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Caníbales

Por Sandra Russo

Esta vez no fue un francotirador enajenado que disparó contra escolares, ni un veterano de Vietnam que después de rumiar durante décadas su odio salió a matar a sangre fría, ni un loco sectario que convenció a treinta personas de ingerir cianuro para hacer un viaje a las estrellas. Los norteamericanos están acostumbrados a ese tipo de alienación, y la soportan como quien debe tolerar los efectos colaterales de un remedio. El remedio en cuestión es el ideario con el que han logrado erigirse en los portadores del timón del planeta. “El mundo civilizado” son ellos, que a veces salen de paseo por el mundo con sus camisas hawaianas y sus cámaras digitales, y son por un par de semanas turistas en estos patios traseros y exóticos. Cuando los norteamericanos intervienen en guerras –un vicio del que no han logrado desembarazarse tan rápido como del tabaquismo–, las miran por tevé, en espectáculos mediáticos prolijos y discretos, en los que las explosiones parecen escenografías de las que los extras han escapado un rato antes. Pero no es así: ni en América latina en los ’70, ni en la Guerra del Golfo en los ’90 había extras, sino civiles tan civiles como esos miles de empleados inocentes que fueron víctimas del atroz ataque del martes.
No se puede saber a ciencia cierta, pero sí se puede intuir que quien quiera que fuese que planeó el atentado lo diseñó no sólo para asestar un golpe real y devastador, sino además para provocar un golpe simbólico en ese pueblo atacado que quedó convertido al mismo tiempo en un pueblo espectador. La sincronía entre los dos ataques a las torres, con diferencia de minutos, hizo que la tragedia quedara convertida instantáneamente en espectáculo, y es ese el espectáculo que vemos una vez y otra vez, repetido por las diferentes cadenas de tevé, cada una aportando su ángulo, cada una con el plus de su propia cámara ya instalada y en posición.
Cuando hay víctimas inocentes, ninguna lección sirve. Cuando hay gente que se despide de sus hijos, sale de su casa y ya no vuelve, no hay nada ejemplificador, salvo la locura intrínseca de quien se arroga el derecho de usar las vidas de otros para expresarse, sea en nombre del odio o en nombre de la libertad. Que el terrorismo esto lo ignora y que insiste en su lógica demente ya se sabe. Ahora falta que “el mundo civilizado” demuestre que la civilización no significa otra cosa que abstenerse de comer a los caníbales.

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