Por
Fernando DAddario
La
internacional balcánica pasó por Buenos Aires. Arrasó,
en rigor. La Banda y Orquesta de Funerales y Bodas que dirige Goran Bregovic
trajo a la Argentina el rinconcito de la aldea global (o de la world music,
llevado al terreno artístico) que le corresponde por herencia.
Que no es tan pequeño ni está tan globalizado y, para colmo,
arrastra un cóctel explosivo abonado en siglos de odios, fiestas,
recelos raciales, reconversiones políticas y religiosas. Su breve
estadía porteña no podía pasar inadvertida.
Lo que se vio anteayer en el Teatro San Martín, en la inauguración
del Festival Internacional de Buenos Aires, y anoche en el Gran Rex, fue
su contracara idealizada, no por ello engañosa. Fue la armonía
étnica hecha música. Un milagro, casi. El prólogo
del concierto había sido picante: al discurso de bienvenida del
jefe de Gobierno de la Ciudad, Aníbal Ibarra, le sucedieron algunas
voces de pro-testa entre el público, una de ellas po-tenciada con
un megáfono.
Las canciones tienen el privilegio de unir aquello que las fronteras (geográficas
y/o ideológicas) separan. Ni siquiera el cine está en condiciones
de gestionar el certificado de inmunidad que otorga una buena melodía.
Ejemplo: Bregovic (bosnio hijo de serbios y croatas, y casado con una
musulmana) escribió la música de Underground, el film más
exitoso de Emir Kusturica (también bosnio). Hoy, guerra mediante,
y en buena medida gracias a esa película, Kusturica no puede volver
a Sarajevo, y Bregovic acumula prestigio y aplausos dentro y fuera de
su tierra. Sin embargo, la música de ese film, como la de Tiempo
de gitanos, también está inscripta en un contexto ideológico,
aunque la fascinación que provocan esos ritmos exóticos
la desvirtúen o resignifiquen. Anteayer, un público en su
mayoría correcto políticamente se deleitó con Kalasnjikov,
versión aggiornada de un himno militar yugoslavo. La cadencia inolvidable
de Ederlezi, que cautivó a los públicos de todo
el mundo e hizo bailar a los porteños, ha sido adoptada como grito
de guerra por los nacionalistas serbios. ¿Hubo contradicción
allí? Sucedió, tal vez, que la riqueza musical de la agrupación
liderada por Bregovic fue tan apabullante que poco importan las derivaciones
que haya tenido.
A un costado del escenario, un trío de exquisitas voces búlgaras,
que parecían surgir de lo más profundo de la tierra. Atrás,
una prolija orquesta de cuerdas polaca. A la derecha, un coro masculino
serbio. Unos metros más adelante, una tremebunda banda de zíngaros
que disparaban sus metales. Al frente, Bregovic, ex estrella de rock,
guitarrista, cantante. A su lado, Ognjen Radivojevic, una suerte de guerrero
mongol, que con diferencia de segundos desgarraba su profundidad percusiva
o dirigía una ceremonia coral de requiem. Los cuarenta músicos
en escena, durante 160 minutos, comandaron un viaje anárquico e
hipnótico, que llevó al público de Estambul a Bucarest,
de Argel a Sarajevo, de Varsovia a Sofía, muchas veces dentro de
una misma canción, a través de cambios de ritmo y variaciones
climáticas, en una suerte de celebración itinerante.
En ese sentido, el alma gitana prevaleció más allá
de las combinaciones estilísticas. Tocaron canciones de Sueños
en Arizona (aquí no estuvo Iggy Pop, lástima) o de Underground,
lo que transmitieron esos músicos entrañables fue una contagiosa
fuerza expresiva. Como verdaderos amenizadores de bodas y funerales (es
lo que hacen en sus ratos libres), mostraron con tanta vehemencia la vida
y la muerte que en algún momento lograron neutralizar la diferencia
entre una y otra. Fue así como nunca se terminó de saber
si se estaba bailando una explosión de vitalidad o el aquelarre
de su agonía.
|