Página/12
en EE.UU.
Por
Gabriel A. Uriarte
Enviado especial a Nueva York
Las banderas son la única advertencia. Las banderas y las cámaras.
Estados Unidos puede estar en guerra, pero Nueva York parecería
hacer todo lo posible por ocultarlo. Sin duda, el que sabe algo nota.
La ausencia de policías en los barrios del centro y norte de la
isla de Manhattan, la acumulación de basura en las calles, el ocasional
paso ensordecedor de camiones de bomberos. Fuera de esos detalles, sin
embargo, el ataque que dejó 5000 personas enterradas a menos de
veinte cuadras de distancia no parecería haber afectado la vida
al norte de la calle 13. Cruzando esa calle, en dirección a los
docks que dan sobre el río Hudson no hay un ningún crescendo
dramático. Inmediatamente al norte se encuentra el Greenwich Village,
plenamente concurrido ayer. Caminar a través de su bohemia de domingo
por la noche puede causar dudas acerca de si se está yendo en la
dirección correcta. Lo único que cambia son las banderas
y las cámaras. Las primeras aparecen de forma cada vez más
densa en ventanas, remeras y autos; las segundas hacen lo mismo en los
cuellos de los transeúntes. Cuando llega, la verdad es enceguecedora,
literalmente. Antes que nada, antes que las barreras, los policías
y soldados, los cientos de camiones y montañas de suministros,
lo primero es la ceguera causada por la luz del ocaso brillando sin ningún
obstáculo a través del gigantesco solar creado el martes
11 de setiembre.
Es apropiado que la transición sea tan abrupta. La movilización
total de las fuerzas de seguridad ordenada el martes sólo se puede
notar en esta zona. La Guardia Nacional fue movilizada, pero sus integrantes
son invisibles. La entrada a Nueva York por vía terrestre está
completamente libre de vigilancia de cualquier tipo. Por tren o autobús
uno puede atravesar todas las barreras teóricas que se esperaría
encontrar en un país en guerra. Las fronteras entre los diferentes
estados (incluso Nueva York) son imperceptibles, el equipaje no es revisado
y nadie tiene que mostrar documentos. Sólo hace falta una tarjeta
Visa para comprar el pasaje.
Nueva York, al principio, muestra una ausencia similar de paisajes de
guerra. Quizá el personal del hotel hace más preguntas que
antes, con el pretexto de un interés cortés en los planes
de viaje del huésped. En las calles alrededor del Madison Square
Garden, lo único que permitiría adivinar que hay algo fuera
de lo normal es una cantidad de gente ligeramente menor a lo habitual.
Repitiendo el patrón que se registra en el resto del país,
no hay presencia militar o paramilitar en las calles, y el número
de policías apostados en un puñado de intersecciones es
muy modesto. Su ademán no es sombrío. Al contrario, algunos
se dan turnos para aprender como usar el megáfono, y reírse
de sus propios intentos. La actitud de los civiles es aun
más pacífica: el único despliegue bélico es
el de las banderas.
Todo cambia, se invierte, al llegar a la calle Chambers. La concentración
policial es enorme, hay un sinnúmero de personas involucradas con
el rescate, y un número mucho mayor de curiosos. Según las
últimas cifras, Nueva York perdió 5.000 de sus habitantes
el martes, pero numéricamente quizá ya se vio compensada
por el aluvión de periodistas, cineastas y fotógrafos amateur
que se arremolina en torno a las barreras policiales, buscando un resquicio
que permita ver un poco más de las ruinas. Nunca pasan. Los agentes
son amables pero firmes: sólo pueden ingresar quienes viven dentro
de la zona acordonada, quienes deben identificarse con pasaporte. Así,
el masivo interés en el peor atentado en la historia de Estados
Unidos crea una barrera en torno a la barrera. Según se quejaban
algunos miembros de la policía estatal, era una barreramucho más
eficaz y obstructiva que la que se podían crear por métodos
militares.
Como prueba de que todos miran la CNN, se escuchan una y otra vez las
palabras, pesadilla logística. El movimiento de cuerpos
vivos o muertos no presentaba problemas ayer, simplemente por la cautela
de los grupos de rescate. Son los traslados en sentido contrario, de voluntarios
y suministros, los que causan dificultades. Las autoridades están
recibiendo mucho más ayuda de lo que pueden manejar, lo que se
refleja en la variedad de nombres en los camiones que operan en la zona:
la compañía Waring de madera, la Arthur Werner de mudanzas,
y el Ejército de Salvación. En grandes descampados rodeados
por alambre de púas se depositaron toneladas de suministros sobrantes.
Dos artículos se repiten constantemente: botellas de agua mineral
y gaseosas, en cajas o en las manos de quienes colaboran con el rescate.
Estos últimos son mucho menos visibles de lo que se podría
pensar. Se puede algunos encontrar grupos en la periferia de la zona prohibida,
pero la gran mayoría, incluyendo todos los que trabajaron entre
las ruinas, sólo pueden verse cuando entran o salen en camiones,
debidamente aplaudidos por la multitud afuera.
El ánimo de la multitud es apacible, por lo que es correcto describirla
como multitud y no como turba, como curiosos y no cruzados. Hay un consenso
general a favor de atacar Afganistán, y la certeza de que esto
va a ocurrir, pero no se habla de ello como una contra-jihad cristiana.
