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COMO SE RECIBIO EN MANHATTAN EL ULTIMO DIA DE BUSCA DE SOBREVIVIENTES
Nueva York entre la negación y la locura

El alcalde de Nueva York dijo ayer que sería un �milagro� que hubiera sobrevivientes entre los 6454 desaparecidos, y se inició la emisión de certificados de defunción. Un enviado de Página/12 recorrió ayer la ciudad tras el anuncio. Y encontró desesperación.

Por Gabriel A. Uriarte
Enviado especial a Nueva York

Llegadas las seis de la tarde, todavía no había llovido ayer en Nueva York. El dato resultaba importante no sólo por el superficial paralelo metereológico con el pesar colectivo por los más de 6454 desaparecidos en el World Trade Center, para quienes el gobernador George Pataki autorizó ayer la emisión, “rápida y sencilla”, de certificados de defunción. La tempestad hubiera sido un contexto apropiado porque impediría la continuación de los subproductos más evidentes de lo sucedido el 11 de septiembre: los “terror-tourists” merodeando el perímetro de la zona de exclusión munidos de cámaras y filmadoras, las decenas de periodistas rastrillando el área para conseguir “reacciones” al último anuncio sobre las víctimas, las vigilias al aire libre en los parques, las manifestaciones pacifistas en Union Square, o las más belicistas en Times Square. En otras palabras, la cortina de lluvia sería un telón para gran parte de la tragedia que se vive desde hace semanas. Pero esta tragedia nunca fue tal, al menos no como se lo vio en el extranjero. Los neoyorquinos obedecieron fielmente los llamados del alcalde Rudy Giuliani a regresar a la vida normal, y al hacerlo demuestran síntomas cada vez más esquizofrénicos, los puntos de quiebre entre una normalidad a grandes rasgos restaurada y las ruinas de las Torres Gemelas a sólo algunas cuadras de distancia. Señales ambiguas e inconexas son sin embargo la única manera de expresar “cuáles son sus sentimientos hoy que se supo que los 6453 desaparecidos están muertos”.
Las respuestas son diferentes pero tienen un punto en común. Los “todavía no puedo creerlo”, “intento no pensar en ello”, o las bruscas negativas a responder son variantes de la misma actitud que dificultó organizar manifestaciones tras el atentado. La oración fúnebre del domingo en Yankee Stadium, por ejemplo, donde asistieron menos de un tercio de las 56.000 personas que se esperaban. “Lo miré un poco por televisión, pero comencé a llorar y decidí no quería oír nada más sobre el asunto”, contaba una empleada bancaria del Chase Manhattan Bank. Quienes pueden hacerlo evitan acercarse al “ground zero”, y muchos que deben hacerlo porque trabajan o viven allí sufren de problemas psiquiátricos. Ocasionalmente alguien va a las vigilias de Union o Times Square, pero siempre de forma individual, y generalmente con rechazo a cualquier tipo de pesar más organizado. “Fui un rato a Union Square, pero estaba lleno de locos como los Hare Krishna, gente cantando o tocando tambores... No me quedé por mucho”, explicó una periodista de la corporación Global Media. Nadie quiere expresar de forma abierta su reacción ante lo sucedido. En gran parte, porque nadie sabe cuál es esta reacción.
Nadie sabe, por ejemplo, cómo hablar –y esto literalmente– después de lo ocurrido. Todo tipo de palabras cotidianas ha adquirido un significado tan siniestro que las personas se retractan cuando, inconscientemente, las usan durante una conversación. “Ahora hay un subtexto amenazante en palabras como ‘cemento’, ‘cenizas’, ‘cuerpos’, ‘partes’, ‘combustible’, etc.”, explica el crítico literario Paul Fussell. Otra víctima verbal del atentado es el “seis”, número asociado inevitablemente con los 6400 muertos, pero que ya partía con conotaciones siniestras a partir de los “seis millones de muertos en el Holocausto” o el “666” de la Bestia. El lenguaje se transformó así en un campo minado, lo que explica por qué todas las conversaciones que se oyen son tan fragmentarias y dispersas. Lo que comienza con un parque cerca de las Torres Trump deriva en el primo de un conocido que sigue desaparecido, para después pasar a los planes para visitar a familiares en Delaware. Un tema constante, por otra parte, es la naturaleza del Dios que permitió que el atentado sucediera. Es una pregunta sorpresiva, en la medida que pocos habrían considerado a la religión como algo tan central para los “bobos”, los “burgueses-bohemios”de Manhattan. Es una lucha cada vez más desigual entre la civilizada inconsecuencia norteamericana contra la espantosa consistencia del fundamentalismo en Afganistán.
Debajo de la calle 14, los síntomas son menos sutiles. Ayer fue quizás el primer día en que pudo observarse sin distracciones a los residentes locales intentando “volver a la normalidad”. El cajero de un bar fracasa en varios intentos de servir un café, tornándose más y más irritado hasta que finalmente lo vuelca por completo. Un empleado de una compañía de seguros le pregunta a un policía cómo llegar a su oficina dentro de la zona de exclusión, explicando que caminó en redondo varias veces. En un café Starbucks cercano dos hombres de traje conversan sobre cómo es imposible retomar los negocios tras la pérdida de muchos de sus archivos: “Tenía todo ahí, contratos, cheques, recibos... No sé que hacer”. No se ven familiares, porque tienen pocos motivos para ir allí. Su representación está dada por los cientos de carteles fotos que cubren las paredes entre la calle 14 y la calle Chambers. Son vez más espesos, un proceso ayudado por los oportunos descuentos de imprentas como la Kinko’s que ofrecen carteles estandarizados con el formato “fondo blanco con foto en el centro”: sólo 60 centavos el centenar. Una mujer arrancaba con deliberación varios carteles con mensajes como “la respuesta a la guerra no es la guerra sino el amor”. “Sí, claro, es fácil para ellos amar a los que mataron a mi novio”, explica sin alzar la voz. Pero quince minutos después la mujer ya no estaba allí, y la mayor parte de Chambers Street estaba desierta. Todavía se podía ver a algunos “damnificados” en el subte, regresando a sus casas. Eran reconocibles por los documentos de identidad que les colgaban del cuello, y porque varios de ellos sollozaban silenciosamente.
Es algo muy común, pero en forma personal, no masiva. De allí que las vigilias masivas como las del domingo sean tan poco concurridas. La ciudad estaba en un profundo luto privado cuando las banderas volaban a media asta tras el 11 de septiembre, y seguía de luto ayer mientras que el resto de país escudriñaba enormes mapas de Afganistán (suministrados en abundancia por diarios y revistas) para analizar la mejor forma de atrapar a Osama bin Laden “vivo o muerto”. Así, a nadie le importó demasiado cuando, a las 9.04 en la noche de ayer, comenzó a llover torrencialmente sobre Nueva York.

