Haya organizado o no los ataques kamikazes contra blancos meticulosamente
elegidos de Estados Unidos, el movedizo multimillonario saudita
Osama bin Laden, el enemigo del mundo, para más
señas, ya tiene motivos de sobra para agradecerle a Alá
porque en el resto del mundo son cada vez más los que aceptan
representar los papeles que les ha propuesto. Desde que las primeras
imágenes de la catástrofe comenzaron a llenar las
pantallas televisivas del planeta, ha aumentado astronómicamente
la cantidad de los que concuerdan con él en que a todos les
corresponde participar en una lucha apocalíptica entre el
Bien y el Mal en la que no habrá lugar para neutrales o indiferentes.
Puesto que desde el punto de vista de este producto de un maridaje
de los esquemas tribales del siglo VII con la tecnología
mortífera y el sentido publicitario del XXI globalizado las
alternativas se limitan a morir extáticamente como un mártir
con entrada garantizada a un paraíso machista o ser aplastado
como una cucaracha, la neutralidad siempre ha sido un tanto difícil,
pero antes del 11 de setiembre pocos habrán pensado demasiado
en las amenazas proferidas por clérigos y jóvenes
hirsutos de países lejanísimos como Afganistán
y Pakistán.
A partir del bombardeo, muchos personajes influyentes sí
las han tomado tan en serio que han llegado al extremo de creerse
ante algo mucho más estimulante que una mera ofensiva antiterrorista,
una empresa confusa y ambigua si las hay: lo que tienen en mente
es un choque, acaso una guerra, entre civilizaciones,
nada menos. Aunque se trata de una simplificación grotesca,
vende bien tanto en democracias pendientes de la actitud de la
gente como en las barriadas miserables de los países
musulmanes. El hombre es un animal binario: por lo general, se siente
mucho más cómodo cuando todo es una cuestión
de blanco y negro, sin los matices grises que perturban a los sofisticados.
A su modo, Bin Laden es un ultraderechista arquetípico. Quiere
volver a las fuentes, a tiempos pretéritos cuando, supone,
todo era más puro. La suya es una versión árabe
del sueño de los intelectuales nazis que se alimentaban
de fantasías wagnerianas sobre un pasado remoto germánico
varonil, sencillo y sanguinario. También se asemeja a la
visión delirante de algunos predicadores norteamericanos.
En el libreto del saudita, los buenos musulmanes han de librar una
guerra a muerte contra las huestes de Satán. Muchos occidentales
están dispuestos a actuar en el mismo drama sagrado aunque,
como es natural, insisten en que ellos son los buenos y que sus
enemigos son inconcebiblemente malos.
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