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DOS ARGENTINOS CUENTAN COMO FUE EL DIA SIGUIENTE A LA CATASTROFE
“El paisaje de Nueva York da miedo”

La hija de Martha Oyhanarte y el de Tomás Eloy Martínez relatan el día después: las ruinas y la explosión del nacionalismo.

Por Cristian Alarcón

Sobre los restos de las Torres Gemelas, en el centro del poder económico, continuaba ayer esa nube de polvo que dejó el atentado suspendida en la postal del imperio. Más allá del círculo cerrado en el que esperaban quienes sobrevivían aún bajo los escombros, la ciudad retomaba ayer el ritmo como un gigante anémico, apaleado, la sombra de lo que fue el esplendor neoyorquino. “Me levanté y llamé a mi trabajo pero me dijeron que no abrirían porque estaba todo cortado. Es muy triste ver el paisaje de Nueva York después del ataque, da miedo”, cuenta Camila Sivak, una de las hijas de Martha Oyhanarte, radicada en Queens y empleada en una juguetería demasiado cercana al hongo que impresionó al mundo. Mientras habla con este cronista, desde un locutorio cercano a su casa, por la calle ve a un hombre con un grabador al hombro del que ha colgado la bandera norteamericana; a varios con remeras ilustradas de azul, rojo y estrellas; a un perro al que también le colgaron el “sentimiento patriótico” que ayer propulsó con encendidas declaraciones el alcalde Rudolph Giuliani. En efecto, las propias cifras del mercado hablaron: Wal-Mart, el principal minorista del mundo, vendió 88.000 banderas estadounidenses en las horas siguientes al ataque.
Las banderas, la sangre, la voluntad: las tres lanzas que antes de lo que nadie puede predecir como respuesta bélica, los norteamericanos salieron a blandir tras el desastre de Manhattan. Ayer hubo no sólo una explosión de patriotismo sino también de donadores de sangre y de voluntarios para las tareas de rescate. Eran tantos los dispuestos a poner el cuerpo en los trabajos del día después que el propio Giuliani dijo que eran más de los que la municipalidad podía administrar. “Acá el comentario de la gente en la calle es siempre el mismo, que se van a fortalecer, que nadie puede derrotarlos”, dice Camila, la chica de 26 años a la que el martes, cuando iba a trabajar como cada día, en el lugar donde toma su café el empleado le dijo “no vayas, un avión chocó con las Twin Towers”.
Camila pensó que el desastre tenía límites, que era un accidente sin explicaciones, que la juguetería abriría sus puertas, que seguía viviendo en “una ciudad segura donde nunca había sentido temor como me pasaba en Buenos Aires cuando volvía tarde a mi casa”. Por eso tomó el metro. Y a pesar de ver desde la boca del subte la torre norte humeando, entró. Avanzaron hasta la altura de la calle 50. Pasaron allí cuarenta minutos aislados. Los hicieron bajar en la estación de Time Square, sobre la 42. Al salir, vio a cientos de personas caminar y correr desorientadas. Pensó en lo lejos que quedaba su casa. Pensó en Federico, su novio, en la otra punta de la ciudad; en su madre. Buscó un teléfono. Había colas de desesperados. Esperó. Discó. El celular de Federico no funcionaba.
Blas Martínez, hijo del escritor Tomás Eloy Martínez y que hace un master en Media Studies en la New School, estaba en su casa de Harlem cuando su compañero de cuarto lo despertó con la TV encendida. Con la curiosidad del que vive para capturar imágenes y con la excusa de ir a la universidad salió a la calle. El metro estaba cerrado. Tomó un ómnibus, el 104 que va por la Broadway. “Se fue llenando hasta que éramos tantos que empezó a parar para que bajaran pero volvía a llenarse.” El chofer no podía acelerar por el peso de los pasajeros apiñados. Los pasajeros especulaban sobre el ataque. Que si era sólo el impacto de los aviones, que si había bombas, que si había un escape de gas. “¡Vamos, vamos, tienen que bajarse algunos!”, gritaba el conductor. Pero hubo un momento en que ya nadie resignó su lugar. Y en Time Square, el 104 se detuvo. A partir de allí ya podía verse el humo de las torres.
Camila estuvo en la misma zona pero más temprano, a la hora de las corridas. En su deambular, los peregrinos se preguntaban unos a otros qué hacer, dónde ir. Una chica le ofreció que se refugiaran juntas en su oficina hasta tener una idea para salvarse. Pero ella sólo pensaba en volver a casa. Sin darse cuenta cómo, estuvo frente al Rockefeller Center. “Pensé ‘estoy en un lugar demasiado importante, aquí también puede pasar algo’.” Entonces recordó que un amigo argentino, Gastón Kolker, acababa de mudarse a la zona. Lo despertó con el timbre. “¿Qué pasa?”, le dijo él, medio dormido. “Loco, explotaron las Twin Towers”. El no podía creerlo. No había escuchado el despertador. Por eso no había ido a su trabajo en Wall Street a cuatro cuadras de las torres. Sin teléfono y sin televisión, bajaron a un bar para enterarse de algo. Esperaron encerrados hasta las cinco de la tarde, cuando un policía le dijo que podía tomar el subte a Queens. Regresó en silencio viendo la humareda de la postal que ya no era. Blas estudia cine y con ese ojo avizor caminó viendo las postales nuevas. “La gente estaba sentada por todas partes, ya se sabía que los puentes estaban cortados, no había más transporte.” Esperaban en los cordones y en las esquinas, contra las pantallas que transmitían el desastre o escuchando radio. Ya estaban cerrados hasta los McDonald’s. El encontró un Burger King donde sació el hambre. Yendo hacia la universidad, vio un camión de carga repleto de niños que eran alejados del desastre. “Nunca había visto Manhattan en ese estado de disolución”, describe. Nunca la vio raleada como ayer. Aunque en las zonas a salvo de las explosiones algunos cines volvían a pasar películas de Hollywood como las que ficcionalizaron un probable desembarco enemigo en el corazón del capitalismo. Aunque volvieron a freír hamburguesas los McDonald’s. Aunque él pudo entrar a un local a comprar videos. Aunque la venta de banderas fuera un record. Aunque el mismo martes cuando caminaba por el caos en las esquinas se hacían la América los vendedores de esas remeras para turistas que dicen “I love NY”. Se las quitaban de las manos los consumidores del imperio para ponérselas como escudos aunque fueran sólo merchandising.


