Por Diego Fischerman
Falstaff es una obra genial,
en donde texto y música mantienen una conexión impresionante.
Desde el punto de vista teatral, esta última ópera de Verdi
compuesta cuando su autor tenía 80 años y ya hacía
55 que venía escribiendo para la escena se asienta (como
LIncoronazione di Poppea de Monteverdi o el Don Giovanni de Mozart)
en su ambigüedad. En una primera mirada, el protagonista es un libertino
que merece las humillaciones a las que lo somete un grupo de mujeres que
se sienten ultrajadas por él. Una lectura más atenta revela
que, en realidad, Sir John Falstaff es más una víctima de
su propio pasado, de un personaje que él mismo se ha creado pero
que ya es imposible de sostener. Y que esas alegres comadres de
Windsor son la manifestación más perfecta de la crueldad
pura y gratuita. En definitiva, lo que no le perdonan al patético
seductor es, sobre todo, que sea patético. Más que la supuesta
inmoralidad de sus acciones, lo que les parece deleznable es que sea viejo
y, sobre todo, gordo. La puesta que acaba de estrenarse en el Colón
intenta ahondar en esa zona de conflicto. En parte por las condiciones
de trabajo que reinan en el mundo de la ópera y en parte por no
haberlas reconocido como condiciones iniciales inevitables, la idea se
queda a mitad de camino.
Renato Bruson, en el papel de Falstaff, es, por supuesto, eficaz. Maneja
sus recursos vocales con oficio y su esquemática composición
del personaje está hecha de taquito. En efecto, cualquiera que
lo vea en video en la ya clásica versión dirigida por Giulini,
comprobará que no hay ninguna variante entre esa y esta actuación.
Es obvio que el director teatral Alberto Félix Alberto, responsable
de esta régie, no pudo lograr nada con él. Pero también
resulta evidente que no fue capaz de partir de esta limitación
para convertirla en material y que el resultado terminó navegando
en la falta de definición. Situaciones y gestos que viran hacia
la comedia sin terminar de hacer reír (como la irrelevante renquera
del tabernero), momentos dramáticos que no logran conmover (la
escena de la soledad de Falstaff, mojado a la orilla del Támesis)
y movimientos que no aparecen suficientemente trabajados (los incontenibles
brazos de Paula Almerares, por ejemplo) eclipsan, en todo caso, una régie
que con poco más podría haber sido interesante.
La escenografía de Emilio Basaldúa, concebida en los primeros
dos actos y el primer cuadro del tercer acto como una suerte de estructura
plegable que sale de baúles y contenedores dejados a la vista (y
circundando el territorio dramático), se transforma para la escena
final del bosque en un paisaje fantasmagórico, acentuado por la
precisa iluminación de José Luis Fiorruccio, y, más
tarde, es una especie de fiesta de club de barrio, con suelta de globos
incluida, donde terminan empastándose los colores (en ese sentido
el vestuario de Cynthia Sassoon ayuda poco) y, sobre todo, la acción,
con más de un movimiento sucio y mal delineado. Tampoco aportó
nada la innecesaria coreografía de Oscar Aráiz, que derivó
en un conjunto de incomprensibles travestis molestando a Almerares en
uno de los momentos más maravillosos de la partitura verdiana.
El punto más fuerte de esta versión es el musical, partiendo
de la excelente dirección de Nello Santi, capaz de mantener tanto
el impulso dramático como la claridad de los planos y el detalle
en los endiablados contrapuntos (Verdi se dio el lujo de escribir un noneto
donde cada cantante canta, simultáneamente, algo distinto). El
elenco es de muy buen nivel y en él se destacan Bruson (más
allá de lo estereotipado de su aproximación al personaje),
Almerares (su Nanetta es magnífica en lo vocal), el Fenton de José
Bros, el Pistola de Marcelo Lombardero y Mariana Pentcheva en una impactante
Mrs. Quickly, bien secundados por Adriana Marfisi (Mrs. Alice), María
Luján Mirabelli (Mrs. Meg Page) y Gabriel Renaud (Bardolfo). La
única falla es la de un Giorgio Cebrian totalmente inadecuado para
el personaje de Ford (y tal vez para muchos otros), con débil caudal,
fraseo tosco e inexistentes dotes actorales. En el final, el sonoro abucheo
de una pequeña parte del público, ubicada en un sector de
la tertulia, fue excesivo y tuvo que ver más que con los
aspectos criticables de la versión con la ofensa profunda
que la escenografía no realista del tercer acto causó a
los consuetudinarios talibanes de la lírica.
DOS
CONCIERTOS EN EL ARGENTINO
Pianistas de gran nivel
Hoy a las 20.30, en la Sala
Alberto Ginastera del Centro de las Artes Teatro Argentino de La Plata
(Calle 51 entre 9 y 10), tocará junto a la Orquesta Estable de
ese teatro el excelente pianista Alexander Panizza. El director será
Javier Logioia Orbe y el programa incluirá el Concierto Nº
2. Op. 18, para piano y orquesta de Sergei Rachmaninov y la Sinfonía
Nº 3 Renana, de Robert Schumann. El concierto servirá de ocasión,
además, para el estreno de la cámara acústica diseñada
por el director de Producción Técnica del mencionado complejo
cultural, Juan Carlos Greco, junto a los ingenieros Rafael Sánchez
Quintana y Gustavo Basso.
En la Sala Astor Piazzolla del mismo complejo se presentará, el
próximo martes 25 de setiembre, a las 20.30, la destacada pianista
italiana Giorgia Tomassi (que entre otras cosas grabó en CD el
Concierto para piano de Nino Rota, con la dirección de Riccardo
Muti). Este recital gratuito integra el Ciclo Latina 2001, promovido por
las embajadas, consulados e institutos de Cultura de Italia, España
y Francia. La presentación de Tomassi cuenta además con
el auspicio del Cidim (Comitato Nazionale Italiano di Musica CIM/Unesco),
la Fundación Cultural Coliseum y el Istituto Italiano di Cultura.
La pianista interpretará obras de Chopin, las Danzas españolas
de E. Granados y la Sonata Nro. 7 de S. Prokofiev.
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