Por
Cristian Alarcón
Sobre
los restos de las Torres Gemelas, en el centro del poder económico,
continuaba ayer esa nube de polvo que dejó el atentado suspendida
en la postal del imperio. Más allá del círculo cerrado
en el que esperaban quienes sobrevivían aún bajo los escombros,
la ciudad retomaba ayer el ritmo como un gigante anémico, apaleado,
la sombra de lo que fue el esplendor neoyorquino. Me levanté
y llamé a mi trabajo pero me dijeron que no abrirían porque
estaba todo cortado. Es muy triste ver el paisaje de Nueva York después
del ataque, da miedo, cuenta Camila Sivak, una de las hijas de Martha
Oyhanarte, radicada en Queens y empleada en una juguetería demasiado
cercana al hongo que impresionó al mundo. Mientras habla con este
cronista, desde un locutorio cercano a su casa, por la calle ve a un hombre
con un grabador al hombro del que ha colgado la bandera norteamericana;
a varios con remeras ilustradas de azul, rojo y estrellas; a un perro
al que también le colgaron el sentimiento patriótico
que ayer propulsó con encendidas declaraciones el alcalde Rudolph
Giuliani. En efecto, las propias cifras del mercado hablaron: Wal-Mart,
el principal minorista del mundo, vendió 88.000 banderas estadounidenses
en las horas siguientes al ataque.
Las banderas, la sangre, la voluntad: las tres lanzas que antes de lo
que nadie puede predecir como respuesta bélica, los norteamericanos
salieron a blandir tras el desastre de Manhattan. Ayer hubo no sólo
una explosión de patriotismo sino también de donadores de
sangre y de voluntarios para las tareas de rescate. Eran tantos los dispuestos
a poner el cuerpo en los trabajos del día después que el
propio Giuliani dijo que eran más de los que la municipalidad podía
administrar. Acá el comentario de la gente en la calle es
siempre el mismo, que se van a fortalecer, que nadie puede derrotarlos,
dice Camila, la chica de 26 años a la que el martes, cuando iba
a trabajar como cada día, en el lugar donde toma su café
el empleado le dijo no vayas, un avión chocó con las
Twin Towers.
Camila pensó que el desastre tenía límites, que era
un accidente sin explicaciones, que la juguetería abriría
sus puertas, que seguía viviendo en una ciudad segura donde
nunca había sentido temor como me pasaba en Buenos Aires cuando
volvía tarde a mi casa. Por eso tomó el metro. Y a
pesar de ver desde la boca del subte la torre norte humeando, entró.
Avanzaron hasta la altura de la calle 50. Pasaron allí cuarenta
minutos aislados. Los hicieron bajar en la estación de Time Square,
sobre la 42. Al salir, vio a cientos de personas caminar y correr desorientadas.
Pensó en lo lejos que quedaba su casa. Pensó en Federico,
su novio, en la otra punta de la ciudad; en su madre. Buscó un
teléfono. Había colas de desesperados. Esperó. Discó.
El celular de Federico no funcionaba.
Blas Martínez, hijo del escritor Tomás Eloy Martínez
y que hace un master en Media Studies en la New School, estaba en su casa
de Harlem cuando su compañero de cuarto lo despertó con
la TV encendida. Con la curiosidad del que vive para capturar imágenes
y con la excusa de ir a la universidad salió a la calle. El metro
estaba cerrado. Tomó un ómnibus, el 104 que va por la Broadway.
Se fue llenando hasta que éramos tantos que empezó
a parar para que bajaran pero volvía a llenarse. El chofer
no podía acelerar por el peso de los pasajeros apiñados.
Los pasajeros especulaban sobre el ataque. Que si era sólo el impacto
de los aviones, que si había bombas, que si había un escape
de gas. ¡Vamos, vamos, tienen que bajarse algunos!,
gritaba el conductor. Pero hubo un momento en que ya nadie resignó
su lugar. Y en Time Square, el 104 se detuvo. A partir de allí
ya podía verse el humo de las torres.
Camila estuvo en la misma zona pero más temprano, a la hora de
las corridas. En su deambular, los peregrinos se preguntaban unos a otros
qué hacer, dónde ir. Una chica le ofreció que se
refugiaran juntas en su oficina hasta tener una idea para salvarse. Pero
ella sólo pensaba en volver a casa. Sin darse cuenta cómo,
estuvo frente al Rockefeller Center. Pensé estoy en
un lugar demasiado importante, aquí también puede pasar
algo. Entonces recordó que un amigo argentino, Gastón
Kolker, acababa de mudarse a la zona. Lo despertó con el timbre.
¿Qué pasa?, le dijo él, medio dormido.
Loco, explotaron las Twin Towers. El no podía creerlo.
