Por Martín
Pérez
Se aspira, se toma o se enciende.
Y entonces todo es como debe ser. O como debería serlo. Café,
marihuana, cocaína o simplemente la televisión. Esas son
las adicciones que recorre Darren Aronofsky en Réquiem para un
sueño, su segundo film, el esperado sucesor de su elogiada ópera
prima Pi (1998). Como bien se ha preocupado en aclarar el propio Aronofsky,
el réquiem al que se refiere el título de la novela de Hubert
Selby Jr. en la que esta basada su película está
dedicado al tan mentado sueño (norte)americano. Un sueño
tan alienado que sólo es posible alcanzarlo mediante cualquier
substancia que altere nuestra percepción de lo real, regalándonos
en bandeja aquel soñado ideal. Un sueño que, una vez descorridos
todos los velos y develada la adicción, devendrá en la peor
pesadilla.
Con el dinero del empeño del televisor secuestrado a mamá
para pagar la droga del nene comienza Réquiem para un sueño,
una perfecta maquinaria cinematográfica dedicada a poner en marcha
el descenso a los infiernos de la viuda Sara Goldfarb (Ellen Burstyn)
por un lado, y de su hijo Harry (Jared Leto) y sus amigos por el otro.
Con la televisión como única compañía de su
soledad de mujer sin hombre ni hijos a quién cuidar, el módico
sueño que Sara intentará alcanzar por el camino más
corto es el poder lucir en cámara aquel vestido rojo extraído
del fondo de su placard, una prenda que le recuerda tiempos mejores. Para
Harry y sus amigos, en tanto, el sueño a perseguir es el de triunfar
en la vida. Y cuando descubren que es posible alcanzar ese triunfo recorriendo
el mismo camino que lleva a aquella satisfacción inmediata proporcionada
por la droga que supieron conseguir empeñando una y otra vez el
televisor de la madre de Harry, la tentación es demasiado poderosa
como para resistírsele.
Con una banda de sonido acorde, una edición milimétrica
a cargo del editor de Jim Jarmusch, Jay Rabinowitz y todo
un arsenal de herramientas cinematográficas a su servicio, Aronofsky
va construyendo primero el efímero triunfo de sus soñadores
y luego se dedicará a ver cómo su máquina cinematográfica
infernal triturará indefectiblemente a sus ilusos protagonistas.Con
ganas de subrayar certezas antes que proponer preguntas, Réquiem
para un sueño es un film abrumador y contundente, pero precisamente
eso lo convierte en un objeto aterrorizante pero estéril. Celebrada
incluso como una de las mejores películas de terror del año
pasado, su mirada apocalíptica (y con gran angular) se acerca a
films como Brazil, sus visiones drogadictas (el refrigerador que acecha
a Sara, la herida casi con vida propia que infecta el brazo de Harry)
recuerdan a Festín desnudo y la construcción cinematográfica
del rito de la adicción remiten al ballet de pastillas de All that
Jazz. Pero la perfección de su mecánica convierte al propio
film en una maquinaria agotadora y prisionera de su contundencia, y así
es como no hay lugar en él para otra cosa que la caída.
Acercándose más a la inútil propaganda oficial contra
la droga, el film de Aronofsky comienza acercándose al tema con
mucho ritmo pero termina atrapado en su propia adicción, convirtiéndose
apenas y lamentablemente en un viaje de ida.
Decididamente lejos de la curiosidad de Gillam, Cronemberg o Fosse los
autores de las películas antes mencionadas, la contundente
pero estéril condena de Aronofsky remite a la preocupación
que llevó a Soderbergh a filmar la premiada paranoia de Traffic,
dándose ambos la mano al obsesionarse en crear un infierno en el
que las mujeres de los blancos de clase media se entregan a los negros
de clase baja a cambio de su dosis. Algo debe estarle pasando al sueño
de la norteamérica alternativa para repetirse en las mismas pesadillas,
para terminar siendo abrumados por esos monstruos convocados por ellos
mismos, capaces de inmovilizar su cine otrora con tanto para decir
con una sola mirada. Adicto a sus propios miedos, Aronofsky sólo
parece encontrar una salida antes de convertirse en estatua de sal: la
de seguir la lógica de su creación, subrayando lo ya conocido
hasta sacrificar toda historia posible. Confiando, como última
y derrotada coartada cinematográfica, en que eso conduzca hasta
una salida.
PUNTOS
GOLPEANDO,
LAS PUERTAS DEL CIELO
Humor alemán, en inglés
Por Luciano Monteagudo
Uno de los grandes éxitos
de público del cine alemán de hace un lustro atrás,
Knockin on Heavens Door toma su título actualmente
prohibido en las radios norteamericanas del célebre tema
de Bob Dylan consagrado en la banda de sonido de Pat Garret y Billy the
Kid (1973), el crepuscular western de Sam Peckinpah. Aquí no hay
cowboys, sin embargo, sino dos tipos jóvenes, en apariencia sanos
y fuertes, pero que acaban de saber por sus respectivos médicos
que tienen cáncer y que sus días de vida están contados.
De hecho, se conocen en el hospital, donde después de emborracharse
con una botella de tequila deciden que todavía no están
dispuestos a golpear las puertas del cielo. Antes tienen que darse unos
cuantos gustos, desde ir a conocer el mar hasta manejar un glorioso Mercedes
Pagoda, uno de esos convertibles que cimentaron justamente
la fama de la marca.
El auto simplemente lo roban y, dentro del baúl, encuentran un
maletín con un millón de marcos, que irán gastando
mientras los persigue no sólo el par de gangsters a quienes pertenece
el dinero sino también la policía, burlada una y otra vez
por estos vitales condenados a muerte. Todo en el film del debutante Thomas
Jahn es de una arbitrariedad absoluta y nada va demasiado en serio, pero
si habitualmente es difícil reírse con el humor alemán,
lo es aún más con un horrible doblaje al inglés.
PUNTOS
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