PALABRA
Por
Ernesto Tiffenberg
A George
W. Bush no le costó demasiado aprender el discurso. Simplemente
recurrió a su memoria, y a la de la mayoría de los funcionarios
que lo acompañan, para desenterrar los viejos chichés de
la guerra fría. Donde estaba la palabra comunismo la reemplazó
por terrorismo, y hasta tuvo la precaución de utilizar la expresión
totalitarismo en su única verdadera mención
al comunismo porque, por suerte, todavía no está en los
planes bombardear Pekín.
Fue un discurso de guerra destinado a envalentonar a los propios, asustar
al enemigo y presionar a los neutrales. Pero para que haya neutrales tiene
que haber una guerra, y para que haya una guerra tiene que haber Estados
enemigos y la posibilidad de un final alcanzable. La infame destrucción
de las Torres fue un crimen, no una guerra. Un crimen incalificable que,
como los atentados sufridos por la Argentina, clama por justicia.
Con la sangre todavía caliente en las calles de Nueva York, Bush
no dudó en apoderarse de la angustia por tanta muerte para lanzar
sin resquemores todo el programa que la derecha norteamericana nunca soñó
que podría plantear con el débil mandato que le había
dejado su pecado original. Queda en manos de todo el mundo, incluyendo
en primer lugar a los norteamericanos, poner límites a la osadía.
Al gobierno de De la Rúa le gusta decir que no se puede ser
neutral frente a lo ocurrido. Pero su aclaración sólo
tiene sentido si se habla de guerra. Nadie podría imaginar la neutralidad
frente al crimen. Nadie podría imaginar la neutralidad frente al
reclamo de justicia. Pero ayer Bush no habló de justicia, Bush
habló de guerra. Y la vida de muchísimas personas depende
de esa palabra. No hay que permitir que la indignación se convierta
en retórica guerrera y que ella arrastre al mundo a más
desgracias.
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