La
religión es un arma cargada
Por Richard Dawkins*.
Cómo
podemos persuadir a seres humanos normales de que no van a morir como
consecuencia del choque de un avión contra un rascacielos? Nadie
es tan, tan estúpido. ¿Pero qué tal esto? Es un poco
arriesgado, pero en una de ésas funciona. Ya que van a morir, ¿no
les podemos hacer creer que hay vida, otra vida, después de la
muerte? En una de ésas funciona. Ofrezcámosles un Gran Oasis
en el Cielo, donde manan sin fin refrescantes fuentes. Arpas y nubes no
sirven para el tipo de hombres jóvenes que necesitamos, por eso
en cambio les podemos decir que a cada uno le tocarán 72 vírgenes,
exclusivas y cachondas.
La presuposición natural de que el secuestrador en última
instancia también valorará su vida, y actuará racionalmente
para preservarla, lleva a las tripulaciones y al staff de tierra a adoptar
decisiones calculadas que no funcionarían con módulos guiados
a los que falta sentido de autopreservación. Si el avión
de uno es secuestrado por un hombre armado que, aunque preparado para
enfrentar riesgos, presumiblemente quiera seguir viviendo, hay todavía
lugar para el regateo. Un piloto racional acepta los deseos del secuestrador,
aterriza la aeronave, hace que envíen comida a los pasajeros y
deja las negociaciones en manos de gente entrenada para negociar.
El problema con los humanos es precisamente éste. A diferencia
de las palomas, los humanos saben que una misión exitosa culmina
con su propia destrucción. ¿Podemos desarrollar un sistema
guía con la ductilidad y desechabilidad de una paloma pero con
los recursos y capacidad de infiltración de un hombre? Lo que se
necesita, en una palabra, es un ser humano al que no le importe estallar
y volar por los aires. Sería el guía perfecto para el misil.
El problema es que es difícil encontrar entusiastas para el suicidio.
Incluso pacientes con cánceres terminales pueden acojonarse cuando
el impacto va a producirse.
¿Va alguien a caer en la trampa de las vírgenes? Sí,
hombres jóvenes empapados en testosterona, pero poco atractivos
como para conseguir una mujer en este mundo, pueden estar tan desesperados
como para querer las 72 vírgenes que lo esperan en el próximo.
Es una historia difícil de tragar, pero vale la pena ver qué
pasa. Hay que conseguir hombres bien jóvenes. Alimentarlos con
una mitología completa y consistente, como para que la mentira,
cuando llegue, no parezca tan increíble. Hay que darles un libro
sagrado y hacérselo aprender de memoria. Yo realmente creo que
podría funcionar. Pero tenemos suerte: la cosa ya existe. Un sistema
de control mental que funcionó durante siglos, y que fue pasando
de generación en generación. Millones de personas han sido
educadas en él. Se llama religión y, por razones que algún
día entenderemos, la mayoría cae en sus redes. En ningún
lugar tanto como en Estados Unidos, aunque ésta es una ironía
que suele pasar desapercibida. Todo lo que tenemos que hacer es encontrar
a algunos de ésos que creen en la religión y darles lecciones
de vuelo.
¿Resulta farsesco? ¿Estoy acaso trivializando un mal inefable?
Nada más lejos de mis intenciones, que son muy serias, y que están
movidas por mi profundo duelo y por mi ira. Estoy tratando de llamar la
atención sobre algo tan obvio como si un elefante entrara en la
habitación, algo que todo el mundo es demasiado bien educado, o
demasiado devoto, como para advertir: la religión. Específicamente,
el efecto devaluador que la religión tiene sobre la vida humana.
No me refiero a devaluar la vida de otros (aunque también puede
hacer esto), sino devaluar la propia vida. La religión enseña
la peligrosa estupidez de que la muerte no es el fin.
Si la muerte es el fin, puede esperarse de una persona que actúa
racionalmente que valorice mucho su vida y que sea renuente a arriesgarla.
Esto hace del mundo un lugar más seguro, así como un avión
es más seguro si su secuestrador quiere sobrevivir. En el otro
extremo, si un número significativo de personas se convence a sí
misma, o es convencida por sus sacerdotes, de que la muerte de un mártir
es el equivalente a apretar elbotón hiperespacial y pasar a otro
universo por un agujero, entonces el mundo se convertirá en un
lugar muy peligroso. Especialmente si también creen que ese otro
universo es un escape paradisíaco de las tribulaciones del mundo
real. Y si añadimos promesas sexuales, tan degradadoras para la
mujeres, ¿es tan extraño que hombres jóvenes ingenuos
y frustrados sean seleccionados para misiones suicidas?
No hay duda de que un cerebro suicida obsesionado con la vida del más
allá es un peligrosa arma de un poder inmenso. Es comparable a
un misil inteligente, y en muchos aspectos su sistema guía es superior
al cerebro electrónico más sofisticado que el dinero pueda
comprar. Pero para un gobierno, organización o clerecía
suficientemente cínicos, es muy barato. Nuestros líderes
describieron los atentados con el cliché habitual: cobardía.
El cliché no explica lo que ocurrió en Nueva York el 11
de septiembre. El coraje y la limpieza de ánimo de los atacantes
venía de la religión. La religión también
es, por supuesto, la fuente de las divisiones en Medio Oriente que motivaron
en primer lugar el uso de un arma tan mortal. Pero ésa es otra
historia, y no la que importa aquí. Lo que aquí me importa
tiene que ver con el arma misma. Llenar el mundo de religión, o
como religiones del tipo de las monoteístas que descienden de Abraham,
es como llenar las calles de armas cargadas. No debemos sorprendernos
si las usan.