RETRATO DE UNA CIUDAD SITIADA Y SILENCIOSA
Manhattan después del hongo

Por Matthew Engel*
Desde Nueva York

Manhattan ha sido dividida en tres zonas, como Berlín en los viejos tiempos. El downtown en su totalidad, desde la calle 14 hacia abajo, ha sido aislado por la policía, aunque quienes viven allí o quienes trabajan pueden ingresar. Pasando el Greenwich Village, la zona de exclusión se torna realmente severa, y las familias permanecen alejadas de sus hogares, a no ser que hayan obtenido un permiso especial. Pero más allá existe una tercera zona, una zona que queda no sólo fuera de los límites del ser humano común, sino más allá de la imaginación humana.
Era otra cálida y prístina mañana del verano tardío de Nueva York, un día que, bajo cualquier otra circunstancia, podría ser llamado perfecto. A lo lejos, el humo se veía como un montón de nubes bajas. Hasta que uno descubría que no eran nubes. Un poco más cerca, aún lo podía ver emergiendo al ras del suelo, como la niebla, o como ese vapor extraño que por alguna razón siempre brota de las alcantarillas en las calles de Nueva York. Después tomó una forma más extraña aún: obligado por los rascacielos que aún quedaban en pie entre los escombros, el humo subió antes de esfumarse. Tanto en su forma como en su intensidad, su poder, y sus efectos, esta imagen fue la más cercana que el mundo moderno ha tenido del hongo de la bomba nuclear.
Y la ciudad que nunca duerme estaba casi silenciosa. Se notaba la falta de los hombres de traje y camisas rayadas. Con los mercados cerrados, muchos de ellos estaban en casa. Muchos no.
En las zonas de exclusión, de todos modos, el silencio era aún más profundo. “He vivido en Manhattan toda mi vida”, dice Asher Jason, que en el momento de las explosiones estaba paseando su perro terrier por el Village, “y nunca he visto algo igual. En las tardes de domingo, durante el verano, hay mucha quietud, pero nunca tanta”.
Muchos de los trabajadores del corazón financiero, en especial los más jóvenes, viven cerca del Greenwich Village. Pero pasaron 24 horas hasta que sus amigos repararan en los amigos que aún no han visto. “Seguramente, todos conocemos a alguna persona que trabajaba o vivía allí”, comentó Nicky Perry, a cargo de un local de Manhattan, Tea and Sympathy. “Ayer estábamos como adormecidos. Hoy estamos aún peor”.
Cerca del mediodía de ayer, la normalidad comenzó a recuperarse. Las líneas de transporte fueron restablecidas, y el humor negro brotó. Un neoyorquino señaló que los más beneficiados serán los propietarios de inmuebles: la ciudad tenía superabundancia de oficinas, pero con la pérdida del WTC ése es un problema resuelto. En la zona de la prensa, junto a St Vincent’s, un cameraman llamaba a su oficina: “No pasa nada acá, porque lamentablemente no hay nadie”.
* The Guardian, especial para Página/12.

 

 

 

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