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ENTREVISTA AL BRASILEÑO AUGUSTO BOAL, CREADOR DEL “Teatro del Oprimido”
“El teatro es peligroso, porque humaniza”

Figura legendaria de la escena latinoamericana, Boal logró hacer del mundo su escenario: desde Burkina Faso hasta Finlandia, sus técnicas fueron adoptadas por diferentes grupos para combatir las injusticias sociales.

Por Silvina Friera

El teatrólogo, dramaturgo, director y escritor Augusto Boal, reconocido internacionalmente por su método del Teatro del Oprimido, dio una clase magistral en el marco de las actividades paralelas del III Festival Internacional. “Los niños, hasta cierta etapa, aprenden a vivir haciendo teatro. Algunos, como en mi caso, nunca conseguimos salir de ese estado”, bromea este señor de 70 años, con más de 40 dedicados a la investigación y experimentación escénica. “El teatro es peligroso porque humaniza a la gente”, subrayó en una entrevista con Página/12 el creador de ese conjunto de ejercicios, juegos y técnicas teatrales que tienen como objetivo redimensionar al teatro y transformarlo en un instrumento eficaz en la comprensión y la búsqueda de alternativas para problemas sociales e interpersonales. Hijo de campesinos portugueses, que se establecieron en Brasil para mejorar sus condiciones de vida, a los 10 años Boal dirigía a sus primos y hermanos en pequeños montajes destinados a amenizar las reuniones familiares de los domingos. Director del Teatro Arena en San Pablo entre 1956 a 1971, Boal estrenó allí Revolución en América del Sur, (1960) una obra de ruptura, que marcó un alejamiento de las técnicas realistas que imperaban en las artes escénicas brasileñas para incorporar elementos brechtianos, del teatro de revista y del circo.
En 1970, Boal desarrolló el “teatro periodístico”, dramatizaciones elaboradas a partir de noticias del diario o la televisión. Un año después, el teatrista carioca se exilió en Buenos Aires. Boal y sus alumnos porteños empezaron a experimentar la técnica del “teatro invisible”, pequeñas dramatizaciones dentro de un restaurante, en la línea de tren que va a Moreno o en la calle. “La idea era hacer una representación de diez minutos en su escenografía natural, con la participación de la gente y sin que ellos supieran que era teatro”, recuerda. En Perú puso en práctica el “teatro foro”, que consistía en llevar a escena un problema que el protagonista no sabía resolver. Los espectadores reemplazaban al personaje, sabiendo que lo que se estaba haciendo era una obra de teatro, pero planteando sus propias soluciones. Entre 1973 y 1976 viajó por Colombia, Venezuela, México y Perú y trabajó con poblaciones de origen indígena.
“A raíz de los problemas de comunicación, empecé a desarrollar técnicas que después se constituyeron en lo que fue el teatro imagen, una serie de ejercicios para hablar con la imagen de los cuerpos de los actores”, aclara Boal. Curiosamente, existen festivales internacionales de Teatro del Oprimido en Suecia, Finlandia, Noruega, Islandia, Dinamarca, Francia, entre otros países. En América latina, donde hay más oprimidos, sólo en Brasil, Aruba y Puerto Rico hay grupos de teatro que experimentan con esa metodología y técnicas. “En Burkina Faso, el gobierno mismo tiene sus grupos de Teatro del Oprimido para discutir sus problemas de salud, de educación, de familia. En Africa, la mayoría de los países tienen centros del Teatro del Oprimido”, enumera el teatrista. “Quizás las distancias en América dificulten la difusión”, sugiere Boal, que vivió muchos años exiliado en Europa. “Queremos la humanización del oprimido, porque la opresión es una forma terrible de deshumanización. El ser se vuelve humano cuando descubre al teatro”, sentencia
