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Ojo por ojo es
igual a ceguera

El sociólogo Richard Sennett compara la era
de Vietnam con lo que está pasando ahora, y encuentra parecidos incómodos que invitan a un replanteo.

Estados Unidos está entrando en una nueva era de Vietnam. O, al menos, algunas cosas me parecen ser las mismas que las de 40 años atrás, cuando Estados Unidos comenzó a combatir en serio en Vietnam: ahora, como antes, hay una fuerte expresión de solidaridad en la sociedad civil; ahora, como antes, hay una confusión creciente acerca de cómo traducir esta solidaridad interna en guerra.
Cuando comenzó la guerra de Vietnam, los políticos y militares norteamericanos tenían que convencer al pueblo norteamericano de que había una amenaza creíble para la seguridad de la nación. Hoy se suele olvidar lo rápido que lo lograron; el presidente Lyndon Johnson recibió “un cheque en blanco” apenas ocurrió el incidente del Golfo de Tonkín en 1964. En 1963 y 1964, el apoyo a la guerra era ferviente fuera de los círculos académicos. Hoy, por supuesto, no hace falta convencer a nadie.
El drama civil de Vietnam consistió en lo rápido que se esfumó la solidaridad interna. Quedó en evidencia que incluso la gente joven que apoyaba aquella guerra no querían intervenir en ella. Por un largo tiempo, la izquierda norteamericana sufrió una amnesia maligna en este sentido: al evitar la conscripción, los jóvenes de clase media le pasaron la carga de la guerra a las clases trabajadoras, negras y blancas. En pocos años, la fisura de esta clase ayudó a minar la solidaridad norteamericana.
Los acontecimientos de la semana pasada parecieran haber terminado con “el síndrome de Vietnam”, esto es, el rechazo de políticos y militares a arriesgar vidas norteamericanas fuera del país. Es que 5000 norteamericanos ya están muertos. A juzgar por los llamados talk shows –que son sucesos realmente comunitarios en Estados Unidos–, los norteamericanos ahora quieren pelear. Pero en el terreno hay signos en sentido contrario. La Union Square de Nueva York, donde muchas personas se acercaron para encender velas o dejar flores para los muertos, está repleta con símbolos de paz de la época de Vietnam y con signos garabateados pidiendo guerra. En uno de los carteles más grandes de la plaza se puede leer: “Ojo por ojo = ceguera”.
Ninguna nación, en cualquier parte, puede abstenerse de realizar una venganza cuando es atacada como lo fue Estados Unidos. Pero el trauma de la derrota en Vietnam significó que, por espacio de tres décadas, los líderes del país no han desarrollado una estrategia militar nueva. Los militares resolvieron pelear sólo en guerras en las que Estados Unidos estaba seguro de ganar, como indica la doctrina Powell; la era Reagan, muy belicosa en palabras, sólo libró pequeñas guerras contra Estados débiles; la década de Clinton vaciló en los Balcanes. La razón de todo esto no es que hubo cobardía del Ejército. Estados Unidos controló el mundo por la fuerza de los dólares, no la de las armas. La economía garantizaba seguridad. La semana pasada, la seguridad terminó.
Pienso que es necesario enfatizar que en la década pasada, Europa Occidental fue tan indecisa como los líderes norteamericanos, y también suscribió la doctrina de que el dinero puede hacer el trabajo de las armas. Con las notables excepciones de Tony Blair y Joschka Fischer, los hombres de Estado europeos también vacilaron en los Balcanes. Los estrategas norteamericanos se ofendieron con razón por las críticas y el paso a un segundo plano de parte de sus colegas europeos, quienes en la práctica parecen haber seguido, muchas veces, el precepto del mariscal Pétain en la Primera Guerra Mundial, “estamos esperando a los norteamericanos”.
