Armagedon
Por
Fernando Savater*
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Como últimamente hemos asistido con frecuencia en las pantallas
a la destrucción de Manhattan (por monstruos antediluvianos, por
olas gigantes, por naves marcianas, etcétera...), las imágenes
terriblemente insólitas del pasado martes tenían paradójicamente
algo de déjà-vu. Los antiguos creían que los sueños
profetizaban los acontecimientos venideros; ahora esa función la
cumplen las películas, esos sueños compartidos por tanta
gente (sobre todo si se trata de películas americanas). Mucho se
ha reprochado al cine yanqui la manía de inventarse superenemigos
fantásticos y catástrofes en ciernes para prolongar el clima
hirsuto de la Guerra Fría, provisionalmente cancelada con la caída
del Muro de Berlín. Quizá ahora deban revisarse tales censuras
y haya de reconocerse que sea por paranoia o por oscuro complejo
de culpa los guionistas sintonizaban mejor con las posibilidades
del presente que sus displicentes críticos. En un aspecto, sin
embargo, los vaticinios cinematográficos es casi seguro que difieran
de la realidad: según acrisolada convención comercial, en
las películas los malvados encuentran su castigo y las catástrofes
obtienen consuelo en edificantes mañanas de hermandad, pero me
atrevería a apostar que el drama cuyo comienzo acabamos de ver
va a tener un desenlace mucho menos satisfactorio.
Ante el horror de lo que escapa a todo control, ante la irrupción
de lo que apenas comprendemos y no podemos reparar, los humanos parloteamos
análisis y dicterios como los niños silban en la oscuridad
para espantar su miedo. Unámonos al coro desconcertado. Hace unos
años, Enzensberg escribió en Perspectivas de guerra civil
que los conflictos bélicos van siendo cada vez menos entre Estados
y más entre tribus o bandas dentro del megaestado global en el
que ya vivimos. Porque ése es el verdadero intríngulis de
la cacareada globalización: que hoy padecemos ya una sociedad planetariamente
estatuida, un Estado mundial en el que faltan, sin embargo, leyes comunes,
controles internacionales, tribunales a los que recurrir contra los abusos,
garantías y derechos reconocidos a todos, protección social,
instituciones democráticas de alcance similar a las ambiciones
económicas de los grupos multinacionales. El Estado de bienestar
no es un error que debe ser descartado para agilizar la especulación
bursátil y la maximización de beneficios, sino un proyecto
que tendría que aspirar a su verdadera escala planetaria para salvar
lo mejor de una civilización humanista. Y ello, precisamente, no
en nombre de la retórica Utopía, sino de un verdadero realismo
político. Porque no es realista suponer que nadie podrá
vivir realmente seguro en un mundo en el que la codicia no tiene fronteras
pero la Justicia las encuentra a cada paso.
Como no creo en la pedagogía sanguinaria, dudo mucho que de la
lección espeluznante del otro día vayan a sacarse conclusiones
provechosas. Después de todo, los que han sembrado el terror en
Estados Unidos no representan una alternativa positiva al sistema caótico
en el que vivimos, sino sólo la expresión de los males que
favorece. Las ONG están de moda y por tanto debemos resignarnos
a que junto a las humanitarias florezcan otras inhumanas: el terrorismo
patrocinado por un millonario fanático es también un triunfo
siniestro de la sacrosanta iniciativa privada, para la que ya nadie se
atreve a proponer la alternativa creíble de algo defendido en común.
En cambio, deberemos seguir escuchando a los majaderos para quienes despotricar
contra todo por igual contra la esclavitud y contra quienes la abolieron,
contra la libertad que establece leyes en defensa de valores universalizables
y contra quienes la reducen al capricho intransigente de unos cuantos,
contra la fuerza utilizada para deponer a tiranos y contra la ejercida
por autócratas demagógicos, etcétera... se
ha convertido en un cómodo negocio. No se trata de creer a ciegas
en las grandes palabras, que a veces sólo son máscaras de
los peores intereses, sino de evaluar y preferir para que tantos siglos
de razonamiento humano no hayan transcurrido totalmente en vano: recordando
el dictamen de Isaiah Berlin, según el cual la diferencia entre
una persona civilizada y unbárbaro es que el civilizado es capaz
de luchar por cosas en las que no cree del todo.
Que abundan los funcionarios inútiles o mangoneadores es cosa sabida:
por ello parece apropiado hoy saludar con respeto a esos bomberos y policías,
humildes servidores de la sociedad organizada, que han muerto salvando
vidas y tratando de rescatar no sólo a sus semejantes, sino también
la dignidad compartida.
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Filósofo español. Catedrático de la Universidad Complutense
de Madrid. Especial de El País de Madrid.
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