Boal fue elegido en 1993 concejal por el Partido de los Trabajadores (PT), en la ciudad de Río de Janeiro. Vehemente, inquieto e innovador, revolucionó al Parlamento con el teatro legislativo. “Algunas de las leyes que se aprobaron eran muy concretas: tener más atención geriátrica en los hospitales o la ley de protección a los testigos judiciales, que fue sancionada a nivel nacional. Hacíamos la obra y la discutíamos con los espectadores que proponían soluciones. De ahí sacábamos los proyectos”, comenta el teatrista carioca, que tiene más de 20 libros publicados (obrasde teatro, textos teóricos, novelas y ensayos), traducidos a más de veinticinco lenguas.
–¿Recibió cuestionamientos durante su mandato como concejal?
–No hubo contradicciones entre mi actividad artística y política. Siempre hice lo que me mandó mi conciencia. Soy un hombre de teatro y lo voy a seguir siendo. No quiero continuar con el ejemplo de Vaclav Havel, que de dramaturgo se convirtió en presidente de la república checa o el de Glenda Glackson, que era actriz y se transformó en ministra. Hubo una violencia contra mi mandato de parte de los demás concejales que se sentían en peligro. Le preguntaba a la gente qué era lo que ellos querían, no fabricaba leyes arbitrariamente. Los políticos no podían soportarlo. Presentamos más de 40 proyectos de ley y 13 fueron aprobados. Quiero que la población sea activada y que piense políticamente, porque ellos van a recibir directamente las consecuencias de las leyes.
–Actualmente está trabajando en 37 prisiones de Río ¿cómo está resultando esa experiencia?
–Los prisioneros están encerrados en el espacio pero son libres en el tiempo. Hay que aprovechar esa libertad del tiempo. El Teatro del Oprimido es el que crea espacios de libertad para que la gente imagine y piense en el pasado, en el presente y pueda inventar el futuro y no esperar por él. Intentamos que ellos tengan una vida más sana y creativa. Además, en Brasil las prisiones son muy terribles porque todo lo que está prohibido afuera, adentro se consigue. Tengo un grupo de 5 personas que trabajan con 52 educadores. También estamos haciendo una tarea hermosa con los campesinos del movimiento de los sin tierras.
–¿Varían las metodologías y técnicas en el caso de los presos y los campesinos?
–El Teatro del Oprimido es un método. Los objetivos son distintos pero el proceso es el mismo. Sócrates decía que había que hacer una filosofía por las preguntas, la mayéutica. Mi hijo, Julián, que también escribe sobre teatro, me hizo una aguda observación: “Sócrates cuando hacía las preguntas, inducía un campo de respuesta posible, entonces era una forma de manipulación”. La gente hace las preguntas y dan sus propias respuestas. Por eso, no hay mucha diferencia entre el trabajo que hago en Suecia, Inglaterra, Estados Unidos, en Francia o dentro de Brasil. El Teatro del Oprimido es un instrumento. La gente está peleando, sabe lo que quiere, pero necesitan descubrir cómo hacerlo. Usan las palabras y estas sirven para revelar y esconder: son como camiones que les ponés la carga que querés, de acuerdo a las circunstancias.
–En un contexto internacional como el que estamos viviendo ¿cómo hace el teatro para realizar una trasgresión simbólica?
–La trasgresión es una condición necesaria para la liberación. En 15 días viajo a Nueva York porque allá hay un centro muy importante del Teatro del Oprimido. Estados Unidos está hablando de solidaridad mundial pero ¿qué solidaridad quieren los que son menos solidarios del globo? Hay una sed de venganza sedimentada en la sociedad norteamericana, claro que resulta muy fácil ser patriota cuando se manda a morir a otros. Cómo puede Bush decir que quiere a Bin Laden vivo o muerto, cómo puede decidir que esa persona es culpable, si ni siquiera existen pruebas. El presidente norteamericano no puede aplicar una sentencia de muerte antes de un juicio. Es lo que hacía Videla acá. Bush se convirtió en un dictador cualquiera. La trasgresión desde el teatro es pelear por la paz. Hay que evitar una guerra, porque puede tener consecuencias terribles para toda la humanidad.

