Por
Julián Gorodischer
No
hay cadáveres, gritos o ambulancias. Ni una sola gota de sangre
empañó la cobertura de la CNN (en inglés y en español)
durante la semana posterior al mayor atentado de la historia de los Estados
Unidos. CNN parece plantear un escenario en que se oponen las instituciones
civilizadas y el mundo bárbaro. Ese mundo tiene al frente un gran
villano encarnado en la figura de Osama bin Laden. La tragedia cosmopolita
es narrada (una paradoja) por el punto de vista más nacionalista
que se recuerde en la televisión internacional desde la llamada
Guerra del Golfo. Una presentadora rubia, sin gestos, anticipa un testimonio.
Un presentador, bien atildado, presenta a un analista. Los conductores
nunca se alteran ante lo extraordinario: son los esfuerzos por ocultar
las marcas de una intervención. La cadena provee a todas sus repetidoras,
en un mundo que nunca estuvo tan globalizado, imágenes filtradas
por sus expertos en que no cunda el pánico. Estados Unidos
bajo ataque es la consigna de la transmisión ininterrumpida.
Frente a la escena nueva (un país contra un hombre; un bando de
los buenos con consenso casi absoluto), sólo queda que el canal-emblema
de los EE.UU. elimine incómodas preguntas o debates y lance una
sucesión de certezas para neutralizar el shock de las voladuras.
Como telón de fondo, un mapamundi alterna con la solidez de los
símbolos del Estado fuerte: los logos de la Casa Blanca, el Departamento
de Justicia, el FBI. Y las leyendas sobreimpresas repiten consignas tranquilizantes:
El mundo está unido junto a los Estados Unidos anuncia
el vocero del presidente.
Otras frases se van acumulando en la cruzada para aquietar los ánimos
tras el desastre. Argentina dice que no será neutral,
intenta ser una de ellas. El ataque a uno es un ataque a todos...,
agregan testimonios más convincentes que, como norma, serán
siempre de un miembro del gobierno o un investigador del FBI. Justificada
por la matanza, la mirada única quita de la escena a los comentadores
(analistas, expertos...): ellos disgregarían la interpretación.
Este no es tiempo de diversidad informativa; la pantalla debe ser el órgano
oficial de la cruzada. CNN, FBI y Gobierno velan por sus ciudadanos
(por su sensibilidad) y deciden enviar al mundo la imagen de una tragedia,
que parecería remitir solamente a la arquitectura. Este es un golpe
al corazón de la mole edilicia en la Gran Manzana. La imagen satura
unas pocas postales: vistas generales del impacto del avión y el
derrumbe de las torres. Vuelven una y otra vez los edificios caídos,
los escombros, la ciudad modificada. Se ven las ruinas y el manto de humo
sobre una Nueva York desierta. Aquí no hay caos, gritos, reclamos,
llanto, dolor; no hay gente. Si hay gente, hay cifras.
La información es tanta que la pantalla se ve hiperfragmentada:
en un sector, las vistas; a la derecha, el parte del funcionario de turno;
más abajo, un nuevo dato del corresponsal en Washington; y en el
plano inferior, una leyenda noticiosa que se actualiza en continuado.
Pero en ninguna de las ventanas hay sufrimiento. Hay que ordenar la catástrofe
porque la Nación debe ponerse fuerte para comenzar la guerra. Y
ésta será la guerra menos cuestionada que se recuerde. Como
contrapartida del dolor universal, la CNN registra la alegría de
un pequeño grupo de palestinos festejando. Poco después,
estalla una sorda polémica: hay expertos que dicen que esas imágenes
son de 1991, y que CNN las pasa descontextualizadas. Como quiera que sea,
una cosa es segura: la bandera estadounidense flamea, tras la pausa, fija
en el costado inferior izquierdo de la pantalla.
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