Por David Teather
y Brian Whitaker *
Desde Londres
Los llamados a la sucursal
del grupo saudita Binladin en Berkeley Street, en el corazón del
elegante West End de Londres, fueron desviados directamente al contestador
telefónico el viernes. Nadie contestaba los mensajes. Los ataques
de la semana pasada pusieron en un incómodo primer plano al conglomerado
mediooriental dirigido por miembros de la familia de Osama bin Laden,
el principal sospechoso por los atentados en Estados Unidos. El imperio
se hallaba detrás de la fortuna de 250-60 millones de dólares,
heredados por Osama, pero la familia hace tiempo que no reconoce a su
oveja negra.
Basada en Jeddah, la empresa es una de las más grandes de Arabia
Saudita y goza del padrinazgo de la familia real. Tiene relaciones comerciales
con una serie de empresas bien conocidas a través de todo Estados
Unidos, Gran Bretaña, Canadá y el resto de Europa, incluyendo
Unilever, Cadbury- Schweppes, Motorola, Quaker, Nortel y el Citigroup.
Fue la empresa de construcción que trabajó en la enorme
torre Faisaliah en Riad, diseñada por un arquitecto británico,
Sir Norman Foster. Las empresas más pequeñas en Gran Bretaña
están anotadas como distribuidoras de los productos del grupo.
Binladin Group no está en ninguna lista negra de Estados Unidos
y no hay ninguna evidencia que relacione a los 50 hermanos de Osama con
los ataques. En una declaración el viernes, el jefe de la familia,
Abdullah Awad Obood bin Laden, distanció nuevamente a la empresa
del hombre que se ha convertido en el paria de la familia. Reiteró
que la familia no tiene conexión con sus trabajos y actividades
y expresó la condena y denuncia más severa por este
triste hecho. Pero la magnitud de las atrocidades de la semana pasada
y la determinación de cortarles el abastecimiento de oxígeno
a las actividades terroristas de Osama bin Laden, inevitablemente pusieron
a su familia bajo el microscopio. Los informes de los intentos del grupo
de comprar una parte en una empresa de Pakistan Airlines cuyo principal
bien es el Hotel Roosevelt en Nueva York, ha sido considerado, en el mejor
de los casos, como de mal gusto.
Justificado o no, fue suficiente para espantar a por lo menos una empresa
británica. Multitone, una empresa de teléfonos celulares
basada en Basongstoke que usaba una red que pertenecía al Grupo
Binladin para vender sus productos en Arabia Saudita, terminó su
contrato. Inmediatamente suspendimos nuestros negocios con ellos
y estamos haciendo una investigación a fondo, dijo Michael
Walker, un jefe ejecutivo.
El imperio empresario Binladin comenzó en la década de 1930,
cuando Mohammed bin Laden, un sheik de Hadramawt, en el sur de Yemen,
emigró a lo que es ahora Arabia Saudita. Habiendo complacido al
rey Abd al-Aziz con sus trabajos de construcción en el palacio
real, ganó otros dos importantes contratos: para la renovación
de la Gran Mezquita de La Meca y con exclusividad para todas
las construcciones de naturaleza religiosa. Ese fue el comienzo de una
relación especial con la familia real saudita, basada en parte
en el patrocinio pero también en la amistad, que continúa
hoy y probó ser extremadamente lucrativa para la familia bin Laden.
La empresa construyó miles de kilómetros de autopistas en
el reino, así como túneles y represas. Se convirtió
en un conglomerado internacional con intereses en proyectos industriales
y eléctricos, químicos, de minería, empresas telefónicas,
industrias, medios de comunicación, ventas al por menor y comercio.
Tiene ingresos de 5000 millones de dólares y emplea 40000 personas.
El grupo construyó el nuevo aeropuerto en Kuala Lumpur, en Malasia,
y apoyó la fracasada operación de teléfonos móviles
satelitales, Iridium.
Las autoridades sauditas emitieron una orden de arresto contra Osama en
1993, en parte por su apoyo a los que se percibía como grupos religiosos
extremistas dentro del reino. En esa misma época, su familia lo
repudió y perdió su ciudadanía saudita. Quizá
sea demasiado para juzgar si ya hubo algún daño colateral
por los nuevos niveles de notoriedad de Osama. Una cantidad de otras compañías
en Gran Bretaña y Estados Unidos relacionadas con el Grupo Binladin
están cortando sus lazos, aunque dicen que el momento es mera coincidencia.
Unilever, el grupo anglo-holandés, distribuye marcas en el Líbano
y en Siria a través de una subsidiaria de Binladin. Ayer dijo que
pensaba cortar la relación pero insistía en que era parte
de una revisión más amplia de su política. Cadbury-Schweppes
está finalizando un acuerdo por la distribución del refresco
Snapple a través de Binladin pero culpa a la baja en las ventas.
Citigroup, el banco de Wall Street que es uno de los principales respaldos
del Grupo Binladin, dijo que no tenía motivos para preocuparse
pero que cooperaría con investigadores norteamericanos en relación
a los ataques terroristas.
