Por
Miguel Bonasso
Hace
un par de meses publicamos en estas páginas el Documento de Santa
Fe Número 4, un texto estratégico de la extrema derecha
norteamericana, que lamentablemente pasó desapercibido. En ese
paper elaborado por militares, diplomáticos y académicos
vinculados a las administraciones republicanas de Ronald Reagan, George
Bush padre y George W. Bush, se establecía como prioridad nacional
para Estados Unidos la búsqueda de un nuevo enemigo internacional.
Una contraparte maligna para el imperio del bien que se había desvanecido
con la implosión de la Unión Soviética. Un enemigo,
propiciaban los autores, cohesionaría a la nación norteamericana,
sellando en un bloque férreo sus debilidades y contradicciones.
El martes 11 se deben haber puesto muy contentos.
Y, en efecto, el discurso de Bush en el Congreso, la profusión
televisiva de banderas, himnos y bendiciones a la tierra del Destino Manifiesto
parece darles la razón. La reacción norteamericana frente
al ataque terrorista innominado es, por ahora, la previsible: un fascismo
a lo John Wayne, con el sheriff que organiza la partida y sale a buscar
a los chicos malos en las áridas montañas donde se esconden.
Pero esta primera reacción previsible, que puede ser matriz de
males mayores para el mundo y para ellos mismos, no tiene necesariamente
por qué perdurar. Si la represalia no sirve para eliminar de raíz
el peligro, o se vuelve contraproducente y genera nuevas e impensables
agresiones, esa misma sociedad que propicia el exterminio afuera para
sacarse el mal (el alien) que ya tiene adentro, podría iniciar
un proceso que hoy parece impensable: la reflexión realista y necesariamente
autocrítica respecto a su relación con el mundo.
Porque más allá de los portaaviones y otras demostraciones
del poderío bélico yanqui que hoy agobian las primeras planas
mundiales, crece la convicción en las distintas sociedades que
se acabó la pax americana impuesta tras la extinción
de la superpotencia socialista y que el imperio ha recibido un golpe en
el plexo solar que no basta desde luego para sacarlo definitivamente del
ring, pero alcanzó para mostrar al rey desnudo, con todas sus debilidades.
Revelación que pone fin a la etapa de la posguerra fría,
signada por la hegemonía norteamericana, y abre las puertas a un
conflicto sin límites en el espacio y el tiempo, fantasmal, donde
el gigante como los extraterrestres de H. G. Wells puede ser
minado por lo infinitamente pequeño: por los gérmenes invisibles.
Lo ocurrido el martes 11 demostró precisamente que Estados Unidos
no era inmune a lo invisible, a lo filtrable. Y esa convicción,
instalada en la retina de los norteamericanos con la pavorosa mutilación
de Manhattan, envenena definitivamente lo que el ser humano necesita como
el aire para sobrevivir: la tranquilidad de lo cotidiano, la certidumbre
de que se cumplirán las rutinas que nos ocultan los peligros y
tragedias de la existencia.
Por más esfuerzos que haga Rudy Giuliani para que los neoyorquinos
vuelvan a vivir como antes del martes 11, ninguna sonrisa de político
profesional, ningún partido de béisbol, ninguna musiquita
de banda municipal, podrá borrarles de las narices el aliento espeso
de la muerte que se filtra entre los escombros. Saben, para siempre, que
todo puede ocurrir, porque hay hombres y mujeres dispuestos a morir para
matar. Y ese dato cultural del conflicto alienígena, indigerible
para Occidente, les susurra al inconsciente lo que se niegan a admitir
a la luz del día: no hay retaliación que pueda impedir la
consumación de nuevas atrocidades. El horror ya no es producto
de exportación, vive al lado, como la chica de la casa de al lado
y puede acabar con la chica y con la casa.
La retaliación, estas gigantescas maniobras militares que absorben
a la prensa mundial y la alejan de lo verdaderamente importante, no es
entonces más que una fuga hacia delante. Una nueva patada en el
hormiguero islámico que tendrá funestas consecuencias. Como
las tuvo la Operación Tormenta del Desierto, a pesar de la cobertura
legal de la alianza multinacional y del hecho de que era un operativo
con un objetivo delimitado la expulsión de las tropas de
Saddam Hussein de Kuwait lo que también la acotaba dentro
de un tiempo relativamente corto. Sin embargo, sus consecuencias se extendieron
en el tiempo y acabaron por meterse en su territorio. Porque no hay duda
que el ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono es hija de lo
que Saddam llamaba la madre de todas las batallas.
Ahora irán por Osama bin Laden sin saber de manera incontrastable,
judicialmente verificable, que es el autor intelectual de los atentados
terroristas. Para ese objetivo, similar al que Bush padre se impuso cuando
invadió Panamá para secuestrar a su hombre fuerte, el general
Manuel Noriega, tendrán que meterse en Afganistán, el peligroso
desierto donde las tropas soviéticas encontraron su propio Vietnam.
