Por Luciano Monteagudo
No tengo sentimientos
y, si alguna vez los tuviera, no triunfarán sobre mi inteligencia.
Si hay algo de lo que Erika (Isabelle Huppert) está convencida
es de que es incapaz de perder el control, sobre sí misma o sobre
los demás. Como profesora de piano del conservatorio de Viena,
su rigor extremo con los alumnos es equivalente al que aplica a su propia
vida personal, en la que no parece haberse permitido nunca algo parecido
a la felicidad. A los 40 años largos, Erika sigue viviendo con
su madre (Annie Girardot), con quien comparte no sólo un departamento
oscuro y estrecho sino también una vida miserable, hecha tanto
de celos y rencores como de un amor enfermizo, agobiante. Más allá
de una cotidianidad violenta entre ambas como expone la primera
escena de La profesora de piano, que anticipa el tono grave del film,
nada amenaza con alterar la estricta rutina de Erika. Hasta que aparece
Walter (Benoît Magimel), un alumno talentoso y bello, que se propone
seducirla sin intuir siquiera la profundidad del abismo al que se está
asomando.
Ganadora del gran premio del jurado en el último Festival de Cannes,
la primera película del director austríaco-alemán
Michael Haneke que llega a la cartelera comercial de Buenos Aires viene
a confirmar el universo sombrío y la frialdad quirúrgica
de su estilo, evidente ya en los cuatro films que formaron parte de la
retrospectiva que le dedicó el Festival de Cine Independiente,
en abril pasado. Se diría que aquí, más que en ninguno
de sus otros films, Haneke sigue el mismo camino que Erika le impone a
sus alumnos, cuando les pide que frente al teclado no condesciendan a
la indiferencia, pero tampoco a la sensiblería. Este camino es
aún más ajustado y peligroso en La profesora de piano, porque
su estructura exterior responde a la de los viejos melodramas románticos,
al mismo tiempo que la distante puesta en escena de Haneke y la crueldad
de algunas de sus imágenes le niega al film y a su heroína
toda posibilidad de un gesto novelesco, incluso en el trágico momento
final.
Este contraste es también evidente en la relación que Erika
establece con Walter. Lo primero que ella advierte en él es una
cualidad negativa: Tiene una tendencia excesiva a adornar, al mero
virtuosismo, se queja de su interpretación de una sonata
de Schumann, en la que Erika le reprocha no haber comprendido el
ocaso del alma que late en la obra. Sucede que esa destreza de Walter
naturalmente talentoso, seductor, seguro de sí mismo
responde a su idea de virilidad. Cuando ella finalmente acceda a una relación
con Walter, pondrá en crisis esa postura. A diferencia de lo que
es habitual para él como se hace evidente en un par de fugaces
escenas de seducción, en un concierto y en un campo de hockey sobre
hielo, ella será quien detente el poder entre los dos. Ella
será quien intente decidir cuándo y cómo (Tengo
todo lo necesario, le dice y le muestra sogas, cadenas, una máscara
negra...). La resistencia de Walter a someterse a una voluntad ajena será
el detonador que exacerbará las pulsiones autodestructivas de Erika,
incorporadas a su vida cotidiana, como lo demuestra una escena terrible
en la que ella flagela su sexo con la misma indiferencia con que se peina
o se lava los dientes.
Aunque una lectura posible de La profesora de piano podría hacer
pensar en una mera oposición entre la alta cultura de la música
clásica y lo bajo del sexo, esa idea elemental parece desmentida
por el propio film, que en todo caso aprovecha el mundo cerrado del conservatorio
un conservatorio austríaco, con toda la disciplina que ello
implica en la tradición musical para exponer las conductas
sadomasoquistas que parecen constitutivas de la relación entre
profesores y alumnos. Es allí, parecería decir Haneke, donde
tiene su razón de ser un personaje como Erika, que le impone al
film la misma sequedad que a sus sentimientos. Los largos planos-secuencia
(sin cortes) con que están construidas algunas escenas fundamentales
no hacen sino reforzar esa aridez esencial de La pianiste.
