Estados Unidos está entrando
en una nueva era de Vietnam. O, al menos, algunas cosas me parecen ser
las mismas que las de 40 años atrás, cuando Estados Unidos
comenzó a combatir en serio en Vietnam: ahora, como antes, hay
una fuerte expresión de solidaridad en la sociedad civil; ahora,
como antes, hay una confusión creciente acerca de cómo traducir
esta solidaridad interna en guerra.
Cuando comenzó la guerra de Vietnam, los políticos y militares
norteamericanos tenían que convencer al pueblo norteamericano de
que había una amenaza creíble para la seguridad de la nación.
Hoy se suele olvidar lo rápido que lo lograron; el presidente Lyndon
Johnson recibió un cheque en blanco apenas ocurrió
el incidente del Golfo de Tonkín en 1964. En 1963 y 1964, el apoyo
a la guerra era ferviente fuera de los círculos académicos.
Hoy, por supuesto, no hace falta convencer a nadie.
El drama civil de Vietnam consistió en lo rápido que se
esfumó la solidaridad interna. Quedó en evidencia que incluso
la gente joven que apoyaba aquella guerra no querían intervenir
en ella. Por un largo tiempo, la izquierda norteamericana sufrió
una amnesia maligna en este sentido: al evitar la conscripción,
los jóvenes de clase media le pasaron la carga de la guerra a las
clases trabajadoras, negras y blancas. En pocos años, la fisura
de esta clase ayudó a minar la solidaridad norteamericana.
Los acontecimientos de la semana pasada parecieran haber terminado con
el síndrome de Vietnam, esto es, el rechazo de políticos
y militares a arriesgar vidas norteamericanas fuera del país. Es
que 5000 norteamericanos ya están muertos. A juzgar por los llamados
talk shows que son sucesos realmente comunitarios en Estados Unidos,
los norteamericanos ahora quieren pelear. Pero en el terreno hay signos
en sentido contrario. La Union Square de Nueva York, donde muchas personas
se acercaron para encender velas o dejar flores para los muertos, está
repleta con símbolos de paz de la época de Vietnam y con
signos garabateados pidiendo guerra. En uno de los carteles más
grandes de la plaza se puede leer: Ojo por ojo = ceguera.
Ninguna nación, en cualquier parte, puede abstenerse de realizar
una venganza cuando es atacada como lo fue Estados Unidos. Pero el trauma
de la derrota en Vietnam significó que, por espacio de tres décadas,
los líderes del país no han desarrollado una estrategia
militar nueva. Los militares resolvieron pelear sólo en guerras
en las que Estados Unidos estaba seguro de ganar, como indica la doctrina
Powell; la era Reagan, muy belicosa en palabras, sólo libró
pequeñas guerras contra Estados débiles; la década
de Clinton vaciló en los Balcanes. La razón de todo esto
no es que hubo cobardía del Ejército. Estados Unidos controló
el mundo por la fuerza de los dólares, no la de las armas. La economía
garantizaba seguridad. La semana pasada, la seguridad terminó.
Pienso que es necesario enfatizar que en la década pasada, Europa
Occidental fue tan indecisa como los líderes norteamericanos, y
también suscribió la doctrina de que el dinero puede hacer
el trabajo de las armas. Con las notables excepciones de Tony Blair y
Joschka Fischer, los hombres de Estado europeos también vacilaron
en los Balcanes. Los estrategas norteamericanos se ofendieron con razón
por las críticas y el paso a un segundo plano de parte de sus colegas
europeos, quienes en la práctica parecen haber seguido, muchas
veces, el precepto del mariscal Pétain en la Primera Guerra Mundial,
estamos esperando a los norteamericanos.
