Por
Luciano Monteagudo
Desde Toronto
¿Cómo
filmar la Historia con mayúsculas? ¿De qué manera
echar una mirada nueva sobre acontecimientos cruciales como la Revolución
Francesa o la Comuna de París? ¿Cómo evitar la falsedad
inherente a toda reconstrucción ficcional de hechos históricos?
Para todas estas preguntas parecen tener una respuesta dos films notables,
que están entre lo más destacado de la inmensa programación
del Toronto International Film Festival: LAnglaise et le Duc, la
nueva obra maestra del joven veterano Eric Rohmer, y La Commune (Paris,
1871), del documentalista inglés Peter Watkins, un cineasta de
enorme prestigio en círculos intelectuales europeos, pero que por
sus posturas intransigentes y contestatarias ha desarrollado casi toda
su obra en la oscuridad o el exilio.
Ambos films comparten no sólo una preocupación profunda
por los mecanismos de representación histórica. También
vienen de sufrir casos análogos de censura. A pesar de su calidad
incuestionable y de ser Eric Rohmer quien es uno de los cineastas
esenciales de Francia en la segunda mitad del siglo XX, LAnglaise
et le Duc fue rechazada por el Festival de Cannes, que no vio con buenos
ojos el punto de vista monárquico que asume el film sobre la Revolución
Francesa. A su vez, Peter Watkins, largamente radicado en Francia luego
de los diversos episodios de censura que padeció en la BBC de Londres,
vino a descubrir que las cosas no eran más fáciles en el
prestigioso canal francoalemán ARTE, que a pesar de ser el
principal productor del proyecto condenó a La Commune a una única
proyección en un insólito horario de trasnoche, en desacuerdo
con la radicalidad de un film ciertamente fuera de norma.
Pero los dos realizadores tuvieron su revancha: Rohmer viene de presentar
exitosamente su film en la Mostra de Venecia, donde fue premiado con un
León de Oro por el conjunto de su obra, y Watkins encontró
su primera rehabilitación en agosto pasado en el Festival de Locarno
y ahora en la muestra de Toronto, que exhibe también un documental
realizado por el National Film Board de Canadá dedicado a este
cineasta, marginal como pocos.
Autor de una obra de marcado acento contemporáneo, organizada a
la manera de diversas series de films los Seis cuentos morales,
las Comedias y proverbios, los Cuentos de las cuatro
estaciones, el director de El rayo verde se permitió
cada tanto algunas escapadas hors-série y entre ellas sólo
tres hacia el pasado, a cual más exquisita y sutil: La marquesa
de O (1976), sobre el relato de Henrich von Kleist; Perceval el galo (1978),
sobre un texto medieval; y ahora La inglesa y el duque, un film que por
su vitalidad y capacidad de invención parecería desmentir
los 81 años del realizador. Realizado en video digital de alta
definición y rodado íntegramente en estudios, el film de
Rohmer viene a subvertir la idea de una visión omnisciente de la
Historia y prefiere atenerse a la verdad subjetiva de un testimonio en
particular. En este caso, las memorias de Grace Elliott, una aristócrata
británica que fue amante de Philippe, duque de Orléans,
un miembro de la realeza que adhirió a las fuerzas de la Revolución
y luego fue devorado por ella.
Gracias a las nuevas tecnologías, Rohmer se permite recrear el
París del siglo XVIII como si le diera vida a los cuadros y grabados
de la época, sin ocultar jamás el artificio. Por el contrario,
para Rohmer parece no importar tanto la verdad histórica como la
verdad artística. En ello cuenta también a las memorias
de Mme. Elliott, a las que utilizó literalmente, sin la mediación
de una adaptación, un procedimiento que ya había
puesto en práctica antes con los textos de Von Kleist y Chrétien
des Troyes para La marquesa de O y Perceval el galo, respectivamente.
Lo notable del caso es que estas memorias no sólo tienen la autenticidad
de una crónica sino también el poder ficcional de una novela,
lo que hace de La inglesa y el duque uno de los films más apasionantes
de Rohmer, con algunos momentos de suspenso que parecían impensables
en su obra. Que toda la película, a su vez, responda a una visión
monárquica de la Revolución, vista a través de los
ojos de una aristócrata favorable al cambio, pero horrorizada por
la violencia de la chusma, es la manera que tiene Rohmer de
plantear no sólo una cuestión de orden ideológico
sino también de orden estético: el punto de vista como determinante
de la concepción de un film. En el otro extremo de la película
de Rohmer, La Commune (París, 1871) le da su voz al pueblo, protagonista
de los acontecimientos que a comienzos de aquel año determinaron
la fugaz pero intensa experiencia de un gobierno autónomo y proletario,
que desafió a la Asamblea Nacional, refugiada en el palacio de
Versailles y de espíritu monárquico. La Comuna fue ferozmente
reprimida, con un saldo de más de 20 mil muertos y, para conocer
mejor esos acontecimientos, Peter Watkins eligió al igual
que Rohmer refugiarse en un estudio cerrado (una vieja fábrica
abandonada), lejos de cualquier intento de superproducción en escenarios
naturales y hoy falsamente representativos.
El procedimiento seguido por Watkins fue volver a poner en acto en
ese escenario que nunca esconde su impronta teatral aquella experiencia,
con un centenar de actores no profesionales, dando nueva vida a las discusiones
políticas y a los problemas cotidianos de la Comuna. El resultado
es sorprendente, no sólo por el uso de ciertos mecanismos de distanciamiento
brechtiano la irrupción de un equipo de periodistas de TV
Commune que entrevistan a los revolucionarios sino también
por la manera en que Watkins, al igual que Rohmer, pone en crisis la noción
del film histórico made in Hollywood y ofrece a cambio un pasado
siempre vivo, incandescente.
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