Parece imposible pensar la película sin la presencia de Isabelle
Huppert, que obtuvo en Cannes el premio a la mejor actriz por este trabajo.
A diferencia de los personajes que suele interpretar magistralmente para
Chabrol, como el de Gracias por el chocolate, en donde llega al ojo del
mal a través de la banalidad diaria, aquí en el film de
Haneke vuelve a asomar una oscuridad germánica, que ella ya había
explorado en Malina (1991), de Werner Schroeter. Ese film tenía
como guionista a Elfriede Jelinek, la autora de la novela que ahora dio
pie a La profesora de piano, y si allí el personaje de Huppert
literalmente se prendía fuego, aquí su Erika arde, pero
como la piel en contacto con el hielo.
PUNTOS
La
familia como un infierno diario
Por
Horacio Bernades
Caos a la
mañana, caos a la noche, caos en el desayuno..., dice el
poema que en algún momento esboza Julien, protagonista
esquizofrénico de julien donkey-boy (el título de la película
se escribe así, todo con minúscula). Aunque a primera vista
parezca inarticulado y sin sentido, la reiteración de la palabra
caos, pronunciada en medio de una reunión de su muy disfuncional
familia, lo hace portador de una verdad que va más allá
de cánones estéticos y reglas de composición. Algo
semejante ocurre con el film en su conjunto. Filmada en el video digital
más casero y granuloso que pueda imaginarse y dándole brutalmente
la espalda a la gramática cinematográfica convencional,
julien donkey-boy puede parecer, a primera vista, anárquica, caótica,
caprichosa y hasta fea. Es posible que lo sea, pero es también
una película con una carga de verdad que el cine normal
no suele tener.
Por otra parte, ¿qué mejor manera de retratar a una familia
disfuncional que apelando a cierta disfuncionalidad cinematográfica?
Segunda película como realizador del jovencísimo Harmony
Korine, guionista de la revulsiva Kids y con 25 años al momento
de realizarla, julien donkey-boy no necesita pronunciar palabras como
desorden, abuso infantil o enfermedad familiar: las transmite directamente,
mediante la forma misma. Una sucesión de viñetas sin aparente
ilación entre sí antes que una narración convencional,
julien donkey-boy (expresión traducible como Julien, chico
burro) narra algunos días en la vida de una familia de clase
media-baja, que vive en los arrabales neoyorquinos. Raramente Nueva York
habrá lucido así: apenas unas pobres callejuelas y unas
casas no demasiado limpias ni cuidadas, casi una geografía del
abandono.
En una de esas casitas viven Julien (el escocés Ewen Bremner, visto
en Trainspotting y The Acid House) y su familia. Se supone que el muchacho
es esquizofrénico, porque oye voces y en algún momento parece
hablarle a alguien a quien no se ve. Por lo demás, se comporta
como débil mental liso y llano. Julien vive con su padre, un alemán
que, cuando no bailotea en cal- zoncillos, se dedica a martirizar a Chris,
el hermano menor, a quien entrena para alguna imprecisa competencia atlética.
Tenés que ser fuerte; tiene que haber un ganador en esta
familia, repite, mientras le da duchazos helados. En el papel del
padre, Korine se dio el gusto de contar con su admirado Werner Herzog,
en el que es hasta el momento su mayor aporte actoral (Herzog había
aparecido ya en Más allá de los sueños, pero apenas
como una cabeza a la que los demás pisaban).
La familia se completa con la abuela (abuela real del realizador), un
perrito y Pearl, hermana menor de Julien (la sublime Chloë Sevigny,
vista en Kids, Los muchachos no lloran y Los últimos días
de la disco). Pearl está embarazada de siete meses. El papá
del niño no es otro que Julien. Lo cual, siendo como es un signo
visible de descomposición familiar, no parece aparejar mayores
traumas a los hermanos. Algo que el guión intentará conjurar
con una tan cruel como innecesaria intervención en la trama. Narrada
con máxima discontinuidad, imágenes sucias y
abundancia de desenfoques y desencuadres, esta primera película
estadounidense aceptada por el Dogma danés podría
parecer un ejercicio de estilo bizarro, si no fuera por el modo en que
ese despliegue de antiestética seadecua a su tema. Korine se vincula
con sus personajes desde una proximidad y simpatía infrecuentes,
dejando sentado, en los hechos, que ese mundo aparentemente torcido puede
ser, por qué no, un buen planeta para vivir.
