Por Cristian Alarcón
¡Aguauaaaaante
los pibe chorrooooooo! grita Pablito Lezcano, el alma mater de la
cumbia villera, en la catedral de ese ritmo que bate records de venta
y consumo entre los sectores populares del Conurbano: Tropitango.
¡Viva el Tropitango! se escucha por los parlantes del
megaboliche de Tigre en el que cada fin de semana se divierten unas diez
mil almas, alejándose aunque sea por la noche de la miseria, el
desempleo, la desintegración cotidiana del futuro, el cadáver
del porvenir.
Gritan pidiendo que ¡No! se cierre el Tropi. Y los pibes chorros,
y los no chorros, y las pibas chorras, y las no, y las madres, y las futuras
madres, todos se encienden como se deben encender cuando encuentran espacio
para la catarsis al crudo acontecer cotidiano. Sucede que la fiesta desmadrada
suele dejar, tal como rezan los acontecimientos de los últimos
cinco meses, huellas mortales en los alrededores de ese templo musical
y descontrolado: cuatro muertos, el último de ellos un niño
de 14 años, arrollado por un auto, que sus familiares consideran
fue el de la bandita con la que se había peleado adentro de la
megadisco un rato antes. Con vecinos furibundos que acusan a la policía
de hacerse la estúpida, una concejal del PJ que propone
la clausura, familias de víctimas que buscan justicia y los pibes
en las puertas del cielo de su delirio, producto de los consumos non sanctos
que dicen tienen piedra libre en el Tropi, el boliche de los más
pobres es todo un fenómeno de esa explosión social, aparentemente
silenciosa, que ocurre en los alejados cordones del conurbano.
El tema, hay que decirlo, tiene su delicado y filoso borde. En principio
por las denuncias que ha hecho la concejala del PJ, Carmen Salcedo, quien
tras la cuarta muerte en los alrededores del Tropi, directamente presentó
un proyecto de ordenanza para cerrarlo. Y para que su dueño, Leonel
Duarte beneficiado por el municipio de Tigre con una fuerte excepción
impositiva, pague los daños producidos a raíz de la
venta de alcohol a menores en su disco. Salcedo conoce por su trabajo
en las villas de la zona a muchos de los cumbiancheros. Fue ella quien
acompañó a los amigos y familiares de Pablo Silveira, el
chico muerto por el supuesto auto asesino, el jueves 13 en una marcha
que llegó hasta la puerta del boliche, donde fueron filmados por
personal de seguridad de Duarte. Lo que pasa es que acá hay
un negocio enorme, difícil de dimensionar, y a pesar de los pedidos
no controla ni el Municipio, ni el Consejo del Menor, mucho menos la policía.
Primero les dan alcohol y falopa a pibes de trece, catorce años,
después los patovicas los golpean, los expulsan totalmente drogados,
y entonces cuando están afuera se matan, le dijo Salcedo
sin eufemismos a Página/12.
¿Cómo se matan? ¿Cómo es que la muerte, cotidiana
en la villa donde el ajuste de cuentas y el gatillo fácil es asumido
por la mayoría, se extiende al casi único espacio de socialización
de estos sectores populares? Sentados en el patio de la casa a medio terminar
en el barrio Los Troncos, los amigos de Pablo Silveira se sientan a contar
la noche del tres de septiembre junto a Marta Castro, la madre que llora
la muerte del chico. Se habían reunido en una casa del barrio.
Nos comimos una falda bárbara, dice del asadito aquel
Adrián Arce, de 18. Después de unos vinos, en un remis acordado
para llevarlos no todos van al Tropi, como tampoco los micros se
detienen en esa zona por el miedo salieron seis hacia el baile.
Cuatro eran menores. En la puerta Pablo mintió que tenía
17. El de la entrada lo miró con desconfianza pero le dijo: Por
esta vez pasá. Adentro fue lo de siempre, cuentan los chicos:
empinaron demasiadas veces la jarra loca, esa que se llena
con más de medio litro de cubana ron y
se completa con gaseosa y una o más pastillas de ropi
Rohipnol. Pasadas las cuatro de la mañana, uno de ellos,
A., estaba demasiado dado vuelta y se puso camorrero
con un grupo de pibes más grandes. Dijeron sacalo
porque lo mato, cuenta Maxi Muñoz. Cuando lo intentaba, Maxi
sintió una trompada, y medio locos se desataron.
