Por Francisco Peregil
Desde
Madrid
El 10 de junio de 1904 un James
Joyce de 22 años, delgado, ojos miopes azul claro, vio por la calle
a una muchacha alta, pelirroja, de ojos azul oscuro, y le tiró
los galgos. Joyce estaba considerado ya una firme promesa en el mundo
de las letras, y hasta él mismo no se esforzaba en bajar su voz
de tenor cuando afirmaba que iba a ser el mejor de todos los escritores
irlandeses, el hombre que cambiaría para siempre la historia de
la literatura en su país. Estaba convencido de que era un genio.
La mujer a quien abordó trabajaba de asistenta en un hotel. Se
llamaba Nora Barnacle. Tenía 20 años. Había ido a
la escuela en un convento de monjas sólo desde los 5 hasta los
12 años, y había repetido dos veces el cuarto curso. El
le pidió salir una noche y ella prometió que acudiría.
Pero faltó a la cita. El le escribió una breve carta en
la que le insistía en salir. Y esta vez ella aceptó. Fueron
más allá del puerto y los muelles, a una zona desierta y...
para grata sorpresa de Joyce, Nora le desabrochó los pantalones,
introdujo en ellos la mano, le apartó la camisa y, procediendo
con cierta pericia (según él mismo precisaría más
adelante), hizo de él un hombre.
Los dos habían tenido padres borrachos, los dos se habían
quedado sin madre, los dos eran alegres, sardónicos y tenían
la risa fácil. Cuatro meses después, Joyce le pidió
que se fuera con él a Europa, que fuera su amante para toda la
vida, que nunca pensara en casarse, porque él renegaba de la Iglesia,
y ella lo dejó todo por él. Se marcharon de Dublín
a Trieste, empezaron a hablar italiano en la intimidad, vivieron amancebados
durante 27 años, se casaron por lo civil en 1931 y sólo
los separó la muerte. Nora no vacilaba en decir pija
en vez de pene, fumaba, no entendía ni leía
apenas los escritos de Joyce, disfrutaba con los juegos sexuales y escatológicos
que el novelista le proponía y supo conservar el humor junto a
un hombre cuyas obsesiones fueron fatales para muchas de sus amistades
y, al parecer, incluso para sus hijos.
El hombre que con más descaro se atrevió a navegar en el
alma, en el subconsciente del ser humano, no iba a dejar que su Nora dejara
de relatarle el más mínimo detalle sobre sus recuerdos,
sus sueños, sus anhelos, sus frustraciones. El producto de todo
eso, pasado por el tamiz de miles de horas de investigación, es
el libro Nora, de Brenda Maddox (traducción de Roser Berdagué,
Ediciones de Bolsillo, Barcelona, 2001, 776 páginas) que se publicó
por primera vez en 1988 y se acaba de reeditar a raíz de la película
del mismo título que se estrenó el año pasado en
el Reino Unido, con Ewan McGregor y Susan Lynch en los personajes centrales.
Gracias al viejo vicio de guardar las cartas, los más recónditos
detalles de la relación entre Joyce y Nora salen a la luz, su correspondencia
furtiva, las llamadas cartas sucias, todo... o casi todo.
A veces, el lector respetuoso de las intimidades ajenas se preguntará:
¿pero, qué hago yo leyendo este libro que deja en pañales
a las bobadas de programas como Gran Hermano? Y el amante
de la literatura contemporánea se dirá: ¿cómo
no leí hasta ahora algo tan necesario para entender uno de los
libros más complejos de la literatura contemporánea? Porque
Nora es mucho más que una historia de amor.
Sé y entiendo que si en el futuro tengo que escribir algo
bello y noble, tan sólo lo haré prestando oídos a
las puertas de tu corazón. Hasta tal punto prestó
oído Joyce al corazón de su amada que, tremendamente celoso
como era, no dudó en pedirle a Nora que se acostara con otro hombre
para saber qué cosa era eso del adulterio (la imaginación
es memoria) y poder reflejarlo en el Ulises. Pero Nora no se dejaba
manipular ni por Joyce ni por nadie. No era ni mucho menos la esposa del
artista William Blake, a la que Joyce describió en una conferencia:
Como muchos hombres geniales, Blake no se sentía atraído
por las mujeres cultasy refinadas. Prefería (si me permiten utilizar
una expresión común en la jerga teatral) la mujer sencilla,
de mentalidad imprecisa y sensual o, en su ilimitado egoísmo, aspiraba
a que el espíritu de su amada fuera una lenta y dolorosa creación
suya para así liberar y purificar ante sus ojos al demonio (según
él lo llama) escondido en la nube. Cualquiera sea la verdad, el
hecho es que la señora Blake no era ni muy bella ni muy inteligente.
De hecho, era analfabeta, y al poeta le costó grandes esfuerzos
enseñarle a leer y escribir. Hasta tal punto lo consiguió
que al cabo de pocos años su esposa lo ayudaba en sus grabados,
retocaba sus dibujos y cultivaba sus propias facultades imaginativas.
Brenda Maddox opta por dividir su biografía de Nora en cuatro partes,
que corresponden a otros cuatro personajes femeninos de Joyce: la Lily
de Los muertos, la Bertha de Exilados, la Molly Bloom de Ulises y Anna
Livia. Todos esos personajes tenían algo de Nora. El famoso monólogo
de Molly Bloom (último capítulo de Ulises) está escrito
sin puntuación y sin mayúsculas, tal como escribía
la propia Nora, y da una imagen erótica muy cercana a las experiencias
de la esposa de Joyce.
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