan profesional.
–Un día vino la proveedora de Bailey’s y me dijo: ¿Cuántas botellas te mando? Grité en dirección a la cocina: ¡Che, cuántos Orgasmos y Enfiestados tenemos por semana?
Pero ¿de dónde salió Te mataré Ramírez?
–Pablo Ramírez era un amigo de la adolescencia –cuenta Di Cesare–. Apareció en el barrio traído por su primo, que era un integrante de la barra. Venía de Necochea. ¿Edad? 18, 19 años. Nos hicimos de confianza en una semana. Era un chico con un don muy especial con las mujeres. Un éxito de película. Nos pareció un ídolo. Y cuando él “robaba”, nosotros íbamos detrás y algo agarrábamos. Se tuvo que escapar de Necochea porque se había metido con una mujer casada, la esposa de un quinielero. Y el tipo se había puesto violento. Cuando yo era adolescente, no había mucho para hacer. Yo soy de La Paternal. Una tarde de domingo, aburridos, estábamos tiraditos ahí. Entonces el payaso del grupo empezó una historia: “Ramírez arruinador de hogares”, “Infartador de quinieleros” –todo con voz impostada– y el remate era: “Pero un día, Ramírez, sentirás que unas manos presionan tu cuello y una voz en el oído te dirá ‘Te mataré Ramírez”. Y se instaló la frase. 20 años después está Pablo pintando una columna que hay ahí, antes de abrir el local, todo el mundo tirando nombres que eran un horror. Hasta que él dice: ¿Por qué no le ponen Te mataré Ramírez?” Y ahí está.

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Por Cristian Alarcón

Volver a la vista hermosa

Nací en un pueblo de campesinos, de madera, entre montañas y ríos poderosos, tan pintoresco que tuvimos que escapar muy pronto. Pero regresaba cada año y durante largos veranos en el pueblo y campo adentro, aprendí a montar caballos y yeguas en pelo, escalé sierras, crucé esteros, tomé agua que manaba de la tierra y nadé en lagunas transparentes de agua muy fría. Solíamos hacer excursiones al monte de las que volvíamos cargados de frutas, de tallos de nalca que podían comerse con sal, y con las caras embadurnadas de rojo o negro según hubiéramos devorado frambuesas o maqui. De noche mi bisabuela Fabiana contaba historias de aparecidos junto a una estufa a leña y con mis primos nos refugiábamos en un banco tras el fuego, bien contra la pared, para que nadie nos asaltara la espalda.
Antes de ir a dormir, como si se tratara de un desafío, salíamos a un patio cuya luz cambiaba según la luna y dábamos una vuelta alrededor de la casa que quedaba en una lomada. Si la luna estaba llena, entonces nos quedábamos tirados sobre una manta, envueltos en otra, mirando largo rato el cielo y el fulgor de la luna allá arriba, todos en silencio. Pero un día, cuando la vieja Fabiana murió y el campo se hizo parcelas, y ya no fuimos tan niños, ya no regresamos a ese sitio que se llamaba, de manera tan obvia, Vista Hermosa. Más tarde el campo y el paisaje, la visión de la natura en sí misma, dejaron de interesarme. Como buen campesino migrante me dejé llevar por el ímpetu de las ciudades y su compleja y caótica manera de golpear los sentidos. Me instalé en cuanto pude en una y todavía ansío instalarme en algunas otras, más monstruosas que ésta.
Pensé que nunca recuperaría mi vieja conexión con la naturaleza, eso que consideraba una manera Nacha Guevara de vivir la vida. Pero ocurrió, hace algunas semanas, y en un sitio raro y extremo, Manaos. Viajé para encontrarme con amigos en una extraña y enorme fiesta en el medio de la selva, a kilómetros de la megalópolis amazónica, una rave por la recuperación de una zona devastada por el hombre. Comenzaba a la medianoche, terminaba entrada la mañana. Durante cuatro días bailamos bajo la luna llena. Para ir de un lugar a otro pasábamos por un camino de selva. Entre los árboles, y con el silencio en el fondo, volvíamos a quedar suspendidos en el fulgor de la luna. Presentes allí, pero no tan en nosotros como en nuestros niños maravillados por la luz y por el ruido del silencio en el campo.

 

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