Por
Hilda Cabrera
El
amor y su carácter difuso como dice el actor y director Osvaldo
Bonet es el tema de Che madam (título tomado de Muñeca
brava, de Enrique Cadícamo), la pieza de Américo Torchelli
y Carlos Pais que acaba de estrenar en la Sala Orestes Caviglia del Teatro
Nacional Cervantes, con Luisa Kuliok de protagonista. Una obra osada,
según Bonet, quien a cargo de la puesta intenta que los intérpretes
elaboren sus respectivos papeles a partir de una confluencia: Me
gusta que vivan la obra desde su propio trabajo, y no que la vean sólo
como un andamiaje construido por mí. Pero Bonet habla de
su nueva apuesta con algo de decepción: siente que el lugar de
la cultura en la Argentina de hoy es cada vez más chico, por la
indiferencia de las políticas de Estado.
Artista de destacada trayectoria, Bonet actuó desde niño
y se atrevió a la dirección siendo muy joven. Vivió
un tiempo en Francia y a su vuelta, en la década del 60, formó
un grupo teatral con María Rosa Gallo y Alfredo Alcón. Se
desempeñó como director en Los acosados, Las troyanas y
Cyrano de Bergerac, entre otras puestas, y como actor en Destiempo, El
jardín de los cerezos, El hombrecito (también de Torchelli
y Pais, dirigida por Osvaldo Pellettieri, en el Cervantes) y muchas más.
En cine fue asistente de dirección de Luis Saslavsky, Hugo Fregonese
y otros realizadores, y compuso personajes en las películas Quebracho,
de 1974, Contar hasta diez (1985), Cuerpos perdidos (1988), La venganza
(1999) y otras. El teatro es su pasión. Un arte de pobres
opina. Por eso molesta que nos quejemos. En la Argentina,
la gente siente en general un gran amor por actores y actrices, más
que en otras partes, creo, pero si protestamos por lo que nos corresponde,
son también muchos los que dicen que nos arreglemos solos. Esos
son los que no ven al teatro como un lugar de producción de ideas
y belleza. Les parece un florero, que está ahí, que puede
ser hermoso, pero en la vida diaria sobra. Esta actitud es muy nuestra.
Sin embargo, los intérpretes y el teatro se multiplican...
Porque en la Argentina hay una gran potencia creativa que nunca
alcanzamos a ver en toda su complejidad. Cuando creemos tenerla encaminada
aparecen los políticos y los funcionarios que la destruyen.
¿Cómo cree que se puede encauzar la creatividad?
Tendríamos que organizarnos más en la parte educativa.
Cuando el teatro se convierta en materia escolar y los chicos vayan con
gusto a ver una obra no necesitaremos publicidad para llenar las salas.
Ellos irán solitos. El público no nos acompaña porque
Buenos Aires se convirtió en una ciudad peligrosa, no hay dinero
ni ganas de salir, falta un transporte adecuado y los horarios de las
funciones no son los mejores. Cuando estuve en Canadá vi con asombro
cómo se le facilitaba a la gente el acceso a la cultura. En Eslovenia,
donde fui invitado a poner La nona, de Cossa, quedé maravillado
por la cantidad de teatros levantados junto a los edificios imperiales.
Recuerdo que el primer público de La nona estaba compuesto por
estudiantes. Estos chicos y chicas se comportaban como espectadores experimentados.
Aquí es muy diferente. Los estudiantes sólo aparecen en
época de vacaciones, obligados por sus profesores, y se ponen a
gritar como locos cuando se apaga la luz de la sala. Mientras fui director
del Teatro San Martín y del Cervantes me ocupé de que algunos
actores fueran a los colegios nacionales y les hablaran sobre la obra
que irían a ver. Era una especie de previa. Con esto logramos tener
un público extraordinario, con mucha avidez por saber.
¿Este aspecto social tiene relación con su experiencia
en Francia?
Seguí muy de cerca la difusión que hacía Jean
Vilar (1912-1971) al frente del Teatro Nacional Popular. El intentó
llevar adelante un teatro moderno con un repertorio de grandes autores
dirigido a un público de trabajadores y a precios accesibles. Durante
los cuatro años que viví en Francia (entre 1951, cuando
Vilar asumió la dirección del TNP, y 1955), me llamó
mucho la atención la calidad de lo que se ofrecía al público.
Los programas eran libritos. Para Vilar la mejor publicidad era informar
al público. Cuando fui director del San Martín lo invité
para que dialogara con algunos de nuestros directores y directoras. El
pedía que propusiéramos temas, y después conversábamos.
¿Se puede aspirar a algo semejante a un Teatro Nacional Popular
en la Argentina?
Es difícil pero no imposible. Es difícil porque acá
somos sistemáticamente maltratados. Sin embargo, seguimos construyendo.
Cuando me pregunto quién hizo posible el Teatro San Martín,
me respondo que Cunill Cabanellas. Porque fue él quien le dijo
al intendente de turno que comprara el edificio original que estaba totalmente
arruinado y el que pidió que se hicieran los camarines. A los teatros
de Buenos Aires los levantaron los artistas, los técnicos. No fueron
los intendentes, aunque después aparezcan sus nombres.
¿Qué quiere decir cuando habla de maltrato?
Que nos combaten como a bichos molestos. Pero eso no es lo peor.
Lo más aterrador es la indiferencia. Alguna gente cree que las
expresiones culturales son un adorno del que se puede prescindir. No toman
conciencia de que un país se viene abajo cuando su cultura está
adormecida.
¿Le interesa escribir?
Me gustaría. Mi padre, Carmelo Bonet, era profesor en la
Facultad de Filosofía y Letras. Escribió ensayos críticos
sobre literatura. Recibió un Premio Nacional. Era un gran tipo.
Mientras estuve en el Conservatorio, hice varios textos para Radio El
Mundo, pero nunca para teatro. Tengo algo hecho, pero no me animo a publicarlo.
Mi vida giró siempre alrededor del teatro, y ese viaje me costó,
pero fue agradable, gozoso, como decía del propio el actor y maestro
Orestes Caviglia al final de su vida.
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