Lo que es especial acerca de la situación de Estados Unidos es
la manera en que los llamados a la guerra unen al país. Históricamente,
el estado de guerra cimienta los lazos entre aquellos fragmentos de la
miríada de la sociedad norteamericana que están peleados
en tiempos de paz. La Primera Guerra Mundial mezcló a los inmigrantes
recién llegados de Europa; la Segunda Guerra Mundial comenzó
a fusionar a negros y blancos, en una fusión patriótica
que fue todavía más pronunciada que la deVietnam. En la
Segunda Guerra Mundial, pocos soldados en el terreno sabían demasiado
sobre los países por los que estaban luchando; en Vietnam, ninguno
sabía. De todos modos, se hicieron más norteamericanos combatiendo
en esos lugares extraños. Pero después de la ofensiva de
Tet en 1968, la guerra de Vietnam marcó un cambio en este patrón
histórico. Los soldados se sintieron socavados en su moral por
los manifestantes antiguerra en casa, pero se mantuvo el coraje para pelear
contra una fuerza que parecía superior. Sin embargo, después
de Tet, muchos soldados norteamericanos comenzaron a respetar a los vietnamitas
contra los que estaban peleando.
Pienso que aquí es donde se produce un sombrío contraste
con la situación actual. Los norteamericanos pueden imaginar fácilmente
que los otros estén llenos de envidia por su riqueza. Los norteamericanos
no pueden imaginar tan fácilmente que esos otros puedan odiar tanto
la cultura de Estados Unidos como para matar a sus ciudadanos. Aunque
Estados Unidos sea una nación profundamente religiosa, el odio
de gran parte del Islam por los valores norteamericanos parece inexplicable
e insondable. Los asesinatos son eso; el impulso extranjero de combatir
al diablo es, de una manera incómoda, el espejo de
nosotros mismos. Un país puede ser derrotado por las bombas; el
odio hacia un modo de vida, no.
Como cualquier otro norteamericano, no quiero otro fracaso militar como
el de Vietnam. Sin embargo, como muchos norteamericanos que dejan velas
y flores en Union Square, tampoco quiero una victoria sobre
los enemigos actuales que destruya la vida de millones de afganos, paquistaníes,
iraníes o iraquíes, que ya sufren bastante en las manos
de sus gobernantes. No soy político ni estratega militar: no tengo
la menor idea de cómo se combate eficientemente el terrorismo.
Sospecho que nuestros gobernantes tampoco.
En los programas de noticias, los expertos de la política aparecen
llenos de planes para reforzar la seguridad interna, de modo que esto
no pase de nuevo. Pero, ¿por qué no? Lo próximo puede
ser una valija llena de microbios. La histeria no servirá en el
día a día, y por suerte se ha visto muy poca después
de los ataques a Nueva York; todo el mundo en la ciudad, desde el alcalde
hasta la gente común en la calle, se ha portado admirablemente.
Fueron calmos y generosos con los demás. Un viejo izquierdista
con quien tengo contacto frecuente cree que estamos entrando a una era
prefascista, pero yo opino que a su tiempo la gente rechazará,
con la misma razonabilidad que mostró hasta ahora, las restricciones
a las libertades civiles que se están proponiendo en estos días.
Hay mucho por decir acerca de cuánto cambiarán en lo fundamental
Estados Unidos luego de lo ocurrido, pero poco por discutir sobre lo que
los ataques dicen acerca de los norteamericanos. ¿Se detendrán
si Estados Unidos reafirmará su poderío militar, o nosotros,
como estadounidenses, debemos cambiar nuestra conducta hacia los demás
para en definitiva ganar para nosotros más seguridad? Creo esto
último, pero ese cartel Ojo por ojo = ceguera me parece
adecuado sólo para mantener despierto el recuerdo de Vietnam, de
cuando este tipo de recetas simples resquebrajó a Estados Unidos.
Lo que mantiene unida a la sociedad civil no es la ideología ni
la pena compartida, ni siquiera la religión; es la capacidad de
actuar efectivamente juntos todos los días, hacia un objetivo en
común.
Mientras mirábamos el colapso de la segunda torre del World Trade
Center, envuelta en una nube de humo, el portero del edificio donde vivo
se dirigió hacia mí y me dijo: ¿Usted piensa
que la gente podrá manejar esto?. Hace 40 años, cuando
el presidente Johnson obtuvo su cheque en blanco, pensábamos que
podíamos; cinco años más tarde, descubrimos que no.
¿Y ahora?
* Sociólogo. Enseña en Londres y Nueva York
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