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el Kiosco de Página/12

PALABRA

Por Ernesto Tiffenberg

A George W. Bush no le costó demasiado aprender el discurso. Simplemente recurrió a su memoria, y a la de la mayoría de los funcionarios que lo acompañan, para desenterrar los viejos chichés de la guerra fría. Donde estaba la palabra comunismo la reemplazó por terrorismo, y hasta tuvo la precaución de utilizar la expresión “totalitarismo” en su única verdadera mención al comunismo porque, por suerte, todavía no está en los planes bombardear Pekín.
Fue un discurso de guerra destinado a envalentonar a los propios, asustar al enemigo y presionar a los neutrales. Pero para que haya neutrales tiene que haber una guerra, y para que haya una guerra tiene que haber Estados enemigos y la posibilidad de un final alcanzable. La infame destrucción de las Torres fue un crimen, no una guerra. Un crimen incalificable que, como los atentados sufridos por la Argentina, clama por justicia.
Con la sangre todavía caliente en las calles de Nueva York, Bush no dudó en apoderarse de la angustia por tanta muerte para lanzar sin resquemores todo el programa que la derecha norteamericana nunca soñó que podría plantear con el débil mandato que le había dejado su pecado original. Queda en manos de todo el mundo, incluyendo en primer lugar a los norteamericanos, poner límites a la osadía.
Al gobierno de De la Rúa le gusta decir que “no se puede ser neutral frente a lo ocurrido”. Pero su aclaración sólo tiene sentido si se habla de guerra. Nadie podría imaginar la neutralidad frente al crimen. Nadie podría imaginar la neutralidad frente al reclamo de justicia. Pero ayer Bush no habló de justicia, Bush habló de guerra. Y la vida de muchísimas personas depende de esa palabra. No hay que permitir que la indignación se convierta en retórica guerrera y que ella arrastre al mundo a más desgracias.

 

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