Pronto los golpes vinieron de los patovicas. Te dan con todo, con
mano, con palo, con cachiporras que tienen, te levantan, te rompen la
ropa, y si pueden te apagan el cigarrillo en la cara, dice una chica
de 16 años, amiga del grupo. Los varones asienten y se ríen
de la escena que vivió cada uno a su tiempo. Ninguno estudia, Pablo
había dejado el séptimo grado, algunos hacen en changas,
uno que otro roba al voleo. Viven en el barrio en el que dos semanas antes
de la muerte de Pablo apareció un chico de 19 tirado en la vereda
con un tiro en la cabeza; en el que la policía suele levantarlos
de la esquina por portación de cara y de clase. Casi todos reconocen
consumir la pastillita rosa de rohipnol que promociona la canción
La jarra loca, del grupo Flor de Piedra. En combinación
con el alcohol, según los propios chicos, te saca la cabeza,
a las tres que te tomás no la piloteás más.
¿Si hay droga, si se vende droga en el Tropi? Hay olor a
todo ahí, pero el mejor olor es el olor a porro, describe
la muchacha que adora la cumbia.
La muerte de Pablo, el 2 de septiembre, aún caratulada como homicidio
doloso en la fiscalía de Pacheco, fue la última de las cuatro
ocurridas en cinco meses en torno a Tropitango. A ella se le suma una
pelea iniciada en el Tropi: El primer muerto quedó en mi
vereda, sobre la calle Francia, señor explicó el hombre
en una reunión con las autoridades presenciada por
Página/12. Lo único que pude hacer fue llamar a la
ambulancia. Aquello fue en marzo. Luego un chico murió en
la Panamericana escapando de algo, también atropellado.
El 30 de julio fue peor: Señor, yo vi cuando venían
con jarras en la mano, era unos diez chicos y chicas que no tenían
más de 17 años, le dijo en ese mismo encuentro el
mecánico Hugo Argenta a Duarte. Argenta le contó a este
diario la escena en la que murió vigilador privado Luciano Fernández,
de unos 60 años. Yo volvía de acompañar a mi
hijo a su trabajo a eso de las seis. Cuando ellos pasaron le gritaron:
botón hijo de puta te vamos a romper todos los vidrios.
Entonces (Luciano) Fernández caminó hacia su garita y Argenta
a llamar a la policía. Cuando regresó vio que el vigilador
trastabillaba y caía al piso. Los demás lo rodearon
y dos le pegaron con ladrillos en la cabeza. Yo empecé a los gritos.
Me dijeron algo y se fueron corriendo.
Quiero que me
digan a quién odiar
Por C. A.
Dueños de una particular conciencia sobre el problema,
los vecinos de Tigre no han asumido, como indicaría el sentido
común y derechista de las radios matinales, un odio hacia
los pibes villeros que, dicen, invaden su barrio. Ni ha aparecido
entre ellos un justiciero que haga honor al lema ruckaufista de
meter bala. Una y otra vez, desde marzo, se han quejado
por las vías regulares por los conflictos en la disco ubicada
en la Colectora Este, entre las rutas 202 y 197: ante el municipio
dirigido por el ex intendente de la dictadura Ricardo Ubieto, de
Acción Comunal; ante el comisario Solíz, de la seccional
5ta; ante el Foro de Seguridad. Y todo de vuelta.
Hasta que la concejal Carmen Salcedo, del PJ, también vecina
del Tropi, presentó un proyecto de ordenanza para cerrar
el negocio del entretenimiento villero. Ante esa posibilidad la
comisión que lo trató debió convocar a los
vecinos a una reunión para el último jueves. Por fin
se sentaron cara a cara concejales, representantes del Foro, del
Consejo del Menor, y la plana mayor de la policía encabezada
por el jefe de toda la Zona Norte desde la General Paz
hasta Pilar José Alberto Cánepa.
Los cuestionamientos de los vecinos fueron desde la falta de controles
hasta el más fuerte de todos: la prevención. Sus seguridades
se evaporan ante esos chicos a los que temen y a una policía
de la que desconfían.
En la reunión el comisario a cargo de las seccionales de
Tigre intentó apaciguar los ánimos proponiendo un
volver a foja cero. ¿Foja cero? ¿Acá
no pasó nada? ¡¿Nadie sabía que entraban
menores a ese lugar?!, vociferó un hombre. ¿Queremos
otras cuatro o cinco muertes? lanzó otro ¿Qué
hacemos con los muertos? Y el comisario: Quiero decir
comenzar un mejor servicio. La historia es historia, dijo.
Las lamentaciones de los vecinos pueden leerse en la carta que el
9 de agosto, fechada en El Talar, enviaron a Ubieto con 500 firmas.
Hablan allí de los menores de edad que salen de (Tropitango)
en total estado de embriaguez o intoxicados por algún otro
tipo de sustancia que los transforma en seres irracionales.
Según dicen cuando unos tres mil habitué llegan el
viernes o el sábado ya no pueden salir de sus casas ni
a sacar la basura. Ante lo que los vecinos llamaron tirarse
la pelota, uno de ellos, iracundo, irracional también
él, gritó: ¡Quiero que me digan a quién
tengo que odiar! ¡Nos están tomando el pelo! ¿Quién
es el responsable? ¡Necesito odiar a alguien!.
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