LA SITUACION DE LOS ARGENTINOS DESAPARECIDOS
Lo que queda de esperanza

Aferrada a un “pedacito de esperanza”, como definió sus expectativas para encontrar con vida a su hijo Mario –el paramédico rosarino desaparecido durante los atentados al World Trade Center–, María Rosa Santoro aguardaba que hoy los grupos de rescate alcanzaran el túnel del tren que conecta Nueva York con Nueva Jersey, donde se supone que Mario podría haber buscado refugio. “Si aparece con vida sería un lindo regalito para su hija, mi nietita Sofía, que mañana (por hoy) cumple dos añitos. Tenemos 50 y 50 por ciento de posibilidades “, confió la mujer a Página/12.
Mario Santoro es uno de los cuatro argentinos que aún permanecen desaparecidos tras los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York. El 11 de setiembre fue convocado por el Cornell Medical Center, donde trabaja como paramédico, y llegó a las torres minutos después del primer atentado. Después de los derrumbes no se supo nada más de él. Dos días después, la versión de un llamado desde un celular alertando que había sobrevivientes en los túneles de los dos edificios alimentó las expectativas de Alberto y María Rosa, los padres de Mario.
Ambos permanecen en vigilia constante, concentrando toda su atención en los llamados del consulado argentino y concurriendo permanentemente al centro de informes del Armory, el edificio donde la policía neoyorquina estableció su cuartel central. “No miro nada de televisión –aseguró ella-. Se están diciendo muchas versiones que después no son ciertas. El martes va a ser el día culminante, ya veo que vamos a estar muy angustiados esperando novedades”. Santoro dijo que “por ahora, nos agarramos de ese pedacito que nos queda. Y el mismo día cumple dos años mi nietita Sofía. Sería un hermoso regalito saber que su papá está vivo. En la escuela donde trabaja mi nuera vamos a hacerle una reunioncita. Pensábamos suspenderla, pero nos aconsejaron que la hiciéramos.
Según Vignaud, “se calcula que todavía hay varias toneladas de escombros, y van a tardar bastante tiempo en retirarlas. Mientras tanto, nuestra posición es no perder las expectativas. El martes vamos a hacer una reunión interconfesional para rogar encontrar con vida a los que aún no han sido hallados”.
El funcionario confirmó que además de Mario Santoro, siguen sin aparecer otros tres argentinos –Pedro Grehan, Gabriela Waisman y Sergio Villanueva– y Cindy Dewly de Pons, norteamericana casada con un argentino.

 

 

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