Tal vez la relación de negocios más antigua es con Saudi
Hollande, parte del banco holandés ABN Amro, que ha respaldado
a la compañía por 70 años y tiene un informe periódico
de actividades. La semana pasada volvió a consultar a las autoridades
norteamericanas para confirmar que la compañía no se encuentra
en ninguna lista negra. El tema aparecerá en nuestras conversaciones
con el cliente dijo un portavoz, pero por el momento no hay
ninguna necesidad de reevaluar la relación.
* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12.
OPINION
Por M. Vázquez Montalbán
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Kamikazes y tecnología
de punta
Japonesa, la palabra se ha incorporado al vocabulario global desde
que en la Segunda Guerra Mundial pilotos suicidas llamados kamikazes
se estrellaban contra objetivos militares norteamericanos, preferentemente
sobre portaaviones y destructores. Los pilotos habían sido
adiestrados para este tipo de agresiones y se les había programado
para el suicidio, ofreciendo su vida por el emperador, un señor
pequeñito y con bigotillo de funcionario del sindicato vertical
fascista o franquista, dedicado sobre todo a cultivar plantas en
su invernadero y a recoger los comunicados sobre cómo estaba
el debe y el haber de pilotos que se sacrificaban por él.
Hemos asistido a una superproducción, interpretada por kamikazes
lanzados sobre edificios simbólicos del poder norteamericano,
y pasada la complicidad de que asistíamos a una muestra más
de la cultura audiovisual colosalista, pasado también el
pasmo con el que comprobamos que no, que no era cine, ni televisión,
que era un bombardeo real, llegamos al horror y a la más
absoluta congoja cuando vimos cómo algunas de las víctimas
saltaban desde las ventanas del piso cien o del que fuera, o agitaban
inútilmente un pañuelo blanco, en señal de
paz o de socorro, en señal de muerte adivinada. Y este espectáculo
impresionante del derrumbe de las torres más emblemáticas
de una civilización y de la mella causada en el edificio
donde se decide el orden estratégico del universo, había
sido causado por unos aviones comerciales cargados con algo más
de doscientas personas, los viajeros y los kamikazes. Al parecer
algunos de estos kamikazes habían aprendido a conducir grandes
aviones en los propios Estados Unidos y, a pesar de su alta capacidad
técnica, cometieron chapuzas importantes como dejar un ejemplar
del Corán y un manual de instrucciones de vuelo en árabe
en un coche abandonado. Hubiera sido mucho más inteligente
dejar la Biblia en compañía de un manual de instrucciones
de vuelo en cualquier otra lengua que no fuera el árabe,
si es que los kamikazes hubieran tenido sentido real de la subversión.
El holocausto de las torres de Nueva York o la dureza simbólica
de ver el Pentágono bombardeado, no me priva de sentirme
especialmente agredido por imaginar lo ocurrido en el interior de
los aviones, allí donde el kamikaze veía a sus víctimas
en directo, las podía amenazar, incluso matar de una en una.
El kamikaze vigilaba a los que iba a matar, imbuido de esa maligna
fiebre ética con la que los dispuestos a morir por una causa
se sienten avalados para matar por la misma causa. Los secuestradores
no vieron el rostro abstracto de las miles de víctimas que
causaron los impactos de los aviones, pero estaban viendo a los
viajeros, podían reconocer en ellos una parte de un concepto,
convencional desde luego, como el de humanidad, un concepto que
ha permitido construir todas las filosofías sobre la merecida
hegemonía de la bestia más inteligente. El ser humano.
Habían pasado por un inmenso entrenamiento técnico
e ideológico que los conducía a una lógica
interna difícil de transferir pero que los dotaba de racionalidad.
A pesar de que estaban viendo a los que iban a matar por el atenuante
ético de morir con ellos, no vacilaron porque obedecían
el mandato más determinante, el que sale de una conciencia
iluminada por la profecía y el que supone como premio la
vida eterna y todas las maravillas que prometen todas las religiones
en todos los paraísos. Los anarquistas a fines del siglo
XIX se prometían y nos prometían un mundo sin patronos,
sin dioses y sin reyes y de todas sus profecías la que más
se ha cumplido es la decadencia de la monarquía como régimen
político o su conversión en un mero departamento de
relaciones públicas del Estado. Los patronos siguen ahí,
aunque cada vez más globales y por lo tanto gaseosos y en
consecuencia fantasmagóricos y sobre los dioses también
es constatable el fracaso de la profecía anarquista, porque
nunca hubo tantos dioses como ahora y así como algunos se
han vuelto más tolerantes como consecuencia de la evidencia
de sus achaques y fracasos, otros emergen desde el victimario de
los perdedores de la tierra y consiguen kamikazes capaces de derribarlas
torres más altas y de destruir el corazón y el cerebro
militar del enemigo, a partir de una imprevisible alianza entre
fanatismo y tecnología.
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