Por
Francisco Peregil
B.
S. es miembro de la unidad de rescate número 5, cuerpo de elite
entre los bomberos de Nueva York. Se encontraba el 11 de septiembre en
su puesto desde las siete de la mañana. Horas después ingresó
en un hospital de Nueva York con aspecto de quien ha cumplido varios años
en una mañana. Para evitar que los heridos del World Trade Center
sufran secuelas y que las pesadillas se prolonguen durante meses o años,
los psiquiatras los han invitado a relatar sus recuerdos. A continuación
se reproduce el testimonio escrito a mano por el bombero B. S.
Me siento y suena el teléfono. Es un miembro de Rescate 5
y me dice que acaba de ver cómo se estrellaba un avión contra
el Trade Center. No tiene voz de bromear. En la central me dicen que nos
dirijamos allí. Se ven trozos de cuerpos por todas partes, mientras
intento maniobrar mi camión.
Mi jefe me dice que me presente ante el puesto de mando situado en la
Segunda Torre. Vamos a la escalera C y empezamos a encaminar a la gente.
Oímos a gente que se tira por las ventanas y sabemos que la situación
debe de estar muy mal.
Estoy en la escalera C cuando se oye un estruendo como de muchos trenes
juntos llegando a una estación. Cierro la puerta del vestíbulo
y nos quedamos en la escalera. Fuera, el ruido es ensordecedor. No puede
ser que se esté cayendo, pienso. ¿Se va a venir abajo y
nos va a atrapar aquí? Estamos así un minuto, más
o menos, en total oscuridad. Con la ayuda un policía, consigo abrir
la puerta. Hay gente gritando.
La oscuridad es total. Enciendo mi linterna y los llamo: Aquí
estamos los bomberos, vengan hacia mi luz. Me asomo a la zona oscura
y la gente se aproxima hacia mí. Vuelvo a llevar a un grupo de
entre 10 y 15 hacia la escalera. Al parecer, la Primera Torre se ha derrumbado,
pero no sobre la nuestra, sino alrededor, y ha destruido ventanas. Digo
a los presentes que formen una cadena y comienzo a dirigirlos hacia la
salida.
No puedo encontrar al compañero con el que estaba, y todas las
radios han dejado de funcionar. Vamos hacia la puerta y salimos entre
la Segunda Torre y el edificio federal, en el número 7, me parece.
Todo está lleno de escombros. El camino por el que vinimos está
bloqueado.
Oímos más derrumbes a cierta distancia. Parece que se está
cayendo la Segunda Torre. Siento que me empujan, me estrellan. Me fallan
las rodillas y me caigo. No voy a morirme así. Me levanto
y me meto por la ventana. He perdido el casco y la linterna. Cuando cesa
el ruido vuelve la oscuridad. Tengo la garganta llena de escombros. Me
meto los dedos en la boca para sacármelos. Estoy muy reseco, no
puedo respirar. Veo que en la habitación hay otros cuatro tipos.
Nos levantamos, conscientes de que en el patio hemos perdido a algunos.
¿Cómo vamos a salir? Digo una oración y me despido
de mi hijo de seis años, de mi esposa y mi bebé de un mes,
que tal vez no llegue a conocerme nunca.
Un hombre aconseja que nos quedemos donde estamos, que ya vendrán
a rescatarnos. Otro sugiere que intentemos salir. Otro está herido.
Lo que pienso yo es que no estoy dispuesto a morirme ahí y que
nadie va a estar tan loco como para venir a buscarnos. Examinamos la situación
y pensamos en romper la pared, pero hemos perdido nuestras herramientas
y estamos agotados. Subo a otra ventana y salgo por ella, para caer encima
de más escombros. Me siguen otros tres. Intentamos decidir hacia
dónde correr.
Poco a poco se levanta el humo y uno ve una farola que asoma desde debajo,
en la calle. Vamos corriendo hacia ella, pero hay un salto de unos cinco
metros hasta poder colgarnos de la parte superior y deslizarnos por ella
hasta abajo del todo, unos 14 metros. El otro bombero, que debe de tener
veintipocos años, salta y cae sobre los escombros. ¿Podrá
levantarse?, pienso. Se levanta y sale corriendo. Otros tres estamos
dudándolo. Sé que, a mis 43 años, el cuerpo no va
a aguantar tan bien. Estoy a punto de lanzarme en dos ocasiones. Sigo
mirando a mi alrededor. Vemos un camión de bomberos, enterrado
bajo los escombros. Qué bien nos vendría ahora la
escalera, pienso. De pronto, asoma el sol entre las nubes de polvo
y humo y puedo vislumbrar la silueta de la escalera que baja hasta la
calle. Les grito a los demás y corremos hacia ella. Está
parcialmente obstruida, pero se puede pasar.
Recorro una manzana, aproximadamente. Un poco más allá veo
a un policía que me pregunta si estoy bien. Le digo que no, me
cuesta respirar y no puedo ver. Tengo la garganta llena de restos. Me
meten en una ambulancia y me llevan al hospital.
Algunos compañeros han venido a verme, otros me han llamado. ¿Me
alegro de salir? Sí y no. Estoy encantado de ver a mi esposa y
a mis hijos, pero sé que faltan 11 miembros de mi familia del 1850
de Clove Road. ¿Cómo voy a mirar a la cara a sus mujeres
y sus hijos?
P. D. Después me entero de que mi tío estaba en el vuelo
que cayó en Pensilvania. Nuestro único consuelo es que estamos
todos convencidos de que luchó contra ellos, y eso es lo que se
supone que pasó.
P. D. Escribo esto porque quizá así me sea más fácil
dormir y no tenga que volver a revivirlo tantas veces. Aunque sé
que, probablemente, voy a revivir este día el resto de mi vida.
Gracias.
B. S..
El País, especial para Página/12.
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