Males de la privatización
¿Cuál es hoy el panorama del teatro brasileño?
–Está muy sacrificado por la privatización de la cultura. Para hacer montajes hay que pedirle plata a las empresas comerciales, que pagan los espectáculos que les brindan una buena imagen. Hay que hacer obras que le gusten al patrocinador. Esto opera como una censura y está provocando la mercantilización del teatro brasileño, difícil de remontar porque Brasil carece de la tradición del teatro independiente que tiene Argentina.

El hecho escénico, según el cine de Hugo Santiago

El director argentino, radicado en París, demuestra de qué manera es posible traducir un hecho teatral al lenguaje audiovisual.

Por Luciano Monteagudo

Desde que Hugo Santiago realizó esa película mítica, en más de un sentido, que fue Invasión (1969), sobre un guión original de Borges y Bioy Casares, su nombre ha quedado asociado a un cine argentino tan valioso como secreto. Radicado en París desde sus épocas de estudiante, cuando se desempeñó como asistente de Robert Bresson, Santiago hizo toda su obra posterior en Francia, aunque nunca dejó de considerarse un narrador fantástico argentino. En Les autres (1974) volvió a trabajar sobre un guión de Borges y Bioy, lo que no impidió que la película permanezca hasta ahora escandalosamente inédita en nuestro país. En Ecoute... Voir (1979), que tuvo un fugaz y mutilado estreno en la Argentina de la dictadura militar bajo el título El juego del poder, Santiago ya no volvió a contar con sus ilustres colaboradores, pero el centro de su film seguía siendo un laberinto borgeano, a pesar de que la protagonista –Catherine Deneuve– parecía salida de una novela de la série noire. Y en Las veredas de Saturno (1986), escrita en colaboración con Juan José Saer y Jorge Semprún, Santiago continuó la saga de esa Buenos Aires transfigurada que es Aquilea, iniciada en Invasión.
En este film hay una escena reveladora de la concepción del cine de Hugo Santiago. El protagonista, el bandoneonista argentino Fabián Cortés (interpretado por Rodolfo Mederos), que lleva largo tiempo exiliado en París, se queja agriamente frente a una abogada progresista francesa. Le dice que está harto de esa película que se llama Francia, en la que él interpreta a un músico de un instrumento exótico y ella a una abogada preocupada por los desaparecidos, en la enorme superproducción en la que François Mitterrand hace el rol de un presidente socialista...
Todo ese gigantesco aparato representativo que, de pronto, descubre el discurso del bandoneonista Cortés parece manifestar también la manera en que Santiago piensa el mundo a través de su medio de conocimiento, que es el cine. De alguna manera, la serie de films que presenta a partir de hoy –por primera vez en el país– la Sala Leopoldo Lugones, en el marco del Tercer Festival Internacional de Buenos Aires, confirman ese interés de Santiago por las puestas en escena simultáneas, en las que una representación incluye a la otra y la determina.
El caso más evidente es el de La gesta gibelina, donde Santiago descubre de qué manera todo un pueblo –Gibellina nuova, en Sicilia– forma parte del ritual de la Orestíada, de Esquilo, reinterpretada a su vez por la ópera del griego Iannis Xenakis. Por otra parte, la Electra de Sófocles y el Galileo Galilei de Bertolt Brecht, según las puestas originales de Antoine Vitez, demuestran hasta qué punto Santiago es uno de los pocos cineastas que ha logrado traducir un hecho escénico al lenguaje audiovisual sin traicionar la especificidad de los respectivos medios. Santiago entiende que el hecho teatral es algo único e irrepetible, una convocatoria situada en el tiempo y en el espacio, y que el cine no tiene por qué intentar robarle ese carácter ceremonial al teatro, entre otros motivos porque fracasaría. Lo que en todo caso puede hacer un film es recrear a partir de esa ceremonia un cierto tipo de emoción.


“EL CERDO”, POR LOS URUGUAYOS TRENES Y LUNAS
La pocilga como espacio de reflexión

Por Hilda Cabrera

Quizá por lo tan explícito del título, los espectadores que formaron fila para ver El cerdo no se sorprendieron cuando una joven les ofreció degustar unos canapés de jamón. La bandeja quedó casi vacía poco antes de que el público ingresara a la Cunill Cabanellas. Dentro de esta sala, que se transformó en una valija de doble fondo, la asistencia debió esperar a que descorrieran el telón negro que empequeñecía aún más el recinto para ubicarse bien al fondo, en sillas que cercaban un cubo de acrílico. Esa caja era la pocilga del cerdo, único personaje de esta obra de Antonio Andrés Lapeña, basada en Estrategia para dos jamones, del francés Raymond Cousse. Arrinconado, el protagonista que interpreta Iván Solarich se mantenía en actitud de espera, mientras el sonido remedaba jadeos y chillidos atribuibles a un animal. El actor no aparecía transmutado: sólo una mano enguantada simulaba una pezuña. Apenas iniciada la acción, se hizo evidente que El cerdo no era una historia de metamorfosis. Tampoco una incursión en la relación animal-hombre. Lo que se vio en escena fue un puerco cuestionador, conmocionado ante la proximidad de su faenamiento, capaz de reflexionar sobre sí mismo, sus congéneres y el porquero, como un mecanismo contra el cual es inútil rebelarse.
El cerdo tiene aptitudes y apetencias equivalentes a las humanas. Por lo tanto piensa (mientras se quita y coloca unos pequeños anteojos) y perora sobre las comodidades y la libertad. A diferencia de los humanos, conoce su final. Sabe que es el matadero, y no puede dejar de espantarse ante la imagen del puntazo que le abrirá el corazón. Sin embargo, no todo es sufrimiento durante el engorde: además de comer, recuerda su libertad de joven cochino que supo jugar al veterinario con las cerditas.
“Si el porquero y su pupilo no se llevan bien, el jamón no será bueno”, sentencia, mientras abastece su monólogo de frases a las que no siempre se les encuentra sentido. En esta traslación, el texto de Lapeña resulta algo confuso. Abundan las vaguedades, dichas a veces en un leve tono irónico. Se asegura que “los intelectuales sólo ven cerdos en dibujos o alcancías”, por ejemplo, y se deslizan acotaciones sobre los malentendidos que provocan ciertas actitudes de los politizados.
Al actor Iván Solarich se lo ve abandonar y volver a su rincón con renovado empeño, y cruzar el cubo en diagonal, o recorrerlo en círculos como si quisiera dibujar de esa manera la desorientación de su personaje. Pero a pesar de sus esfuerzos no consigue afirmar su anatomía en tan pequeño espacio. Sólo en contadas ocasiones sus movimientos acompañan contundentemente las experiencias de su porcino. Fuera de esos instantes, ni la actuación de Solarich ni el montaje del uruguayo Alberto Rivero logran exorcizar la abismal soledad que antecede a la muerte ni establecer una relación inquietante entre la escena y el público.

 

 

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