Porque de nada les serviría bombardear una tierra inhóspita
donde no queda nada de valor para destruir. Las acciones de la fuerza
de intervención oscilarán, entonces, entre la inoperancia
del ataque aéreo y la posibilidad de pérdidas severas si
introducen la infantería.
Naturalmente que disponen de medios técnicos para arrasar Afganistán,
Irán, Irak y cuanto país les parezca santuario de terroristas,
pero no es una decisión que esté a su alcance en términos
políticos. La presencia del Papa en Kazajistán, donde apostó
a favor de la paz y el diálogo y trató tácitamente
de alejar el fantasma de las Cruzadas estúpidamente enarbolado
por Bush, es bastante ilustrativa al respecto. Ni China, ni Rusia, que
hoy aparece otorgando apoyo a Estados Unidos, a cambio tal vez
de una vista gorda hacia el aplastamiento de Chechenia, verían
con agrado que se incendie el Asia Central.
Por ejemplo, Washington debe medir bien la intensidad de la escalada en
Afganistán, porque podría producirse un levantamiento popular
y tal vez un golpe militar en Pakistán, que tiene la bomba atómica.
Es fácil imaginar como escalaría el conflicto con la India
ante un evento de esa naturaleza.
Pero aunque nada de esto ocurriera, aunque las operaciones punitivas resultaran
un éxito y retornaran a casa con pocas bolsas negras y Bin Laden
en una jaula como Hannibal Lecter, ¿quién podría
asegurarles que están definitivamente vacunados frente al tubo
de antrax o la Samsonite con la bomba de plutonio?
Aunque la retórica diplomática de Washington ha pretendido
alejar la imagen de un conflicto religioso, asegurando una y mil veces
que el enemigo es el terrorismo internacional y no el Islam, es indudable
que las masas musulmanas piensan de otra manera. Basta mirar un rato la
televisión para observar multitudes enardecidas que glorifican
a Bin Laden y propician la guerra santa contra la máxima potencia
mundial. En ese contexto de odio espeso y profundo, no es caprichoso lo
que dicen: que hay muchos otros Bin Laden en las sombras, dispuestos al
reemplazo.
Pero, además, ¿quién ha dicho que el multimillonario
saudita es el jefe máximo de los ataques? Sin poseer información,
por simple deducción, cabe imaginar que este atentado terrible
y decisivo, que cambió la faz mundial y que nadie se atribuyó,
puede ser obra de una suerte de Central, de Coordinadora que no tiene
porqué excluir la presencia subrepticia de algún Estado;
una poderosa multinacional del terror que tenía prevista la respuesta.
Y, lo que es más inquietante aún, la respuesta a la respuesta.
Esta Coordinadora obtuvo por ahora una victoria atroz pero resonante:
un 75 por ciento de blancos estratégicos abatidos o golpeados,
la desorganización del enemigo y la constatación mundial
de que el superpoderoso no lo es tanto.
Quienes desde posiciones antiimperialistas celebran esta evidencia, olvidan
a menudo su contracara: el imperio capitalista que no pudo ser reemplazado
por la ideología más avanzada y humana del socialismo, resultó
humillado por el Medievo. Más concretamente: por las fuerzas retrógradas
que el propio imperio capitalista alimentó para socavar con
gran éxito, por cierto el poder de la finada Unión
Soviética. Ahora los talibanes, como suele suceder tantas veces
en la historia por otra parte, se vuelven y muerden la mano que les dio
de comer.
Con semejantes protagonistas y semejante contradicción, resulta
evidente que el nuevo mundo nacido el martes 11, sólo puede conducirnos
al corazón de las tinieblas. A una inseguridad planetaria que servirá
como excusa a los sectores más reaccionarios para hacer retroceder
las libertades democráticas y reprimir el conflicto social y la
protesta globalifóbica con el cartabón inquisitorial del
antiterrorismo. Tareíta que algunos entusiastas ya proponen en
la Argentina.
Un curso de acción que podría ser evitado, sin embargo,
con algunas actitudes racionales que parecen descartadas, como esa necesaria
reflexión autocrítica de los norteamericanos que les permitiría
entender porqué son odiados all over the world. Y una
consecuente traslación de esa autocrítica social a los centros
del poder para que la agenda de la paz en Medio Oriente trascienda los
gestos tramposos del supuesto mediador que en realidad juega a favor de
una de las partes y se decida de una buena vez a lograr un acuerdo estable
entre Israel y Palestina.
Por mucho que le den vueltas no hay otro camino para salir del círculo
vicioso del terrorismo y las represalias. Para emerger, lo más
enteros y humanos que podamos, de la inminente expedición al corazón
de las tinieblas.
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