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Una cuestión de identidad

Por Rafael A. Bielsa

Los documentos que acreditan la identidad de un individuo comenzaron por ser cartas policiales reservadas sólo a sectores estigmatizados de la población. En efecto, los orígenes del sistema de identificación en papel se remontan al invento del policía francés Alfonso Bertillón, que en 1880 fichaba a los presos mediante las inferencias que permitían sus rasgos fotográficos. Es entonces cuando nace el concepto de control de la identidad, más adelante adoptado por Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial para observar a los extranjeros por eventuales actos de espionaje, y por Francia en 1940, cuando durante el régimen de Vichy todo francés mayor de 16 años fue obligado a tener un documento con una foto junto a sus impresiones digitales. La palabra “judío”, inscripta en rojo, fue el paradigma de este criterio infamante.
Con los años, ambos países volvieron sobre sus pasos, y el concepto de control de la identidad es sustituido por el de integración nacional. Sobre la base del respeto por la vida privada, Inglaterra, Francia, EE.UU. y los países escandinavos se inclinan por abolir la idea de un “pasaporte interior”, permitiendo que cada organismo que desee tener en claro la identidad de un afiliado, cree el documento que considere más idóneo. En los últimos tiempos, la licencia norteamericana para conducir –que en la práctica suele obrar como carta de identidad– empezó a incluir el número del carné de seguridad social.
Nuestro país no fue ajeno a estos acontecimientos, y como es frecuente en nuestra historia, criterios que comenzaron siendo virtuosos terminaron por volverse malignos. El indudable carácter integrador que perseguía la leva forzosa o servicio militar, originó la libreta de enrolamiento. Es necesario decir que –más allá de que se lo haya desvirtuado con frecuencia, o de episodios delictivos como el del soldado Carrasco– el servicio militar voluntario puede cumplir una función de articulación social, en un país en el que 8040 personas caen diariamente en la indigencia.
El ejercicio del derecho de voto que Eva Perón otorgó a las mujeres, igualmente integrador, dio nacimiento a la libreta cívica. Hoy, bolivianos, peruanos y paraguayos deben acreditar ante sus eventuales empleadores, mediante su cédula, que no han delinquido, ejemplificando sin pudor lo que significa control social.
De todos los aspectos vinculados con un documento nacional de identidad, es útil poner en relieve a tres. En primer lugar, evitar la inseguridad derivada de las falsificaciones o adulteraciones; luego, intervenir en la cuantificación de las corrientes migratorias, eludiendo la discriminación; y finalmente, certificar el ejercicio del derecho cívico del voto obligatorio.
El que sabe de “documentos mellizos” es Marcelo Pablo Marú, un antiguo empleado del Banco Credicoop. Sin siquiera haber perdido su documento, al menos dos personas falsificaron el suyo, y luego el de su mujer, convirtiéndolos en deudores morosos, empresarios fantasmas y estafadores. Marú intentó en vano cambiar su nombre, le aconsejaron que vendiera todo y se mudara, llamó a un teléfono y preguntó por sí mismo: le respondió el hijo de su doble que le informó que el papá no estaba.
Las nuevas tecnologías permiten combinar medidas de seguridad que hagan prácticamente infalsificable al documento. Fondos de seguridad en color, textura elevada de los caracteres, cambios frente a la exposición a los rayos ultravioletas, tintas ópticamente variables, imágenes de alta definición, efectos tridimensionales, impresiones microscópicas, láminas térmicas y calidad de papel son capaces de disuadir a fotocopiadoras, scanners y al mismo Serge Stavisky.
Por lo demás, una cosa es la inspección territorial y la detección de indocumentados, y otra diferente es combinar xenofobia y documentación bajo la forma de un negocio. Doña Luisa, que vende mentisan, leche Gloria, y locotos “con yapita de ají colorado”, en la entrada de un supermercado en Once, vino a la Argentina hace diez años, después que murió su esposo. Es de Potosí y tiene cuatro hijos, tres mujeres y un varón. “Debe de ser difícil sacar la residencia”, le preguntan. “Sí, es difícil”, contesta. “Mi hija está sacando, de mi otra hija me dieron, pero era un ‘trucho’, le dieron una ‘plecaria’ para tres años, ya se ha cumplido y hasta ahora no le dan nada.” “¿Cuánto le cuesta?” Luisa responde que don Ricardo es un dirigente del barrio Charrúa que trabaja en migración, y que se encarga de hacer los trámites para los recién llegados. “Más o menos más de mil dólares”, dice. “Hay que pagar los papeleos y al que nos lo hace, hay que pagar.” Un ex juez federal declara que en sus diez años a cargo del juzgado sólo tuvo bolivianos procesados por problemas con los documentos. “Nunca uno con antecedentes penales”, concluye.
Por fin, las normas vigentes establecen que el Registro Nacional de las Personas, o sus delegaciones regionales, procederán –a los fines establecidos en las leyes electorales– a remitir las fichas, la nómina de electores fallecidos y las comunicaciones de cambio de domicilio a las respectivas secretarías de registro de enrolado, así como comunicarán en forma periódica y actualizada la situación de la expedición de nuevos ejemplares de documentos nacionales de identidad para el pertinente registro.
La ley de enrolamiento de ciudadanos preveía que las oficinas específicas confeccionarían la matrícula individual del ciudadano, y dos fichas, una militar por duplicado y la otra electoral. La ley de derechos políticos de la mujer establecía que el Poder Ejecutivo procedería a empadronar, a confeccionar e imprimir el padrón electoral femenino de la Nación, en la misma forma que se había hecho el padrón de varones.
La “Revolución del Parque”, del 26 de septiembre de 1890, con la que se procuró abrir cauces para una mayor participación ciudadana, fue el antecedente de la Ley Sáenz Peña, que en 1912 permitió el voto secreto, obligatorio y universal (aun cuando sólo se trataba del voto masculino). Sin embargo, recién con Hipólito Yrigoyen el “fraude patriótico” –tras el paso por las armas– dio lugar a las urnas y al respeto por las normas.
Un documento de identidad que careciera de la posibilidad de registrar la emisión del voto sólo sería posible en un contexto de abolición de la obligación de votar, obligación que contiene un elemento integrador, como lo fueron el enrolamiento y el otorgamiento a la mujer de derechos políticos.

 

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