Los norteamericanos acuden en miles a las iglesias, pero desde el púlpito
oyen palabras como las pronunciadas ayer en la misa oficial en la Catedral
de San Patricio sobre la bondad y virtud del pueblo norteamericano en
su hora de crisis. Las víctimas producen un dolor mudo, al menos
hasta ahora que se han sacado tan pocos cadáveres de las ruinas.
Las paredes cercanas a la barrera están empapeladas con fotos de
personas desaparecidas desde el martes, con detalles horriblemente necesarios
tales como tiene un tatuaje con un ideograma chino en la parte inferior
de la espalda, esto dicho en relación a Kay Chao, quien trabajaba
en la torre número uno. Casi frente al río hay una zona
apartada para la atención de heridos, que ayer se encontraba casi
desierta. Un policía que vigilaba la entrada, objeto de insistentes
preguntas, explicó que no hay nadie porque están todos
muertos.
Argentinos
El encargado de prensa del Consulado argentino en Nueva
York, Ciro Ciliberto Infante, informó que no se han podido
ubicar a los cuatro ciudadanos de nuestro país que están
desaparecidos desde los atentados del martes pasado. El Consulado
trata de ubicarlos en los hospitales a los que fueron trasladadas
las víctimas de los ataques terroristas, pero la búsqueda
hasta ahora no ha arrojado ningún resultado. Además
de los cuatro desaparecidos, el Consulado busca a una mujer estadounidense
cuyo esposo es argentino. Ha sido una semana muy difícil,
por ver a los que sufrieron la consecuencias del atentado, y porque
todavía hay cinco familias argentinas desesperadas, dijo
el diplomático. |
OTRAS
TECNICAS A DISPOSICION DE LOS NUEVOS TERRORISTAS
El
fantasma del arma química
Por
Fátima Ruiz
En
setiembre de 1984 el culto religioso de Rajneesh virtió una solución
que contenía la bacteria de la salmonella en la comida de varios
bares y restaurantes de Oregon, causándoles la enfermedad a 751
personas. El 20 de marzo de 1995, la secta Aum Shinrikyo, esparció
gas sarín en el sistema de metros de Tokyo, causando 30 muertos
y más de 5500 enfermos. En ambos casos, esos cultos religiosos
trataban de impedir que las autoridades interfirieran en sus actividades;
el método que eligieron fue desparramar indiscriminadamente agentes
patógenos y químicos tóxicos con objetivos terroristas.
El primero de los ataques era parte de un complot para evitar la reelección
de dos miembros de la Corte que estaban bloqueando el proyecto de los
religiosos para expandir un pueblo que ellos mismos habían fundado
tres años antes. Se cree que el objetivo concreto era tratar de
impedir que los electores fueran a votar ya que, si el plan resultaba,
todos deberían estar enfermos el día de las elecciones.
Pero la prueba sobre los bares de Oregon fue hecha unos meses antes de
los comicios y se dieron cuenta de que era imposible practicar la contaminación
a una escala mayor por lo que, finalmente, se frustró el boicot
a las elecciones.
Un agente químico de este tipo no sólo debe ser muy tóxico
sino que tiene que serlo de manera apropiada, para que no sea demasiado
difícil manejarlo. Es decir, debe ser posible almacenar la sustancia
durante largos períodos sin que el material que la contenga sufra
degradación ni corrupción. Además, debe ser resistente
al agua y al oxígeno de la atmósfera para que no pierda
su efecto cuando se disperse. Y, encima, debe soportar el impacto creado
por la explosión y el calor cuando ya se ha dispersado.
Desde finales de los años 60 algunos individuos y organizaciones
sin conexiones de ningún tipo con gobiernos han mostrado
un creciente interés en materiales químicos y biológicos,
según analiza el informe anual del Sipri (Instituto de investigación
de la paz internacional de Estocolmo). Muchos de los actores detrás
de este tipo de terrorismo no están ligados a un Estado que los
financie o a una organización terrorista tradicional. Son lo que
se llama los nuevos terroristas. Y van desde extremistas de derecha, activistas
radicales a favor de los derechos de los animales hasta individuos envueltos
en una cruzada particular para preservar los valores de su nación
o vengarse de una autoridad o una empresa. Por ejemplo, las llamadas organizaciones
patrióticas son movimientos de identidad cristiana, ramas
del Ku Klux Klan o milicias neonazis, radicadas en EE.UU., pero activas
también en Europa. Muchos son antisemitas, antigubernamentales
y xenófobos.
El pasado mes de mayo, el director del FBI, Louis J. Freech, señaló
en un discurso ante el Senado que no hay información creíble
para asegurar que un grupo terrorista haya adquirido, desarrollado o esté
planeando usar agentes químicos, biológicos o radiológicos
en Estados Unidos. Sin embargo, aseguró que ha aumentado
el número de incidentes relacionados con el uso o la amenaza de
uso de estos agentes en el país. Entre 1997 y 2000, el FBI
investigó 779 casos relacionados con armas de destrucción
masiva. La mayoría eran falsos. Los agentes patológicos
implicados en estas investigaciones eran sobre todo dos: la ricina (toxina
biológica) y el anthrax (agente bacteriológico). Freech
aseguró que en el 2000, en 90 de 115 amenazas biológicas
investigadas por el FBI se amenazaba con usar anthrax. Otros agentes químicos
potenciales para la guerra son sarín, VX,
y botulinum toxin.
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