No había escuchado el despertador. Por eso no había ido
a su trabajo en Wall Street a cuatro cuadras de las torres. Sin teléfono
y sin televisión, bajaron a un bar para enterarse de algo. Esperaron
encerrados hasta las cinco de la tarde, cuando un policía le dijo
que podía tomar el subte a Queens. Regresó en silencio viendo
la humareda de la postal que ya no era. Blas estudia cine y con ese ojo
avizor caminó viendo las postales nuevas. La gente estaba
sentada por todas partes, ya se sabía que los puentes estaban cortados,
no había más transporte. Esperaban en los cordones
y en las esquinas, contra las pantallas que transmitían el desastre
o escuchando radio. Ya estaban cerrados hasta los McDonalds. El
encontró un Burger King donde sació el hambre. Yendo hacia
la universidad, vio un camión de carga repleto de niños
que eran alejados del desastre. Nunca había visto Manhattan
en ese estado de disolución, describe. Nunca la vio raleada
como ayer. Aunque en las zonas a salvo de las explosiones algunos cines
volvían a pasar películas de Hollywood como las que ficcionalizaron
un probable desembarco enemigo en el corazón del capitalismo. Aunque
volvieron a freír hamburguesas los McDonalds. Aunque él
pudo entrar a un local a comprar videos. Aunque la venta de banderas fuera
un record. Aunque el mismo martes cuando caminaba por el caos en las esquinas
se hacían la América los vendedores de esas remeras para
turistas que dicen I love NY. Se las quitaban de las manos
los consumidores del imperio para ponérselas como escudos aunque
fueran sólo merchandising.
RETRATO
DE UNA CIUDAD SITIADA Y SILENCIOSA
Manhattan
después del hongo
Por
Matthew Engel*
Desde Nueva York
Manhattan
ha sido dividida en tres zonas, como Berlín en los viejos tiempos.
El downtown en su totalidad, desde la calle 14 hacia abajo, ha sido aislado
por la policía, aunque quienes viven allí o quienes trabajan
pueden ingresar. Pasando el Greenwich Village, la zona de exclusión
se torna realmente severa, y las familias permanecen alejadas de sus hogares,
a no ser que hayan obtenido un permiso especial. Pero más allá
existe una tercera zona, una zona que queda no sólo fuera de los
límites del ser humano común, sino más allá
de la imaginación humana.
Era otra cálida y prístina mañana del verano tardío
de Nueva York, un día que, bajo cualquier otra circunstancia, podría
ser llamado perfecto. A lo lejos, el humo se veía como un montón
de nubes bajas. Hasta que uno descubría que no eran nubes. Un poco
más cerca, aún lo podía ver emergiendo al ras del
suelo, como la niebla, o como ese vapor extraño que por alguna
razón siempre brota de las alcantarillas en las calles de Nueva
York. Después tomó una forma más extraña aún:
obligado por los rascacielos que aún quedaban en pie entre los
escombros, el humo subió antes de esfumarse. Tanto en su forma
como en su intensidad, su poder, y sus efectos, esta imagen fue la más
cercana que el mundo moderno ha tenido del hongo de la bomba nuclear.
Y la ciudad que nunca duerme estaba casi silenciosa. Se notaba la falta
de los hombres de traje y camisas rayadas. Con los mercados cerrados,
muchos de ellos estaban en casa. Muchos no.
En las zonas de exclusión, de todos modos, el silencio era aún
más profundo. He vivido en Manhattan toda mi vida,
dice Asher Jason, que en el momento de las explosiones estaba paseando
su perro terrier por el Village, y nunca he visto algo igual. En
las tardes de domingo, durante el verano, hay mucha quietud, pero nunca
tanta.
Muchos de los trabajadores del corazón financiero, en especial
los más jóvenes, viven cerca del Greenwich Village. Pero
pasaron 24 horas hasta que sus amigos repararan en los amigos que aún
no han visto. Seguramente, todos conocemos a alguna persona que
trabajaba o vivía allí, comentó Nicky Perry,
a cargo de un local de Manhattan, Tea and Sympathy. Ayer estábamos
como adormecidos. Hoy estamos aún peor.
Cerca del mediodía de ayer, la normalidad comenzó a recuperarse.
Las líneas de transporte fueron restablecidas, y el humor negro
brotó. Un neoyorquino señaló que los más beneficiados
serán los propietarios de inmuebles: la ciudad tenía superabundancia
de oficinas, pero con la pérdida del WTC ése es un problema
resuelto. En la zona de la prensa, junto a St Vincents, un cameraman
llamaba a su oficina: No pasa nada acá, porque lamentablemente
no hay nadie.
* The Guardian, especial para Página/12.
|