*
Richard Dawkins es profesor de Ciencia en la Universidad de Oxford, y
autor de The Selfish Gene, The Blind Watchmaker, y Unweaving the Rainbow.
La
religión es un arma cargada
Por G. Robertson *.
Desde Londres
Si
hay alguna luz brilla en la grotesca nube negra sobre la ciudad de Nueva
York, sólo podrá ser un nuevo compromiso sobre la justicia
criminal global. Es este sistema (que el Pentágono, irónicamente,
trató de asfixiar desde su mismo nacimiento) el que ofrece los
medios, basados en principios, de castigar a los culpables de este crimen
contra la humanidad. Es de esperar una respuesta militar sangrienta de
Estados Unidos, legalizada por la OTAN y justificada por el primitivo
derecho de los estados a usar unilateralmente su fuerza en
defensa propia. Nadie cuestionará la proposición del presidente
Bush de que un Estado es tan culpable como los terroristas
a los que alberga. Esto es incorrecto desde el punto de vista de la ley
(a pesar de que el estado que protege a los terroristas suelen saber sus
planes) y no otorga ningún mandato moral para matar y someter a
los ciudadanos de estos Estados. De dos mentiras, una legal y la otra
lógica, no puede resultar una verdad.
Hay otro modo de resolver esto, que todavía no ha sido puesto a
punto precisamente por la oposición de Estados Unidos. Involucra
a la comunidad internacional e implica identificar un tipo de crimen que
es contra la humanidad precisamente por el hecho de que seres
humanos hayan podido concebirlo y cometerlo nos rebaja a todos justamente
como seres humanos. Tal como lo define el Tratado de Roma para la formación
de un Tribunal Penal Internacional, el crimen contra la humanidad
se refiere a un ataque sistemático deliberadamente dirigido contra
una población civil para provocar muertes múltiples; lo
que es una descripción precisa de las atrocidades ocurridas el
martes.
El Tratado de Roma establece mecanismos detallados para llevar a quienes
perpetraron esto a la justicia, y si no es en el propio país, sí
en una corte penal internacional. El más importante y ferviente
opositor a la justicia penal internacional ha sido el Pentágono,
aliado con la facción republicana de Jesse Helms, obsesionado con
la posibilidad de que la soberanía norteamericana sería
degradada si un norteamericano es alguna vez acusado como criminal de
guerra. Su último aliento ha sido promover en el Congreso la llamada
ley para la protección de los miembros de los servicios norteamericanos,
diseñada para sabotear dicha corte retirando la cooperación
de Estados Unidos y permitiendo al presidente a usar la fuerza para liberar
a cualquier norteamericanos capturado por los fiscales y jueces
de La Haya.
La definición de un crimen contra la humanidad es suficientemente
amplia como para incluir atrocidades como las que organizó el grupo
terrorista dirigido por Osama Bin Laden. Pero muchos países, como
Gran Bretaña, todavía insiste en que esto se aplica sólo
para los actos de Estados y no de terroristas, y en esto no importa cuán
organizado y políticamente motivado esté el acto terrorista.
Hay una resaca sentimental desde los días en que un terrorista
podía significar un luchador por la libertad: todos los grupos
beligerantes, estén o no vinculados a un Estado, deben estar sujetos
a las leyes de guerra.
El premier británico debería declarar una nueva posición
legal: que el terrorismo en la escala de lo ocurrido el martes debe ser
tratado como un crimen contra la humanidad. Esto permite el uso de la
fuerza contra cualquier Estado soberano que tenga alguna responsabilidad
alguna en un crimen semejante. Sin embargo, ¿qué condiciones
y limitaciones puede imponer la ley internacional a Estados Unidos y sus
aliados?
Después del bombardeo de la OTAN en Kosovo, hay un acuerdo general
de que cualquier uso ilegal de la fuerza contra un Estado soberano para
detener crímenes contra la humanidad y castigar a sus perpetradores
debe ser circunscripto por una serie de salvaguardas. Esto incluye el
apoyo prioritario del Consejo de Seguridad de la ONU, o al menos de la
mayoría de sus miembros permanentes, la prueba objetiva y refutable
de que el Estado elegido como blanco es culpable, y el hecho de que la
respuestaarmada cumpla las leyes internacionales, sea proporcionada a
los objetivos legítimos de la misión y tenga una posibilidad
cierta de cumplirla.
Estos son los mínimos requerimientos para cualquier respuesta norteamericana
a los ataques del martes, que debería ser caracterizado como un
crimen internacional, no como una guerra. Esto significa que Estados Unidos
debe ante todo persuadir al Consejo de Seguridad de la ONU, no a la OTAN,
de la justicia de su ataque a un Estado culpable. Si Estados
Unidos acusa a bin Laden, debe obedecer al principio legal de proporcionalidad,
demandando su extradición para enjuiciarlo antes de buscar su asesinato
(y el de muchos otros) con ataques aéreos.
Estados Unidos está tentado a hacer justicia por sus propias manos.
De todos modos, en el largo plazo la seguridad de esta gran nación
dependerá de que se una a la causa común para evitar que
se repitan estos crímenes contra la humanidad estableciendo un
sistema efectivo de justicia criminal internacional.
*
Geoffrey Robertson es autor de Crimes Against Humanity. The Struggle for
Global Justice.
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