Lo que es especial acerca de la situación de Estados Unidos es la manera en que los llamados a la guerra unen al país. Históricamente, el estado de guerra cimienta los lazos entre aquellos fragmentos de la miríada de la sociedad norteamericana que están peleados en tiempos de paz. La Primera Guerra Mundial mezcló a los inmigrantes recién llegados de Europa; la Segunda Guerra Mundial comenzó a fusionar a negros y blancos, en una fusión patriótica que fue todavía más pronunciada que la deVietnam. En la Segunda Guerra Mundial, pocos soldados en el terreno sabían demasiado sobre los países por los que estaban luchando; en Vietnam, ninguno sabía. De todos modos, se hicieron más norteamericanos combatiendo en esos lugares extraños. Pero después de la ofensiva de Tet en 1968, la guerra de Vietnam marcó un cambio en este patrón histórico. Los soldados se sintieron socavados en su moral por los manifestantes antiguerra en casa, pero se mantuvo el coraje para pelear contra una fuerza que parecía superior. Sin embargo, después de Tet, muchos soldados norteamericanos comenzaron a respetar a los vietnamitas contra los que estaban peleando.
Pienso que aquí es donde se produce un sombrío contraste con la situación actual. Los norteamericanos pueden imaginar fácilmente que los otros estén llenos de envidia por su riqueza. Los norteamericanos no pueden imaginar tan fácilmente que esos otros puedan odiar tanto la cultura de Estados Unidos como para matar a sus ciudadanos. Aunque Estados Unidos sea una nación profundamente religiosa, el odio de gran parte del Islam por los valores norteamericanos parece inexplicable e insondable. Los asesinatos son eso; el impulso extranjero de combatir al “diablo” es, de una manera incómoda, el espejo de nosotros mismos. Un país puede ser derrotado por las bombas; el odio hacia un modo de vida, no.
Como cualquier otro norteamericano, no quiero otro fracaso militar como el de Vietnam. Sin embargo, como muchos norteamericanos que dejan velas y flores en Union Square, tampoco quiero una “victoria” sobre los enemigos actuales que destruya la vida de millones de afganos, paquistaníes, iraníes o iraquíes, que ya sufren bastante en las manos de sus gobernantes. No soy político ni estratega militar: no tengo la menor idea de cómo se combate eficientemente el terrorismo. Sospecho que nuestros gobernantes tampoco.
En los programas de noticias, los expertos de la política aparecen llenos de planes para reforzar la seguridad interna, de modo que esto no pase de nuevo. Pero, ¿por qué no? Lo próximo puede ser una valija llena de microbios. La histeria no servirá en el día a día, y por suerte se ha visto muy poca después de los ataques a Nueva York; todo el mundo en la ciudad, desde el alcalde hasta la gente común en la calle, se ha portado admirablemente. Fueron calmos y generosos con los demás. Un viejo izquierdista con quien tengo contacto frecuente cree que estamos entrando a una era “prefascista”, pero yo opino que a su tiempo la gente rechazará, con la misma razonabilidad que mostró hasta ahora, las restricciones a las libertades civiles que se están proponiendo en estos días.
Hay mucho por decir acerca de cuánto cambiarán en lo fundamental Estados Unidos luego de lo ocurrido, pero poco por discutir sobre lo que los ataques dicen acerca de los norteamericanos. ¿Se detendrán si Estados Unidos reafirmará su poderío militar, o nosotros, como estadounidenses, debemos cambiar nuestra conducta hacia los demás para en definitiva ganar para nosotros más seguridad? Creo esto último, pero ese cartel “Ojo por ojo = ceguera” me parece adecuado sólo para mantener despierto el recuerdo de Vietnam, de cuando este tipo de recetas simples resquebrajó a Estados Unidos. Lo que mantiene unida a la sociedad civil no es la ideología ni la pena compartida, ni siquiera la religión; es la capacidad de actuar efectivamente juntos todos los días, hacia un objetivo en común.
Mientras mirábamos el colapso de la segunda torre del World Trade Center, envuelta en una nube de humo, el portero del edificio donde vivo se dirigió hacia mí y me dijo: “¿Usted piensa que la gente podrá manejar esto?”. Hace 40 años, cuando el presidente Johnson obtuvo su cheque en blanco, pensábamos que podíamos; cinco años más tarde, descubrimos que no. ¿Y ahora?

* Sociólogo. Enseña en Londres y Nueva York

 

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