Por Cecilia Hopkins

“Todo es vanidad... vanidad de vanidades” se lee en los primeros fragmentos del Eclesiastés. Estas palabras abren la primera escena de Conocer gente, comer mierda, obra que el argentino Rodrigo García presenta junto a su grupo español, La Carnicería, en su primera visita al país. Las citas bíblicas son leídas por la pareja protagonista (Miguel Angel Altet y Patricia Lamas) al tiempo que comen y escupen papas fritas. Atribuido al rey Salomón, se dice que este texto del Antiguo Testamento no fue bien visto por algunas jerarquías religiosas que juzgaron inconvenientes muchas de sus reflexiones. Especialmente aquellas que expresan que da lo mismo perseguir la sabiduría o la riqueza, el trabajo o el placer, ya que existe un mismo fin para todos los hombres. Los personajes apenas se miran. Acto seguido deciden entrelazarse con total desapasionamiento, formando una serie de cuadros que remedan actos de erotismo, mudos e inmóviles.
Sobre la mesa o el piso y hasta usando las paredes, la pareja reconstruye los gestos de una pasión que ya es historia. Son éstas las primeras postales de la decadencia y el embotamiento afectivo que ocupan el escenario la hora y media que dura el espectáculo. Estructurado en decenas de tramos que mantienen la claridad de sus límites entre comienzo y fin, los dos actores surcan con determinación el escenario, manipulando una variedad de objetos distribuidos por todo el espacio. Los personajes siguen las diferentes etapas en que se divide esta ceremonia. (“El deseo y el azar están eliminados de la ceremonia”, escribía Baudrillard en Las estrategias fatales.) No existe en sus expresiones nada que haga pensar que pasan de un cuadro a otro por alguna razón determinada. Se insultan, hacen gimnasia, bailan al ritmo de la música que atruena, se visten y se desnudan enredándose con las guías de luces de colores de un árbol navideño. Abren latas de gaseosas previamente agitadas, se embadurnan con ketchup, destruyen juguetes a martillazos.
García concreta una crítica despiadada fijando imágenes que ilustran las fuentes de alienación del hombre que ha crecido en la cultura de las grandes ciudades. Los imperativos que rigen su vida –entre ellos, la necesidad del éxito social– van encontrando una traducción que se concreta visualmente en la mayoría de los casos. En un solo momento los personajes son atravesados por un ramalazo de rebeldía que los hace confesar a los gritos su necesidad de elegir una vida diferente que rompa con la uniformidad del modo de pensar instituido por la costumbre. Pasado el trance, las cosas retoman el cauce abandonado.
Conocer gente... no asume ninguno de los gestos de ambigüedad que suelen aparecer en las nuevas dramaturgias y sus puestas, muchas veces reacias a formular sentidos inequívocos. Por el contrario, el autor corre con todos los riesgos de abusar de lo explícito. Todas las imágenes del espectáculo traducen una misma cosa: la intención cuestionadora y la idéntica sensación vital que se capta ni bien transcurren los primeros minutos. Probablemente no haya error: debe entenderse como una marca del autor la obsesión por hacer variaciones indefinidas sobre un mismo tema.

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