PUNTOS
PECADO
ORIGINAL, CON ANTONIO BANDERAS Y ANGELINA JOLIE
La novia trucha de don Juan Valdez
Por Martín
Pérez
Aunque la voz en off con la
que comienza la narración de Pecado original pretenda dejar en
claro qué clase de relato es el que sus extensas dos horas presentarán
(Esta es una historia de amor, se escucha por ahí),
la imagen lo dice todo. Y la primera imagen que se alcanza a ver del promocionado
producto que reúne en pantalla a las dos bombas sexies del último
y devaluado Hollywood es la de los exagerados labios de Angelina Jolie
llenando toda la pantalla. Son ellos los que hablan de historias de amor,
aunque irremediablemente para eso están allí, después
de todo hagan hablar de otra clase de historias.
Anunciada como vehículo de tórridas escenas de desnudos
entre ambas estrellas, lo mejor del film de Cristofer es que rápidamente
cumple con lo prometido. Ambientada en una Cuba semicolonial, su historia
cuenta cómo el próspero empresario de café encarnado
por el galán de pelo en pecho Antonio Banderas recibe a vuelta
de correo una esposa que no es la casta y abúlica prometida que
esperaba sino a una belleza explosiva encarnada por la rotunda Jolie.
El fogoso romance que inician los recién casados terminará
abruptamente cuando el personaje de Banderas se desayune con que su esposa
no era quien decía ser, y ella huya con todos sus bienes en común.
Pero, lejos de terminar, la historia recién comienza, ya que el
cafetero correrá detrás de su estafadora, pero no para castigarla
sino para entregarse por entero a ella. Plena de intríngulis telenovelescos,
Pecado original estalla aquí y allá con flagrantes cursilerías
y sorprendentes excesos, pero sucumbe indefectiblemente bajo el peso de
su excesivo metraje. En particular, cuando los desnudos prometidos llegan
durante su primera media hora y luego habrá que buscar una historia
a la que intentar aferrarse entre tanto labio carnoso.
PUNTOS
HISTORIAS
DE ARGENTINA EN VIVO
Un país fragmentado
El proyecto, que nació como un hijo de la gira
musical del verano, derivó en un atípico film colectivo, que gana
mientras más ficción tiene.
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|
Por
Eduardo Fabregat
La apuesta era
tan ambiciosa como Argentina en Vivo 2, el ciclo de shows que recorrió
diversos puntos del país a comienzos de este año: reunir
a trece directores para dar su visión sobre cada una de las paradas
del itinerario, en cortos de una duración no mayor a los siete
minutos. El resultado no podía ser menos que fragmentario, pero
ésa es también la idea: pocos puntos en común pueden
encontrarse entre Mercedes Sosa y los Ratones Paranoicos, por ejemplo,
o entre Julio Bocca y Los Pericos. El nexo fue el evento, y el evento
es también el nexo de Historias de Argentina en Vivo, un film de
inevitables altibajos, pero con la cohesión de las buenas intenciones
y una dignísima factura.
El espíritu que guió a Andrés Di Tella coordinador
del proyecto completo, además de responsable del corto sobre Divididos
en Ushuauaia y los demás realizadores fue evitar puntualmente
lo que convertiría a la película en un registro monótono
de artistas sobre el escenario. Con esa libertad argumental y el requisito
de liviandad técnica (se filmó con cámara
digital, para luego pasar a 35 mm), cada uno afrontó el ejercicio
a su modo, pero concentrándose en general en la potencia de una
historia antes que en buscar un imposible registro general. De todos modos,
hay cruces que concentran lo particular y lo general, como cuando uno
de los pibes que tocan con Divididos en el sur desliza que a medida
que cumplo años, el futuro que imaginé para mí se
aleja cada vez más.
Ese retrato familiar de Di Tella abre un recorrido que ofrece múltiples
atractivos. Si Miguel Pereira buscó la emoción de la bienvenida
a Mercedes Sosa en el punto más boreal del país y Jorge
Polaco cultivó su particular estilo para poner a Julio Bocca a
bailar con Margotita, aquellos que se inclinaron por la ficción
consiguen el mejor brillo. El dúo Nardini/ Bernard (768903)
va del costumbrismo de un fan cordobés a una asfixiante escena
en un auto, para conferirle poderes mágicos a la mismísima
Mona Jiménez. Postiglione resuelve en pocos minutos una perfecta
historia de amor, con Páez como portador de polaroids de locura
ordinaria y un inolvidable vendedor de remeras. Capilla hace que Cerati
y Adrián de Santo jueguen con sí mismos en uno de los clips
más logrados, sobre todo por los conceptos de tiempo, ritmo y pausa
que maneja. Bruno Stagnaro le saca el jugo a una fan que quiere cruzarse
con el Bahiano para cogérmelo... o matarlo. Con sólo
la voz de Adrián Otero en off, Gregorio Cramer hace una impactante
pintura de Avellaneda, un pueblo/ciudad sacudido por un triple asesinato.
Entre todas esas historias, por ósmosis ideológica, una
brilla por su esencia rockera: para el show de Ratones Paranoicos, Fernando
Spiner le dio vida a dos vaquitas del palo que se ganan un
viaje en un talk show (El sueño de los justos) conducido
por una Barbie. En su encuentro con Juanse o con vacas que se creen perros,
una artesanía tehuelche combativa y un Papá Noel stripper,
el dúo puede arrancar las reacciones más potentes de una
platea avisada en tales códigos. Del delirio casi lisérgico
de las vacas on tour o el aire futurista de Albertina Carri con
sus extraterrestres/ músicos alternativos y Adrián
Caetano (quien encontró cuatro personajes bien de película
para sus Caballeros de la Quema en decadencia), el film llega sin mayor
conflicto a la emotiva historia final de Piñeyro, dos hermanos
separados por el exilio y La cultura es la sonrisa de Gieco
sonando en una casetera en Berlín.
Si Historias de Argentina en Vivo no cierra con una mayor firmeza es porque
las escenas intermedias (el público hablando, varias
escenas de conducta y lenguaje joven actuadas por el grupo de teatro Los
Susodichos) terminan oficiando de pinceladas de color y no como vínculo;
quizá un desarrollo paralelo hubiera cerrado el segmento de Gieco
con un moño aún contundente, en una historia de por sí
poderosa. Pero es al cabo un pecado menor de un film de raro disfrute,
que conserva su pulso aun a pesar de sus momentos menos logrados. Un film
que puede ostentar también el logro de evitar el tufo propagandístico,
convirtiéndose en una apreciable pieza cultural y retrato social
más allá de su dependencia económica de los entes
oficiales. Eso, el chiste del vendedor de remeras de Páez sobre
el sushi y las vaquitas de Spiner despidiéndose con un monumental
Hasta la victoria siempre, puuutossss!!, le otorga a todo
el proyecto la frescura necesaria para que estas historias resulten válidas
más allá de todo evento.
PUNTOS
Trece directores,
trece cortos
- Divididos en Ushuaia: Andrés Di Tella.
- Pericos en San Juan: Bruno Stagnaro.
- Memphis en Avellaneda, Santa Fe: Gregorio Cramer.
- Los Caballeros de la Quema en Corrientes: Adrián Caetano.
- Julio Bocca en Santiago del Estero: Jorge Polaco.
- Los Ratones Paranoicos en Río Gallegos: Fernando Spiner.
- Mercedes Sosa en Santa Catalina: Miguel Pereira.
- Fito Páez en Neuquén: Gustavo Postiglione.
- Festival Alternativo: Albertina Carri.
- La Mona Jiménez en B. Blanca: Flavio Nardini y Cristian
Bernard.
- Los Fabulosos Cadillacs en Villa Carlos Paz: Vicentico.
- Gustavo Cerati en Mendoza: Eduardo Capilla.
- León Gieco en Eldorado: Marcelo Piñeyro.
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